Eros y Tanatos: El amor y su parte de la noche


Cuando no sientes nada, piensa en algún momento en que recibiste amor sin reservas. Se trata de una meditación budista, dice Laurie Anderson en su película Heart of a Dog, idea que la llevó a buscar mucho tiempo esa imagen en su cabeza.

Cuando niña sufrió un doble accidente. Paseaba a sus hermanos pequeños sobre un lago congelado, el hielo se trizó y los niños cayeron al agua helada. Se lanzó y pudo rescatarlos, pero perdió el coche en que los llevaba. “Mi mamá me va a matar”, pensó. Pero vino el segundo accidente, la madre dijo algo inesperado: eres buena buceadora. Ese fue el momento, nos dice Laurie: encontró en la memoria una escena de amor incondicional, justo cuando la madre, no fue la madre del guion.

Madre se convierte, en esta historia, en el amor que arma, cuando ataja su miedo, su furia, la pedagogía que le toca dar y suspende su rol y el saber. Aloja el misterio de la vida, y da lugar a la hija; la que entonces no recibe la potencia de Madre (que puede ser tan aplastante), sino que la potencia del amor incondicional.

No confundirse: amor incondicional no es el sacrificio patético y sufriente. Es la aceptación más radical de la diferencia. Me atrevo a decir que cuando pensamos en el asunto de la diferencia, caemos en la tentación de decir que la aceptamos sin problema. Seguro, porque acoger la diferencia a partir de nuestras ideas, nuestra contundencia es equivalente a aceptar lo extraño, pero encerrado en un insectario. La parte difícil es aceptar la diferencia que, en primer lugar, es la diferencia de cada quien respecto de sí mismo. Sospechar de nuestras razones.

Precisamente, el amor incondicional tiene cierta solidaridad con lo que Derrida llamó hospitalidad, algo así como dar lugar, alojar al extranjero. La hospitalidad implica suspender momentáneamente la identidad, las normas (y la policía, real o mental, que las resguarda) para lidiar con la diferencia: una idea, un extraño, el amor.

Dicen que la hospitalidad fue “el primer acto político”, basado en la precariedad de los primeros pueblos nómades: hoy por mí, mañana por ti. En el caso del amor, es quizá lo mismo, la necesidad primaria de ser “alojados”, reconocidos por otro dada la fragilidad que nos constituye: la atención, la mirada, las caricias son el primer alimento psíquico, pero sobre todo, una segunda piel queda la posibilidad de experimentar la diferencia: hay lugar para dos ahí. Siempre y cuando Madre (quien quiera que sea) respete el misterio del hijx, pero también el suyo, lo que significa que no tiene para qué ejercer puro poder, sino que es libre para el impoder.

Tanto la hospitalidad como el amor ocurren cuando hay suspensión de sentido. Cualquiera sabe que esas relaciones en que unilateralmente se ponen reglas, típicamente en que alguien establece de antemano de qué se tratará el encuentro (solo sexo, relación abierta, relación seria, etc.), justamente no hay encuentro. No hay posibilidad del nacimiento de un mundo. Hay, con suerte, un contrato.

En psicoanálisis se dice que el amor es dar lo que no se tiene. Porque ocurre fuera de la lógica del propietario, la transacción y el mercado. Cada vez que el amor se habla en la lengua de la negociación, además de situar a las personas en lugar de adversarios, es bastante ridículo (aunque se diga con cara seria). Alexandra Kohan rescata el ejemplo del hipo de Aristófanes en el El banquete de Platón, quien se rio tanto del discurso de Pausanias que terminó con hipo. Básicamente el hipo es el elemento cómico que viene a decir que el discurso del amor como valores bursátiles, esa “psicología del rico” que siempre se defiende de perder, es irrisorio. Con suerte da para amores sin sorpresa, sin risa.

