El desamparo de la respiración

Crédito: Camila Aravena.

"La relación al lenguaje es una forma de ser y estar en el mundo. Es nuestro aliento, el ritmo singular en que devolvemos el aire al mundo. Es misterioso cómo algunas palabras nos interpelan, como si las escucháramos por primera vez; palabras que generan placer, extrañamiento, desplazamientos e interrupciones de lo que se ha vuelto estereotipado".


Hay algo fundamental: de lo que se dice, importa sobre todo la relación a lo dicho. La diferencia entre lo expresado y la posición enunciativa suele ser ignorada conscientemente, pero se siente, inquieta, genera disonancias; por ejemplo, cuando se habla de violencia con violencia. Justicieros estridentes, profetas que aplastan, repetidores de frases que insensibilizan.

La relación al lenguaje es una forma de ser y estar en el mundo. Es nuestro aliento, el ritmo singular en que devolvemos el aire al mundo. Es misterioso cómo algunas palabras nos interpelan, como si las escucháramos por primera vez; palabras que generan placer, extrañamiento, desplazamientos e interrupciones de lo que se ha vuelto estereotipado. Es el efecto de un epígrafe bien elegido, de una escucha dignificante o de un juego de palabras.

Por el contrario, hay hablas que no dicen absolutamente nada. Pienso que el lenguaje de Sebastián Piñera, desde que tengo memoria, es el presidente que menos dice cuando habla. Al menos en su discurso público es hablado por el lenguaje – quizás uno de los más horripilantes – del management. Frases prefabricadas, una métrica que se escucha como jingle, reiteraciones que hacen de todo lo mismo. Creo que es un lenguaje gastado, pero que marcó un mundo a partir de la década de los noventa. Ese, por supuesto, no puede ser un lenguaje político, aunque sí es un lenguaje bien instalado en el poder (y en las reuniones tortuosas de las empresas). Es también un lenguaje que en mi opinión habría que hacer estallar, cuando se replica en la educación; es un habla, a lo menos, dormitivo.

¿Qué es un lenguaje político?

Pienso en lo que no puede serlo. El lenguaje de abogado. Como dice una amiga, cuando esa habla toma la ciudad significa el fracaso de la amistad (política). Tampoco creo que el lenguaje de los políticos más jóvenes lo permite, cuando se vuelve culposo, tieso por verse sitiado por la amenaza de funa (que a estas alturas es rizomática, gozosa y no distingue enemigos). Pondría también en esta lista la política tomada por el lenguaje terapéutico, o el burocrático, y sin duda, uno de los lenguajes más peligrosos que hoy ha emergido desde la ultraderecha en el mundo, el de la mentira. Que no es cualquier mentira, porque no se trata de ocultar una verdad con elegancia, sino de declarar falsedades con tal descaro, que más bien dejan sin conducta.

Hay lenguajes que hacen hablar y otros que hacen callar. Eso es lo más rotundo de un discurso y una práctica, mucho más que sus intenciones declaradas. Hay lenguajes que pueden dejar aturdidos, intoxicados como con el exceso de alcohol. Formas de hacer callar las hay con violencias evidentes, pero también las hay más sutiles: ciertas interpretaciones de los fenómenos; designando quiénes pueden hablar o no de ciertos temas; qué y cómo se hablan determinados asuntos, moldean el asunto mismo. Por ejemplo, los derechos humanos. Estos días tras el informe de la ONU sobre Venezuela, es difícil distinguir de qué se está hablando.

Ocurre algo en extremo importante. No pongo en duda (no tengo cómo saberlo) que cada una de las personas, de manera individual, involucradas en esa discusión consideren inaceptable la violación de derechos humanos. Sin embargo, la discusión misma, basada en una especie de interpelación cruzada sobre a quién le importa más el asunto -ni siquiera por competir, por superioridad moral, sino que de un modo oportunista- volvió el problema de la violencia en una trivialidad, un juego de estrategia, sobre la mesa. Es lo que Hannah Arendt llamó banalidad del mal, es decir, que no hace falta una hecatombe para que haya una catástrofe, sino que el tratamiento que se le da al cotidiano, su lenguaje, vuelve el mal en una atmósfera.

Si hay algo inquietante sobre la violación de los derechos humanos es la pregunta más incómoda: ¿por qué sigue sucediendo? Esa verdad es la que se vuelve inaudible en el parloteo del fuego cruzado.

¿Cuándo el lenguaje se divorció de la vida? ¿Cuándo la política se divorció de la vida y de lo político?

Pienso que Jadue incomoda, paradójicamente, porque es de las pocas figuras públicas que habla en lenguaje político. Se podrá estar o no de acuerdo con sus ideas, pero no se puede negar que cuando habla, es como si dijera algo nuevo, como si usara una lengua olvidada; sin consignas invita al campo de la imaginación política. Como escribió hace poco en una columna la filósofa Aïcha Liviana Messina, no se trata de cuántos votantes tenga, sino de que corre los límites de qué es una discusión (salvo cuando también cae en las conspiraciones). Diría que lo que hace es habitar políticamente el lenguaje, por eso vitaliza al lenguaje y a lo político.

“Cogí el siglo por la garganta”, escribió Elias Canetti; su generación experimentó una nueva forma de exterminio, el gas que asfixia. Y a la vez, fue su siglo el que saqueó el lenguaje al punto de transformarlo en la razón (loca) de la matanza a escala industrial. “El desamparo de la respiración” que describió, es también un asunto de nuestro siglo. Respirar como la forma vital de aferrase a la vida no es para nada obvio. Es curioso cuando en la televisión hablan de las catástrofes climáticas por venir, las imágenes que muestran ya fueron o están siendo. Asfixiar sigue siendo un modo de violencia política, en las protestas y también en el lenguaje amenazado por los clichés y las palabras que cierran el pensar, como cuando los modelos médicos, administrativos y panfletarios ahogan el campo de lo que se puede decir sobre la experiencia y la vida.

Pienso que un lenguaje político es, más allá de los dichos, habitar políticamente el lenguaje: algo así como que lo que se dice no sea pura repetición (para que haya futuro), que los decires tengan consecuencias, que se elija no decir cualquier cosa, no ahogarse ni ahogar en lenguajes inertes, cosificados y normativos.

Termino con una curiosidad. Libido y libertad etimológicamente son parientes. Hay una solidaridad entre deseo, amabilidad y libertad. El lenguaje lejos de ser un instrumento, aun cuando pueda serlo, es una reserva de placer y de libertad. ¿Cómo traducir políticamente ese aliento?

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