Columna de José Miguel Ahumada: La izquierda y la república

AGENCIA UNO


En la actualidad, la idea de república ha emergido en diferentes espacios de discusión y análisis nacional. Ha sido utilizada por la extrema derecha para autodenominarse, otros la han usado para referirse a la voluntad de elaborar grandes acuerdos, o para hacer referencia a la acción de solemnidad, mesura y buen trato al adversario político.

En fin, más allá de sus usos, la república democrática se ha ido imponiendo como el contexto institucional legítimo en que se dan las disputas políticas nacionales, al punto de que todos los movimientos políticos relevantes se reconocen como parte de ese orden. Y esto no es una cuestión poca, sino una verdadera conquista civilizatoria: todas las fuerzas aceptan un orden en que la ciudadanía es soberana y elige representantes para discutir sobre los fines que nos proponemos como sociedad, a partir de una arquitectura institucional que protege a la oposición, garantiza la división de poderes y establece elecciones libres y periódicas.

Detrás de esa arquitectura existe un principio normativo fundamental: el pueblo tiene el derecho a vivir sin estar sometido a la voluntad de ningún poder arbitrario, sea un monarca, un templo, un trono o un sacerdote. Merece, a fin de cuentas, ser libre. Y libertad implica que la ley que nos rija emerge a partir de la deliberación de los representantes del pueblo, respetando a la oposición y garantizando consultas permanentes (elecciones).

La izquierda siempre tuvo en la implementación de ese ideario su eje clave de existencia (así lo hizo en Francia, España, Italia, y en América Latina en general, y Chile en particular). Ahora bien, a diferencia de otras posiciones, la izquierda consideraba que la libertad del pueblo no quedaba garantizada únicamente con esas reformas institucionales, sino que debía incluir en su programa profundas reformas estructurales en lo relativo a la distribución de la propiedad y la riqueza. República era voto universal, pero también era garantizar una base material de existencia al pueblo, para que no solo fuera libre de la dominación política, sino de la económica. Había que estar libre del monarca, pero también del patrón, del latifundista y del acreedor. Y es que, sin redistribución, la república derivaría inevitablemente en una oligarquía, por más que sus normas formales quedaran intactas.

En nombre de esa libertad republicana, la Revolución Mexicana estableció la Constitución de 1917, junto a la distribución de tierras y la garantía de derechos sociales, la II República española no solo implementó el voto universal, sino la reforma agraria y la educación pública, y Salvador Allende nacionalizó el cobre y radicalizó la reforma agraria para hacer de los campesinos ciudadanos plenos en derechos políticos y económicos. República, así visto, no solo es un orden institucional, sino un proceso de eliminación de privilegios y crear en su lugar derechos, tanto a nivel político como a nivel económico, de forma de garantizar que la ciudadanía viva libre de dominación.

Ese ideal de la izquierda de una república social, de “una república de trabajadores, no de esclavos, sino de dignos, libres y conscientes trabajadores”, como dijo Eugenio Matte Hurtado en 1932, constituye quizás uno de los recursos ideológicos más sólidos que tiene la izquierda para el presente que nos toca vivir. Aunque dicho ideario haya quedado eclipsado por medio siglo de neoliberalismo en Chile, su proyecto bien puede brindar luces para una salida democratizante, y no regresiva, al estancamiento secular (no solo de la economía, sino de la política y la representación) que venimos experimentando en las últimas décadas.

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