Columna de Héctor Soto: El castillo de la pureza

Mayol



Ocurre siempre y en la escena política local ha ocurrido ya dos veces en menos de un mes. Cada vez que se levanta el discurso ético como base de la acción política los resultados, que en principio deberían ser mucho más sanos y clarificadores, terminan siendo claramente decepcionantes. Le ocurrió a la abandera democratacristiana, la senadora Carolina Goic, que en tributo a sus profundas convicciones morales amenazó con bajar su candidatura si su colectividad, a raíz de la repostulación de un diputado condenado civilmente hace años por un caso de violencia intrafamiliar, no establecía estándares éticos superiores a los legales en su plantilla parlamentaria. Al final, la ética operó solo para el caso del diputado; todo el resto siguió igual, y tanto el partido como la senadora, dimensionando seguramente que el proceso podría transformarse en una caza de brujas, prefirieron llegar hasta ahí. Ahora el espectáculo se trasladó al Frente Amplio, donde de nuevo en nombre de los altos valores de la ética, de "cosas que no se pueden dejar pasar", de límites que la política no puede cruzar so pena de transformarse en otra cosa, en algo turbio, sombrío y repulsivo, la mesa electoral del conglomerado resolvió, en una verdadera noche salvaje de furor y lealtad a principios inclaudicables, vetar el nombre de Alberto Mayol de su lista parlamentaria, quien, por lo demás, también estaba haciendo su propio juego. Su juego político, desde luego.

Una de las tantas razones que hacen recomendable no mezclar literalmente la ética con la política estriba en que la primera opera en el plano normativo de la virtud y la política, en cambio, lo hace en un terreno mucho más infestado por conveniencias, intereses, circunstancias históricas, posibilidades y márgenes concretos de acción. Si bien una política enteramente disociada de la moral puede convertirse en una cloaca, entenderla desde el castillo de la pureza como un puro aterrizaje del discurso virtuoso en el ámbito público puede llegar a convertirla en una suerte tiranía del púlpito.

La verdad es que a eso estuvieron jugando los damnificados de este mes. Se han dado muchas explicaciones sobre lo ocurrido: exceso de puritanismo, exceso de entusiasmo, falta de experiencia, una cuota no menor de oportunismo, bajezas puras y duras, falta de sentido común y, peor, falta de sentido de realidad. Puede ser. Faltó carácter, también. El carácter es esa serenidad que se espera de los políticos a la hora de resistir un poco -solo un poco, algo, digamos- las dinámicas compulsivas y excluyentes que se apoderan de algunos colectivos cuando sienten estar librando una guerra en nombre de los valores absolutos, de la pureza o de la moralidad. Suponiendo que era eso lo que los movía, porque también cabe la posibilidad de que la ética estuviera encubriendo cosas bastante más pedestres que eso, puesto que lo que estaba en juego era solo un cupo parlamentario -un miserable cupo-, aquí los líderes no solo se plegaron a la jauría, sino que además la espolearon y justificaron. Unos invocando pinches argumentos procesales. Otros impostando un fuerte sentido de alarma ante lo que consideraban un escándalo imperdonable. La candidata, por su parte, con una lapidaria falta de perspectiva, respaldando al día después la condena desde donde siempre habla: desde su más profunda indignación.

Hace poco fue la abanderada DC quien izó la bandera de la ética para inyectarle presión a una candidatura que no remonta. Ahora le tocó al Frente Amplio. Y el resultado nuevamente vuelve a ser decepcionante.

Van a aprender, se dice. Aprender qué, se pregunta uno. ¿Aprender que no se puede hacer nueva política sin caer en los denostados códigos de conducta de la vieja politiquería, cosa que sería lamentable, porque equivaldría a una claudicación? ¿Aprender que hay decisiones que más vale tomar con la cabeza fría? ¿Aprender que en política, como en la guerra, bien vale dejar abierta una vía de escape por si el ataque no resulta, cosa que a los maximalistas siempre les ha gustado poco? ¿Aprender que el espacio público de discusión es algo un poco más complejo que las guerruchas de Twitter, cosa que ciertamente les haría bien tener en cuenta? En fin, ¿aprender que no puede hacer política desde la altanería de la superioridad moral, cosa que obviamente ellos mismos alimentaron y que es de suyo una pretensión estúpida?

Estos episodios finalmente son sanos. Sanos, porque son clarificadores y por aquello que prescribe un antiguo proverbio según el cual la medida de los hombres -y también de las mujeres, por cierto- no la da el tamaño de sus ideales, que puede ser formidable, sino la que le permiten alcanzar sus debilidades y flaquezas, cosa que, por cierto, es bastante menos heroica.

El saldo político que dejan las ordalías éticas siempre es deprimente. Las resacas tienen algo de vergonzosas. Hay que echar pie atrás, hay que esconder la toga del inquisidor y vestir el hábito de la fraternidad, hay que comerse las palabras duras y aprender a decir las que sean benévolas y acogedoras. Y hay que presentar como normal y positivo lo que antes se execró.

La primera parte de la representación por lo general es épica. La segunda, invariablemente cómica.

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