Mátenlos




¿Cuántas cosas pueden suceder en el lapso 12 horas? Doce horas es una jornada completa, marcada por las comidas del día, los tiempos muertos y los de trabajo. Doce horas pueden pasar volando cuando hay una vida con todos sus bordes bien limados que se ajustan y ensamblan sin contratiempos a lo que ocurre fuera; y por el contrario, 12 horas pueden ser una cuesta difícil de remontar cuando se nace a contramano de la suerte, en el lugar de los olvidados, el sitio que ocupaba un chico llamado Alan, para quien ese lapso marcó la diferencia entre sobrevivir en la penumbra de una biografía amarga y agonizar de dolor producto de una golpiza feroz.

Alan tenía 13 años, vivía desde junio alejado de su familia por decisión de un tribunal que lo había destinado a un hogar vinculado al Sename. El objetivo era protegerlo. Permaneció allí poco tiempo, no le gustó y se marchó. Alan no se fugó, porque no era un recluso, ni un delincuente juvenil: era un niño pobre, con una familia pobre y una historia triste, un muchacho que sencillamente no soportó la vida que se le ofrecía en ese lugar. Desde hacía unas semanas Alan deambulaba por las calles de Temuco vendiendo calendarios. Eso hacía cuando sobrevino la desgracia. El muchacho pasó las últimas 12 horas de su vida a merced de un puñado de adultos que lo maniataron, asfixiaron y golpearon hasta matarlo con algo contundente, algo que la policía piensa pudo ser un martillo. Luego de eso, envolvieron su cuerpo en plástico y lo abandonaron.

Días después la policía encontró el cadáver y a quienes, supuestamente, lo habrían acorralado para torturarlo. La última imagen de Alan es la de un grupo de policías vestidos con overoles blancos sacando un bulto -su cuerpo lastimado inerte- en una camilla desde una mediagua.

Los captores del chico se justificaron: Alan era el sospechoso de violar a una niña de cinco años. Ahora se sabe que la niña nunca fue violada, pero Alan ya estaba muerto. ¿Por qué llegaron a pensar que eso había ocurrido? ¿Qué evidencias tenían? ¿Cómo resolvieron que Alan era un violador y no sólo el niño que vendía calendarios en la calle? Las preguntas para ellos eran innecesarias, porque ya tenían todas las respuestas que necesitaban. Lo principal era arreglárselas por sí mismos, decidieron entonces ir en busca del culpable hasta dar con él y someterlo a una dura jornada rumbo a la muerte.

Para los verdugos de Alan, no tenía sentido esperar una investigación y resignarse a las molestias de la justicia; es eso lo que nos han dicho mucho durante tanto tiempo: nada más eficiente y veloz que las detenciones ciudadanas, nada mejor que el castigo espontáneo de la turba furiosa, nada más efectivo que una paliza colectiva al maleante.

Mientras leía las notas de prensa sobre el caso del chico asesinado en Temuco, recordé la carta de Enrique Faúndez, dueño de una pequeña empresa gráfica. La carta fue colgada en el sitio Ciper hace unas semanas. Allí Faúndez contaba que fue detenido por carabineros mientras estacionaba su auto en Vitacura. Repentinamente, sintió un frenazo y vio a un hombre corriendo hacia él mientras le apuntaba con una pistola. Enseguida llegaron más autos y motos. Lo obligaron a él y a sus acompañantes -trabajadores de su empresa- a salir del automóvil que conducía, los hicieron tenderse en el pavimento y les dijeron que eran los principales sospechosos de un asalto a un banco. Al parecer, el modelo y el color del auto -un Toyota Yaris blanco como tantos miles en Chile- eran las pistas claves para detenerlos, aunque el empresario añadía otra: "Tenemos la piel morena y rasgos que no caracterizan a la gente que habita el sector donde fuimos arrestados".

En su relato, Faúndez recordaba el momento en que, tendido en el piso, se percató cómo los transeúntes se detenían a fotografiar la escena con sus smartphones. El y sus compañeros trataban de explicarles a los carabineros que no eran ladrones, que estaban allí para entregarle un trabajo a un cliente. Bastaba con revisar el auto para darse cuenta de que no tenían armas ni botín. Lo que recibieron como respuesta fueron insultos. Entre las groserías, los detenidos escucharon un grito desde la vereda: "¡Mátenlos!", decía alguien en tono imperioso a los policías.

Faúndez y sus colaboradores fueron llevados a una comisaría, en donde luego de buscar sus antecedentes un funcionario uniformado les dijo, en tono de broma: 'están más limpios que la leche'.

Hay ocasiones en que un grito, que parece justiciero y valiente, no es otra cosa que el anuncio de que la barbarie está demasiado cerca, rondándonos, como una bestia al acecho que acaba dañando a los más débiles, a aquellos que nacen para vivir bajo sospecha. Ellos son sólo los primeros, luego la bestia irá por el resto.

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