Las mujeres que sí entraron al Instituto Nacional

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Laura y Zoe son alumnas trans del Instituto Nacional.

La votación de la semana pasada negó el ingreso de mujeres al Instituto Nacional, pero en sus aulas se educan al menos seis alumnas trans. ¿Cómo lo hacen estas adolescentes para atreverse a decirles a más de sus 4.000 compañeros que son chicas transgénero?


Lo peor para Laura (17) y Zoe (15) son las mañanas. En sus casas, antes del desayuno, se levantan, se bañan, se perfuman, se peinan, se visten: pantalón gris, zapatillas bajas y la polera de piqué azul con la insignia del Instituto Nacional en el pecho. Así, dicen, todos los días de la semana y progresivamente se van convirtiendo en lo que no son.

—Una se siente horrible. Es súper incómodo, yo por eso antes de esta entrevista me cambié y me puse pitillos. Me encantaría poder venir con jumper -cuenta Laura (17), delgada, de piel lisa, ojos pardos, cejas definidas y el pelo castaño culebreándole hasta los hombros. Está vestida con zapatillas con brillos celestes y el polerón de su curso, el IV Medio A, con su nombre bordado en el pecho.

Zoe (15), de tez blanca, lentes gruesos, asiente con su cabeza, mientras sostiene con sus manos -de uñas largas y cuidadas- las tiras de su mochila estampada con los colores de la bandera LGBTI.

Laura quiere estudiar Medicina y tiene promedio 7 en biología. Zoe quiere ser piloto comercial, para en los aires "olvidarse de los problemas que la atormentan".

Ellas son dos de las seis alumnas trans que según el centro de alumnos estudian en el liceo. Un porcentaje pequeño en un establecimiento donde conviven más de cuatro mil hombres. Sin embargo, no son las primeras.

"Llevo más de 25 años y siempre hemos tenido niñas, lo que pasa es que antes los tiempos eran distintos", dice a la salida del colegio una auxiliar que prefiere no decir su nombre.

Efectivamente, los tiempos son otros. Desde el año 2017, luego del envío de una circular, el Instituto Nacional reconoció a sus alumnas trans y habilitó un baño para ellas, previa autorización y reconocimiento de sus apoderados. También permitió el uso de su nombre social en las listas de clase.

—Nosotros reconocemos el derecho de las personas a buscar su propia orientación de género. El Instituto ha sido toda la vida pluralista en eso (...). Respecto de nuestras alumnas trans, hemos tenido siempre la mejor relación con ellas, hemos tratado de respetar sus derechos y darles todas las facilidades -señala el rector del Instituto Nacional, Fernando Soto.

Para Rodrigo Pérez, presidente del centro de alumnos, las "facilidades" no alcanzan.

—Los números son súper inciertos. De forma registral solo hay dos alumnas. Solo ellas tienen acceso al baño particular y que su nombre social esté en la lista. Solo ellas cumplen con el requisito del apoyo de sus padres, dice.

Un pasado doloroso

Laura y Zoe vivieron su transición al interior del Nacional. Llegaron al colegio con sus nombres de varones. Ellas pidieron no divulgarlos -tampoco sus apellidos- en este artículo. En sus casas, como algunos en el colegio, las siguen tratando como hombres. También en la calle, en situaciones cotidianas: cuando les preguntan la hora o dónde queda una calle.

—Le dije a mi familia: no me gusta que me llamen así. Y lo primero que hacen es gritar mi nombre. Eso es como una puñalada, una falta de respeto. Como que no reconocen mi existencia, dice Zoe.

—Ni siquiera puedo sacar mi carné, trato de no mirarlo. Mi nombre antiguo es algo muerto. Algo que no es de nosotras, acompaña Laura.

Lo que sí es de ellas, lo que les pertenece. Ellas lo saben desde muy niñas.

—Desde que tengo memoria me han gustado mucho las cosas que son de un estereotipo femenino. Me encantaba My Little Pony, siempre me encantó esa serie. Los unicornios. Yo lo ocultaba cuando tenía nueve años. A veces le robaba cosas a mi hermana también, sus cuadernos y juguetes, pero lo que más me gustaba era que me trataran como mujer, que me llamaran de forma femenina—, recuerda Zoe, sentándose en un Sushi en la calle Serrano, a pocas cuadras de su colegio.

Laura recuerda que siempre tuvo claro que su cuerpo no le correspondía. Cuando tenía tres años, en una visita a la casa de su abuela, un primo le preguntó por su género: "¿Tú eres hombre o mujer?", le dijo. Ella respondió que era mujer y un amigo de su primo que estaba con ellos le replicó y se burló diciéndole que era hombre. Laura no pudo más de la rabia y con las manos en la cintura se defendió y comenzó a gritarle:

-"¡Yo soy mujer!, no un hombre. ¡Yo soy mujer!"— le decía.

