Politizar la política




Una manera plausible de explicar el que la nuestra sea una época de ausencia de diálogo político, de protesta y elites arrinconadas, de esa paradoja que es el ciudadano apático o esa otra que es el "hombre público" que teme aparecerse en público, es lo que uno podría entender como la falta de un pensamiento específicamente político.

En cierta derecha tendió a predominar, por un largo período, una extraña combinación de moral (muchas veces, eminentemente sexual) y economía. Se soslayaron allí nociones como las de participación, bien común o deliberación pública. Se restringió la plenitud humana a la atención preponderante de la hacienda y el buen orden familiar. Se perdió de vista que la existencia humana se encuentra remitida a la vida junto a otros y que la adecuada conformación de esa convivencia es una tarea exigible de todo conglomerado político; también, que una organización que no descanse enfáticamente en la violencia ha de garantizar ciertas condiciones comunes de vida para todos.

En determinada izquierda, de su lado, aquellas palabras -bien común, deliberación pública, etc.- fueron crecientemente moralizadas: se las creyó expresiones de ideas impolutas, que no debían enturbiarse en transacciones y negociaciones, so pena de traicionar la esencia misma de su contenido. Se olvida, entonces, que en la arena política se trata, justamente, no sólo de vivir junto a los camaradas, sino también, y especialmente, de coexistir, dentro de una misma unidad, con los que piensan distinto; esto exige la disposición a convencer, pero también, cuando no se logra la convicción del adversario, a contar, negociar, transar. Negar esta parte de la vida republicana, este límite de la deliberación, importa acabar viendo al otro como alguien cuya posición, por "inaceptable", resulta prescindible, en definitiva, un indeseable.

A uno y otro lado, así, se ha ido despolitizando la política. Si alguna derecha terminó en vetusto alegato doméstico y venéreo, determinada izquierda amenaza devenir la comisaria de la ética pública.

Así, no hay consenso básico posible. El país de unos no es ya el país de los otros y están sentadas las bases del conflicto. Un conflicto, por cierto, que no se resolverá -en la época del patetismo blando- en una revolución armada o un golpe. Sólo en gritos, malestar e insultos por redes sociales.

Con todo, el paso desde el conflicto de baja intensidad en el que nos hallamos hacia una posible mejor época para la república  depende, en una medida fundamental, de una repolitización de la política. Que se deje atrás la sola moral y se entienda lo específicamente político que está en juego, a saber: la conformación de un país capaz de lidiar con sus conflictos y hacer florecer las esferas pública y privada del ser humano.

Se necesita que emerja una centroderecha capaz de entender la publicidad de lo político, que la dimensión de participación y las condiciones sociales razonables para todos son aspectos que comprometen la plenitud humana tanto como la esfera privada, y una izquierda que deje de confundir dogmáticamente la responsabilidad política con la ética del santo.

Ambos sectores se encuentran en momentos de reformas, mutaciones y movimientos internos, pero se tiende a divisar -uno podría aventurar- que esa centroderecha política está cuajando de manera más nítida que su contraparte, la cual, por ahora, se adentra en las honduras precríticas de quienes se piensan capaces de  -sea solos, sea en asamblea- ver el bien y el mal en su pureza.

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