Póngase de rodillas




Leviatán puede parecer una rareza en la cartelera porque llena con cine, con arrebato y unción, cada centímetro de la pantalla. Habíamos perdido la costumbre. Esta es una película grave -solemne incluso, lo cual puede ser una desproporción tratándose solo de un largometraje- y muy visceral. Lo menos que cabría reconocerle es que es grandiosa tanto por la intensidad de su aliento trágico como por el tamaño de sus ambiciones. Su autor, Andrey Zvyagintsev, es un cineasta que se ha convertido en el gran observador y crítico de la Rusia post soviética y a lo menos dos de sus películas anteriores, excepcionales ambas -El retorno y Elena-, fueron potentes reflexiones sobre el abandono y la orfandad en un caso y sobre la incidencia del dinero en las relaciones humanas. Son temas que dicen mucho en la Rusia actual. En el caso de su nueva realización, la reflexión es derechamente sobre el abuso y el poder.

Aunque esta es una película que puede desenterrar muchos estereotipos asociados a la Rusia profunda y ancestral -por la violencia con que se exponen las pasiones, por la dinámica trágica con que discurre el tiempo, por la vehemencia brutal que mueve a los personajes-, lo cierto es que también estas imágenes son una reivindicación gloriosa de esa tradición de cine europeo, altamente refinada, que va de Bergman a Tarkovsky o de Dreyer a Miklos Jancso.

En el centro inspirador de Leviatán, Andrey Zvyagintsev coloca nada menos que la relectura de la historia de Job, quizás si la figura más lastimada de las escrituras, quien, a pesar de ser un hombre bondadoso y observante de los mandamientos, entra en su vida, bajo las fauces de un monstruo, a una pista de desgracias encadenadas que lo despejarán de todo: hijos, mujer, fortuna, salud, futuro. La Biblia dice que Job, a pesar de todo, resistió. La película dice que para Kolya, su protagonista, un modesto mecánico víctima del matonaje de un alcalde que quiere quedarse con su casa, y de la traición de un antiguo amigo que, habiendo reaparecido para ayudarlo en la faramalla de un proceso judicial se está quedando con su mujer, no es tan fácil resistir. No, al menos, en parajes de tanto desamparo como los de esta ciudad del noroeste ruso bañada por el mar de Barent, no al interior de comunidades tan desvencijadas por la codicia de los nuevos tiempos, no con personajes tan degradados por el vodka, no bajo nubes de furia tan contenida ni tampoco contra vientos tan inmemoriales y amenazantes.

Es obvio que esta cinta tiene dimensiones políticas para la Rusia de Putin que son hirientes. Pero el asunto va más allá porque también queda al margen de dudas que su inspiración trágica es muy anterior a estas destituciones y abusos. Son fatalidades ancestrales que remiten a desajustes metafísicos y morales de una tierra castigada y condenada, por alguna oscura ley de la historia, a repetir una y otra vez el fracaso de sus expectativas y promesas.

Salvaje, desmesurada, dostoievskiana, imponente y movida por códigos dramáticos que no siempre llegamos a entender del todo, aunque la música de Philip Glass sea lo que mejor los clarifica, Leviatán es uno de esos estrenos que recuerdan que el cine, tanto como un pasatiempo, puede ser una instancia de catarsis, de problematización y emplazamiento espiritual. Pónganse de rodillas. Es cierto: no es esto lo que se lleva hoy. También lo es, sin embargo, que es por estas experiencias que alguna vez a alguien se le ocurrió que el cine podía ser un arte. E incluso un arte mayor.

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