Columna de Ernesto Ottone: Una espléndida mediocridad

AP


Tal como lo temíamos, el debate político se ha transformado en un guirigay donde abundan reyertas y pendencias. Cuesta para el común de los mortales que no habita el poder si no el país, entender cómo están las cosas, y hacia dónde se encaminan. En la medida que se acercan las elecciones de gobernadores, municipales, y consejos regionales todo indica que el tono irá subiendo, que habrá menos espacio para dialogar con calma la situación del país y tratar de buscar entendimientos y soluciones.

Vivimos en una doble trifulca, aquella entre los dos bloques electorales que se enfrentarán en las elecciones, uno oficialista y el otro opositor, como también la gresca que existe al interior de cada una de estas coaliciones electorales, porque están conformadas por fuerzas no solo distintas, lo que es plenamente normal, sino con concepciones bastante encontradas, evoluciones culturales contradictorias, incluso reacciones políticas y emocionales instantáneas antitéticas frente a los acontecimientos. Son como un matrimonio por conveniencia y mal avenido, obligado a convivir por una necesidad de sobrevivencia y de alcanzar o mantener el poder, que no puede disimular sus cuitas, sus broncas, su ausencia no digamos de amor sino incluso de un tenue afecto. Así van entonces, encadenados por la vida para golpear al bloque del frente en una comedia de equivocaciones, en la cual se preferiría no estar en esa compañía, sonriendo juntos con un rictus de disimulado desagrado frente a las cámaras.

Los extremos de cada bloque envían a sus máximos dirigentes a viajar. Unos van a Hungría ese hermoso país que hoy por hoy, bajo un autoritarismo electivo, construye muros, se declara iliberal, y promotor de la extrema derecha en toda la región.

Otros visitan Cuba, dicen que es para enviar “una potente señal a nuestra militancia y a la izquierda (...) a través de una mirada antiimperialista”.

¿En qué siglo estamos? Cuba hoy no es solo una desgastada dictadura, más allá de la entrañable simpatía de su gente, es un país pobre, venido a menos carente no solo de democracia sino de un nivel de vida aceptable.

¿Qué tiene ello que ver con el futuro de un país como Chile, que logró dejar atrás una dictadura y avanzar durante años en un progresivo desarrollo equitativo que desgraciadamente ha perdido su impulso propulsivo, seguridad ciudadana y cohesión social en los últimos diez años?

Todo indica que atravesamos por un gran malentendido, que las cartas están demasiado revueltas y que se ha perdido el rumbo.

Chile requiere un nuevo ordenamiento de las fuerzas políticas y una modificación de sus reglas electorales que contribuya a una mejor gobernabilidad y a la construcción de acuerdos para que la democracia entregue resultados, funcione decorosamente y genere un desarrollo económico que dé sustentabilidad a los avances sociales que se requieren. Que logre ordenar el sistema migratorio, aislando y combatiendo a la criminalidad nuestra y la que viene de afuera, que permita retomar la confianza en las instituciones democráticas y que recupere el prestigio de la política y los políticos, elevando su calidad y representatividad.

Los esfuerzos meritorios que hoy se hacen tanto desde el gobierno, como del ámbito privado y de la sociedad civil no lograrán, sin esos cambios de forma y contenido, los resultados que se necesitan.

Si leemos las proyecciones más recientes que ha entregado el Fondo Monetario internacional resulta evidente que no estamos al borde del abismo como proclaman unos ni tampoco vamos por el buen camino, como argumentan otros.

El crecimiento económico parecería que va a estar un poco más arriba del 2%, pero nadie imagina un techo más allá de un 3% este año y la misma cifra se alarga hasta finales de la década, lo que no resuelve los problemas de un país de ingresos medios.

Los datos de inversión y de productividad están por debajo de lo requerido. La responsabilidad fiscal alcanzada no es capaz por sí sola de impulsar el crecimiento.

Se requiere un objetivo estratégico que no existe pese a todas las posibilidades que nuestros recursos naturales nos abren en la era digital. Es que no lo estamos haciendo bien, algunos obnubilados por su imaginario ideológico, otros por sus rigideces doctrinarias o simplemente por su conservatismo.

La acumulación de lo que hemos realizado en años anteriores nos permite, sin embargo, seguir a la cabeza del PIB per cápita en América del Sur y no tener hasta ahora un desplome en las cifras de pobreza y desigualdad en las que hemos avanzado para disminuirla y acortar las brechas respectivamente, pero que con el ritmo actual de desarrollo económico ello puede revertirse.

El entorno desastroso de la región permite disimular nuestro estancamiento y no me refiero solo a la economía sino a diversas variables como los de educación salud y vivienda. En la base de estos problemas existe una disfunción de la acción política.

¿Es posible seguir así? Claro que es posible, incluso con el tiempo nos acostumbraremos a ello, encontraremos natural que la educación pública, incluso en sus expresiones históricas que eran motivo de orgullo académico y movilidad social, se vuelva cada vez más mediocre, nos acostumbraremos a peores servicios, a ciudades destartaladas, a poblaciones viviendo en condiciones indignas, al crecimiento de la corrupción y a un Congreso de mala calidad.

El subdesarrollo llegará poco a poco a no parecernos una palabra del pasado, y el desarrollo nos parecerá una ilusión perdida que en unos años de ensoñación vimos cerca. Diremos una vez más que alguien que no somos nosotros tiene la culpa, resucitaremos para ello al viejo imperialismo.

Pero esto no será de un día para otro, no será abrupto, no caeremos al vacío. La vida seguirá, solo que con menos esperanzas y con más turbulencia. Nos instalaremos en una espléndida mediocridad, haciendo votos para que la decadencia sea muy lenta y la violencia y el mal vivir no lleguen a las puertas de nuestras casas.

Estamos ante una gran encrucijada que no se resuelve cambiando el relato sino planteándose metas compartibles. Relatos globales ya hemos tenido demasiados y han sido rechazados por la enorme mayoría de la gente. Contarnos el cuento de que logramos estabilizarnos primero para recuperar el impulso propulsivo después no tiene sentido.

Solo seremos sólidamente estables si recuperamos el impulso propulsivo y, para ello, es necesario recuperar el método reformista de los acuerdos que hemos perdido. Pero desgraciadamente al menos en esta vuelta quienes podrían impulsar este nuevo tablero político marcado por una competencia adversarial pero constructiva poco podrán hacer, van del brazo de fuerzas extremas que quieren imponer su propia verdad y a quienes los avances democráticos serenos importan poco al lado de sus utopías y distopías que lucen como gemelas. Mientras ello no cambie, salir de la mediocridad será imposible.

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