Columna de Óscar Contardo: La distinción

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Si no hay justicia, ni recompensa por el trabajo bien hecho –o al menos la percepción de que existe tal cosa- lo que queda es el desquite, pero ¿con quién desquitarse?



Ocurrió el martes, durante un cambio de semáforo en la distancia que hay entre una esquina de Vicuña Mackenna y el bandejón central a la altura de la estación de metro Los Quillayes, en la Línea 4. Mientras esperaba el verde para peatones para cruzar la avenida, escuché la voz de un hombre elevarse. Era el volumen de alguien ofuscado que le reprochaba con sorna a otra persona haberle incomodado el paso sin siquiera pedir permiso o disculparse. Miré fugazmente hacia atrás. El hombre debió tener poco más de treinta años, estaba bien peinado –pelo muy oscuro, raya al costado- y llevaba bajo el brazo algo como un bastón o una muleta. Había unas seis personas esperando el semáforo, pero por la orientación de su rostro, supuse que le hablaba a una mujer de una edad similar, vestida de blusa, chaqueta y falda gris, el conjunto habitualmente usado como uniforme de empresa por oficinistas y dependientes. El hombre siguió lanzando frases, muy articuladas, mientras cruzábamos la calle, enrostrándole a la mujer sus malas maneras. Yo caminaba dándole la espalda a él, pero detrás de ella, a media distancia entre ambos. Al llegar al bandejón bajo el metro elevado, la mujer giró la cabeza, dijo "cállate" y añadió algo que bien pudo ser un insulto, pero que no alcancé a distinguir. El hombre respondió firme "no sabes argumentar, maleducada". Usó la palabra "argumentar" y "maleducada", pensé. No dijo groserías. Ella apuró el paso. Cuando la mujer subía las escaleras de la estación, el hombre le gritó algo que parecía una arenga: "Se nota que eres una esclava del sistema, mírate cómo andas vestida, seguro trabajas en el retail, eres una rota de retail". Fue su venganza. Dijo "retail", pensé.

La frase me retumbó en el cuerpo por el resto del día, como un eco punzante y venenoso.

El sociólogo francés Pierre Bourdieu nació en una familia obrera de una provincia francesa, una región en donde se hablaba un dialecto que lo alejaba de la lengua educada de la capital. Bourdieu era hijo de un trabajador agrícola, cursó sus estudios en instituciones públicas –liceo, escuela normal- y fue ascendiendo posiciones gracias a una mente capaz de reflejar de forma brillante en sus obras –La distinción, capital cultural escuela y espacio social, entre otras– el entramado de relaciones y poder de su entorno.

En sus ensayos, Bourdieu escribió sobre los "errores de blanco" que surgen entre quienes viven alejados de las decisiones y se sienten atropellados en sus derechos. El fenómeno se da entre las personas que se perciben como víctimas de un sistema injusto; ciudadanos que escuchan discursos políticos enarbolar eslóganes que no pasan de ser un saco de palabrería que los candidatos traicionan apenas llegan al poder. Es una población para la que no hay progreso ni alivio, solo asperezas. Sienten que la democracia les falla. Una experiencia repetitiva que provoca frustración y decanta en rabia. Si no hay justicia, ni recompensa por el trabajo bien hecho –o al menos la percepción de que existe tal cosa- lo que queda es el desquite, pero ¿con quién desquitarse? No con los políticos que están demasiado lejos de su círculo, ni con entidades abstractas, sino con aquello que está más cercano: los mismos buses que usan cada jornada, los liceos maltrechos, las salas de urgencia de los hospitales, el profesor de la escuela municipal que recibe un sueldo miserable, el apoderado del compañero de curso del hijo que se transforma en virtual adversario en la lógica de la competencia perpetua por un cupo.

El vertedero o "blanco" de la rabia acumulada es más fácil de personificar en el vecino ligeramente distinto. Es algo que la ultraderecha sabe usar a su favor. El primer movimiento es buscar la manera de situar el objetivo del desquite en el escalón en donde circulan los dignos de repudio. Abanicar entonces las infinitas distinciones posibles, agitarlas separando a la gente según castas, aspecto, costumbres, lengua, lugar de residencia y de educación. Una vez determinado el blanco y su ubicación en la jerarquía del poder -siempre algunos centímetros más abajo del propio- ejecutar a mansalva, usando ese arsenal de insultos, aquello que los chilenos manejamos con tanta habilidad, la suficiente como para incluso darle la apariencia de una declaración progresista a una estocada profundamente hiriente: eres un esclavo del sistema, un empleado, un roto, no como yo que al menos sé cómo funciona el mundo.

Escrutar en la víctima una señal –su cara, su uniforme de trabajo, su forma de hablar- y luego expulsar la ira en un arrebato, que la disponga aun más cerca del foso en donde no se alcanza a ver el horizonte, la esquina en donde esperan los que nacen con el futuro clausurado. Enrostrarle su insignificancia. Hacerlo y luego vivir fugazmente la fantasía de pertenecer al club de los privilegiados a salvo de la zozobra, aquellos que predican desde la cúspide el evangelio del mérito y el esfuerzo, mientras el resto espera una señal del semáforo para avanzar.

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