Zoe ingresó al Instituto Nacional en séptimo básico. Tuvo miedo a un ambiente de hombres. Todos mayores. Eso sí, confiesa, su curso la hacía sentir segura y protegida. Se dejó crecer el pelo y las uñas, y cuando pasó a octavo tomó la decisión, les contó a sus compañeros que ya no quería que la mencionaran con su antiguo nombre, que ella quería, como era su sueño, que la trataran como a una mujer.

–No fue difícil. Yo ya estaba comportándome de la manera que quería ser y llegué un día y dije miren, a mí me gustan los hombres y quiero ser mujer, así, directa. Les dije eso y lo aceptaron—, recuerda Zoe, quien hoy tiene un cargo de representación escolar en la Secretaría de Inclusión Sexual del Instituto.

La situación en su casa fue muy distinta.

—Después de asumirlo en el colegio hablé con mis papás. Les dije que me siento una mujer. Ellos antes se habían soltado un poco conmigo, me habían comprado pinturas de uñas y ropa, cuenta.

La situación cambió después de la revelación. Zoe disfrutaba mirándose en la cámara frontal de su teléfono con una aplicación de filtros que le alargaba el pelo y la maquillaba. Pasaba horas fotografiándose y poniendo caras con distintos looks. Pero después de asumirse, sus padres le exigieron que no lo volviera a hacer.

-Ahí yo perdí completamente la esperanza de que ellos cambien y me acepten, dice.

Laura llegó en segundo medio, venía de estudiar en el Internado Nacional Barros Arana (INBA), un ambiente duro, pero donde hizo amistades que allanaron el camino para aceptarse. Junto a sus compañeros bromeaban hablando como mujer, imitando gestos y palabras.

-Hola huevona, ¿cómo estái?- se saludaban, imitando el movimiento de cuello de las raperas.

Cuando Laura hacía eso se sentía en su lugar.

Las tomas en el INBA diluyeron la amistad. Laura se tuvo que ir y postuló al Instituto Nacional.

-Quedé y empecé a notar algo extraño en mí. Algo que me entristecía mucho, pero que no sabía qué era. En ese momento conocí a Alicia. Otra compañera, la primera que se paró frente a todos en un acto y dijo "soy trans". Ahí me di cuenta de que yo también lo era.

Al teléfono, Alicia -alumna de cuarto medio, confirma la historia.

–Fue en 2017, en medio de una charla de la fundación Transitar, encargada de trabajar con niñas y adolescentes trans. Al final abrieron los micrófonos y yo, frente a más de 300 compañeros, asumí mi identidad. Antes usaba otro nombre, ahí hice el break, fui la primera en hacerlo público. De ahí varias chicas se sumaron, señala.

Alicia incluso fue candidata a presidenta del centro de alumnos del año pasado. Su lista no salió electa, pero la derrota, dice hoy, a la larga fue una victoria que abrió los ojos del Instituto.

También los ojos de Laura. Su valentía la ayudó a empezar su propia transición.

—Abrimos un tema muy tabú y muy morboso. Acá no todas las familias tienen la mentalidad para convivir con esta realidad, es algo súper fuerte. Nosotras siempre hemos estado en las sombras, dice.

La aceptación de Laura llegó luego de un proceso largo y doloroso. Nunca se saca su polerón, para ocultar las marcas que se ha hecho en el antebrazo.

—Lo hice con un bisturí que me regaló una amiga, confiesa.

También comenzó a tomar hormonas sin consultar con un doctor.

— Mi abuela a veces me da plata para mi cumpleaños. Todo eso lo junté y empecé a gastar en las hormonas. Yo sé que tomar esto es peligroso, pero la gracia de vivir en Peñaflor es que las farmacias no piden receta. Tengo mucha suerte. Me dieron cambios fuertes. Me dolían mucho las mamas, estaba creciendo el botón mamario y se estaba acumulando la grasita, cuenta.

Ser las únicas

Cuando Laura se mira al espejo después de la ducha sufre. Su cuerpo no le gusta.

-Siento mucho asco. Lo detesto- dice. Por lo mismo, en el Instituto, donde no hay camarines adaptados para mujeres, prefiere asearse y cambiarse en los baños.

Después de Educación Física, Zoe se queda en los vestidores. Lo que más le cuesta es cambiarse de ropa. Los camarines están hacinados y llenos de testosterona. La intimidad es nula.

-Trato de cambiarme muy rápido, esperando que nadie me pueda ver. A veces cierro los ojos y pienso que no hay nadie, comenta.

La polémica votación del viernes 29, que negó la admisión de mujeres al Instituto Nacional, fue un dolor para ellas.

—Se siente mal. Me pongo en su lugar y digo, también me gustaría estudiar en el que tildan como el mejor liceo de Chile. Esto no puede ser legal, porque es un derecho estudiar. Y si lo están negando solamente por como naciste, es discriminatorio— dice Laura.

Para Zoe, detrás de la votación se esconde algo más profundo.

— Negar que entren mujeres también es negarnos como mujeres, es indirectamente decirnos que nos consideran hombres. Quiero que el foco de luz de la nación nos pueda alumbrar a todos, remata.

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