Me gustas cuando callas…




Después de la contundente derrota electoral, las recriminaciones mutuas al interior del oficialismo alcanzan un nivel vergonzoso. No habían transcurrido un par de horas desde que se conocieron los resultados, para que se iniciara una catarsis verbal, la que mediada por la impotencia y la rabia, por no decir la ignorancia y la estupidez, disparaba contra múltiples culpables.

Partimos con la Presidenta de la República. Podremos largamente discutir cuánto afectó a la candidatura de la Nueva Mayoría el desempeño de esta administración, pero hace tiempo que no se veía un elenco de autoridades tan jugadas por su candidato. Si a eso le sumamos que el propio Guillier se declaró un continuador de las políticas públicas de Bachelet, mal podría asignársele mucha responsabilidad a una mujer cuyo renovado y ascendente capital político de los últimos meses se depositó íntegramente en la cuenta oficialista.

La siguió el Frente Amplio. Y aunque es cierto que muchos de sus dirigentes abusaron del recurso del suspenso, haciendo gala de una contradictoria ambigüedad -sumando ese extraño argumento de que el candidato que resultó segundo debía hacer suyas las banderas de aquel que no logró pasar al balotaje-, a los votantes de Beatriz Sánchez no se les podía pedir mucho más. Es fuerte el antiderechismo, y más todavía el recelo que genera el presidente electo, pero no lo suficiente para borrar con el codo el público y reiterado juicio que el Frente Amplio tiene respecto del oficialismo, su historia y legado.

Y aunque pasará un buen tiempo para analizar con detalle la composición electoral de esos muchos votos que sumó Piñera en la segunda vuelta, lo primero es reconocer la mejor capacidad que en esta ocasión tuvo la derecha para representar el sentir ciudadano. Dicho de otra manera, y aun sumando los votos de Goic en primera vuelta, ¡el oficialismo tuvo su peor resultado desde que recuperamos la democracia! Entonces, ¿acaso no parece más útil y honesto, especialmente de cara a los desafíos de la reconstrucción de una cultura política que tan importante fue para Chile, el interrogarse por los propios errores -aquellos que van desde el candidato, pasando por los partidos políticos y sus principales dirigentes, incluyendo por cierto a todos quienes nos sentimos parte de esa gran familia- en vez de utilizar el fácil y mediocre recurso de recriminar a otros? Y todo sin siquiera referirme al miserable paternalismo moral que importa insultar a los electores por su "equivocación" al no haber comprendido los grandes designios que estaban en juego.

Frente a esta paliza que solo evidencia el desgaste, deterioro y fracaso de la Nueva Mayoría, habiendo dilapidado su presente, quizás más silencio y humildad para no hacer lo mismo con su futuro.

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