Columna de Oscar Contardo: Labores administrativas

Juan Emilio Cheyre
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Leo una nota del New York Times sobre Chile. Es un artículo que revela que el año 2000, en una repartición del Ejército, alguien dio la orden de quemar miles de archivos microfilmados en una hoguera encendida especialmente para hacerlo. El objetivo era deshacerse de rollos de microfilms de la Dina y la CNI que contenían datos sobre la represión política en dictadura. Decenas de cintas -custodiadas desde 1990 por la Dirección de Inteligencia del Ejército- con información que ayudaría a determinar responsabilidades y eventualmente a ubicar cuerpos de detenidos desaparecidos acabaron hechas humo. El Ejército había negado la existencia de dicho archivo.

Lo que me sorprendió de aquella nota, sin embargo, no es que algo así ocurriera -que las Fuerzas Armadas destruyeran evidencia-, sino un detalle curioso que parecía ser una hebra olvidada de la madeja; en la reconstrucción de la historia, la corresponsal del New York Times descubrió que la empresa que le vendió las máquinas para microfilmar los archivos de los organismos de la represión -Kodak, la multinacional dedicada a la fotografía- era la misma que le prestaba servicios a la Vicaría de la Solidaridad para manejar su propia documentación. Tenía, por así decirlo, el monopolio del registro de una misma tragedia.

El artículo incluía el testimonio del ejecutivo de ventas de Kodak que se encargó de capacitar a los funcionarios de la Dina para usar las máquinas. Él explicaba que el proceso de microfilmado comenzó en 1977 y que se usaron aparatos de gran velocidad para la época, capaces de procesar un volumen importante de documentos y buscar con eficiencia los datos requeridos. El ejecutivo de Kodak, además, recordaba que los documentos que le facilitaban a él para enseñarles a los encargados del Ejército a manejar los procesos eran fotocopias de originales, pero con nombres, oraciones y párrafos tachados. Naturalmente, aquel empleado no tenía razón para preguntar más. Él sólo cumplía con su trabajo, con labores administrativas.

Desde que en 2002 asumió como comandante en jefe del Ejército, la imagen de Juan Emilio Cheyre fue presentada como la de un militar distinto al que usualmente había ocupado ese rango desde el retorno a la democracia. El currículum exhibido a la opinión pública subrayaba su trayectoria académica, alejada de los círculos de poder de la dictadura. Él no era un admirador de Pinochet ni tampoco parecía justificar los crímenes cometidos bajo su régimen. Era, por así decirlo, una especie de intelectual con uniforme, con quien las autoridades civiles podían mantener una charla franca y profunda sobre el rol que las Fuerzas Armadas debían cumplir en democracia. Esa imagen fue coronada en 2004, cuando el general Cheyre publicó una declaración en donde aseguraba que el Ejército asumía las responsabilidades que le cabían como institución en "todos los hechos punibles y moralmente inaceptables del pasado". La opinión pública interpretó esa frase como si hubiera dicho "nos hacemos cargo de las violaciones a los derechos humanos ocurridas en dictadura". ¿Cómo no entusiasmarse? En el mismo documento agregó que su institución había cooperado con los tribunales, lo que muchos quisimos entender como un compromiso para entregar la información disponible, como, por ejemplo, los microfilms con los archivos de la Dina. La declaración de Cheyre fue celebrada y su figura alcanzó el rango de hombre de Estado, un estatus curioso, similar al de un santo, pero laico, vivo y omnipresente en las celebraciones de la élite política.

Sin embargo, el encanto duró hasta que algunas víctimas de la Caravana de la Muerte comenzaron a hacer memoria. Varios testimonios situaron al general Cheyre en La Serena durante los días en que el helicóptero de Arellano Stark llegó hasta esa ciudad en su gira de exterminio. Sólo en La Serena fusilaron a 15 personas. El general Cheyre nunca negó que hubiera estado en el lugar menos indicado y en los días más inapropiados, pero explicó que él era un soldado sin poder alguno y que sencillamente cumplía labores administrativas. Para ponerlo de manera sencilla, Juan Emilio Cheyre aseguraba que él había sido poco más que el ejecutivo de ventas de Kodak instruyendo a los funcionarios en el manejo de una máquina. No supo, vio, ni escuchó nada. En un programa de televisión negó taxativamente la existencia de pactos de silencio.

Esta semana, el New York Times reveló un nuevo dato al largo historial de silenciamiento. La destrucción de los archivos de la Dina y la CNI en plena democracia vuelve a poner en duda aquella declaración de Cheyre que muchos tomaron como un cambio de época. No hubo la colaboración con la justicia que pregonaba en su declaración. Asimismo, en estos días el Ejército dio a conocer un documento que revela que el general Cheyre había participado nada menos que en 26 consejos de guerra. Mario Fernández, actual ministro del Interior y ministro de Defensa cuando Cheyre era comandante en jefe, sostuvo que el gobierno de la época nunca estuvo al tanto de esos antecedentes.

El Ejército, en cambio, sí los conocía.

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