Yoga, el desencanto de perder el control

El esperado nuevo libro de Emmanuel Carrère transita por unos terrenos en que la clave es el poder, el de tener la capacidad de tener el control sobre la propia vida. En su estilo confesional, el autor cuenta cómo pasó de tener una idea para un libro de Yoga, a vivir el dramatismo de ser internado debido a una profunda depresión. Sin escalas. Eso sí, cumple con los requisitos que todo buen escritor debe tener, y que maneja magistralmente.


Quizás no hay otro libro de Emmanuel Carrère donde prime más el desencanto que en Yoga (Anagrama, 2021). Aunque la idea inicial del autor, según él mismo relata, era hacer un libro simpático sobre el arte asiático de la meditación y el ejercicio.

De hecho, en su primera parte, el autor se dedica a explicar en términos bastante didácticos que el Yoga va mucho más allá de posiciones (asanas) que se pueden repetir por YouTube. Es un modo de vida. De alguna manera, intenta acercar la disciplina a sus lectores, convencido de que es algo que vale la pena practicar, él mismo reconoce los beneficios de la práctica.

“He llegado a experimentar cierta paz, a entablar un trato más tranquilo conmigo mismo”, dice al inicio, aunque aclara de inmediato que lo suyo no es la búsqueda de lo trascendental para transformarse en un asceta: “Nunca nada extraordinario, nunca un transporte, nada relacionado con la suspensión del pensamiento, la experiencia del vacío, la iluminación”. Al final, se presenta como un tipo cualquiera que practica Yoga sin más pretensiones que las personales.

A estas alturas, bastará solo con indicar que Carrère escribe en un plan absolutamente autobiográfico. Más bien confesional. Lo suyo es transformar su propia vida en libros, y Yoga no escapa a esa norma.

De hecho, es interesante cómo va explicando la idea de su proyecto del libro simpático. Cuenta que en un primer momento va bien encaminado, incluso acude a un centro de meditación para quedarse por 10 días y obtener anotaciones (mentales) para el libro, aunque no muy convencido de poder lograr una disciplina total de meditación.

Es que durante todo el libro, Carrère desnuda sus contradicciones, sus inseguridades. No intenta disfrazarse de una lumbrera, un líder a quien seguir. De alguna forma, eso genera cercanía al lector y sostiene esa visión desencantada del mundo. En las más de 300 páginas no hay nada parecido a la utopía.

En el centro de meditación, aparentemente todo va bien. Aunque desde ahí se observa el desencanto, una especie de descreimiento con todo lo que le dicen. De todos modos, sin sutilezas va anunciando que algo pasará, cosa que va enganchando a la lectura. Curiosamente, hasta ese momento, su vida podía permitirse manejar todos los instantes. Y ojo con la palabra: podía.

Así, como una especie de maldición esperando su momento para saltar e imponer su sentencia, cuenta que se ve forzado a dejar el centro por una desgracia. Ese es el instante en que Carrère detecta que todo empieza a irse por el tacho de la basura. Aparecen sucesos como el atentado en 2015 a la revista satírica Charlie Hebdo, con consecuencias para el autor, y sobre todo, su caída en una profunda depresión.

Acá hay que hacer una pausa (no versal como la de Levertov, sino, narrativa). En Yoga hay una tendencia a escaparse cada cierto rato hacia otros temas, otras anécdotas. Algo que quizás es bastante oral, como en esas conversaciones de noche en un bar (algo que en estos días de pandemia parece de otro mundo) donde los hablantes suelen desperdigarse de tema en tema sin preocuparse de mantener una forma lineal.

De ahí que se pasa, sin mayor explicación y sin mayor trámite, a un Carrère deprimido, con trastorno bipolar. De un optimismo sin exagerar, entramos derechamente a un relato en que el francés camina por el averno. Por supuesto, para entonces ya dejó de lado su idea del libro simpático y comienza a narrar algo mucho más oscuro.

Internado en el hospital Sainte-Anne es sometido a terapias de electroshock, aunque sin ahondar en detalles, dejando a los lectores la tarea de imaginarlo. En ese sentido, cumple la regla dorada de todo escritor. No confunde el hablar desde lo confesional con tomar al lector de la mano. En términos simples, no entregarlo todo. Carrère es un maestro en ese punto. A lo largo de la novela nunca pierde el control de lo que narra.

En ese momento de la novela, hay que pensar en un concepto clave. Poder. Y no me refiero, amable lectora o lector, al imaginario del Estado o de quienes detentan las decisiones. Quiero llevarlo a un punto más doméstico e individual. Poder en el sentido de ser capaz de tomar las propias decisiones, de conducir la vida como se plazca.

Acá hay un gran valor del libro. Aunque en general, Carrère tiende a observar los hechos que le ocurren desde una distancia algo fría, en esta parte muestra una versión descarnada. Reconoce que se le escapó el poder sobre su vida, que hubo un punto en que la bipolaridad fue más fuerte que él. Como un adicto que no puede renunciar a una droga. “Ya no soy yo sino la enfermedad la que ejerce poder sobre mí. La enfermedad me miente, la enfermedad me engaña”, dice.

Sin tapujos, Carrère cuenta cómo ya estaba entregado a la ketamina e incluso tomó una decisión radical sobre sí mismo, acaso como un intento desesperado de recuperar el poder sobre su vida. Es llamativo que esa sombra pesada de la depresión, en que su vida ya no depende de sí mismo la acepta sin mayores problemas, y reconoce que su vida fue salvada por las decisiones de los médicos, es decir, de otros. Podríamos decir que no se rebela contra el poder, sino que se deja arrastrar por la corriente como una rama en el río.

El mensaje del libro es lo que el lector debe armar. Se debe entender como un entramado confesional (aunque narrado de manera lineal, por lo que es bastante accesible), la narrativa de un hombre con una pluma pulcra y fluida quien, sin exagerar, cuenta hechos de su vida con la valentía que requiere la exposición.

Pero ojo, que si bien en un momento perdió el control de su vida, Carrère tiene conciencia de cada palabra que pone en las páginas, cuidadosamente nos deja entrar hasta donde él quiere. Nunca pierde el control.

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