Esos cálculos existían en los mercados matrimoniales tradicionales de manera explícita, en la modernidad, el cálculo toma otros rostros, pero existe igual. Las revistas femeninas -cuando existían- estaban llenas de consejos de amor, quizá porque las mujeres han llevado la desventaja en el amor como un mercado. La socióloga Eva Iliouz ha escrito mucho sobre cómo las mujeres heterosexuales quedan colgando en el capitalismo tardío, mientras los hombres sacan mejor cálculo: tienen mayor oferta sexual y menos razones para quedarse. En estos últimos años, mi impresión es que de esos “consejos” para las mujeres heterosexuales, pasamos a la advertencia: mejor invierte en tu amor propio. Cierto que ha sido la cuarta ola feminista la que ha instalado en la discusión toda la violencia machista que pasaba colada en las relaciones sentimentales, y eso ha puesto las cosas de cabeza, por fortuna. Pero hay algo más que veo necesario criticar. Hay una insistencia en las publicaciones sobre el amor, que parece una especie de disfraz político al mismo lenguaje horripilante de la autoayuda noventera. El resultado: una paranoia sentimental, calculadora y mercantil. Da hipo.

Como dice Kohan en su libro Y sin embargo el amor, por qué no combatir la violencia y ya, pero dejar espacio al amor, a lo que no se sabe del y para el amor. No convertir al amor en una pasión triste. ¿Finalmente, de qué sirve tanta emancipación amorosa, si a la vez, el deseo puede retornar en otras dependencias? A veces se escucha que algo del amor se ha vuelto bulímico: entre discursos de abstinencia y atracones feroces (con alguien o con algo). Como esas dietas que nunca funcionan, porque al final se trata de reírse un poco de y con la comida, no de combatirla.

El amor es el campo de la diferencia y no de la identidad. O a lo menos la tensión entre ambas no es algo pacífico, pero es el del orden del Dos; que no es lo mismo que decir pareja o dos personas. Dos es el nombre de lo que interrumpe la unidad; el Uno puede ser un eslogan, una orgía, la identidad, un ejército, un soltero, pero también una pareja con más violencia o aburrimiento que amor. El Dos inventa un mundo, no confirma el propio. Por el contrario, la autoayuda 2.0 es pura inflación del Uno, del pensamiento que funciona como cálculo, como ansiedad por dominar la fragilidad y lo desconocido. Como una droga, un ansiolítico o una pistola.

El amor no está, no puede estarlo, en ningún protocolo o instrucción, porque no corresponde a los valores diurnos (que corresponden al cálculo basado en el miedo), sino que a la parte que nos corresponde de la noche: las alianzas que se hacen fuera de lo instituido y generan las complicidades más dulces. Patocka decía que la decadencia del mundo era el totalitarismo de los valores diurnos; razonar sólo a partir de la identidad y el cálculo inhibe la claridad de los encuentros de la noche. El amor no se puede enseñar porque es ante todo un acto, una palabra-acto, cualquiera puede distinguir la potencia de un “te amo” cuando es acto de cuando es actuación. Es otra relación al lenguaje y al tiempo, se promete una eternidad que nada tiene que ver con el reloj, sino que se atestigua un: aquí pasó algo, algo distinto a lo habitual, algo de otro mundo.

Y esto es muy político, que no es lo mismo que decir que hay que politizar todo lo que concierne al amor: el Dos es una resistencia mínima al pensamiento en masa.

Hace unos días iba con mi hija adolescente y sus amigas en el auto. Estábamos perdidas, y se armó un pequeño lío, yo buscaba el camino de memoria, ella se burlaba porque no uso aplicaciones; pero sobre todo era un guion: la disputa de saber entre una madre y una hija que creció. Cuando me rindo, ella enciende la aplicación, pero sorpresivamente llegamos al camino que buscábamos. En mi cabeza buscaba una expresión de triunfo, un dicho inocente, pero empiezo a tropezar y me sale otra distinta (dije: chúpalo), y el efecto fue una risa de ella y las amigas, que decían: una mamá no puede decirle eso a su hija. Y esa escapada de guion inauguró algo ahí, una complicidad, un secreto de una relación que nace, un pequeño encuentro fuera del mundo y sus leyes diurnas. Como dice Kohan: único lugar donde se puede vivir.

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