Columna de Álvaro Vargas Llosa: La guerra de los espías

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Putin ha demostrado una gran sofisticación en su accionar frente a las democracias occidentales. Por lo pronto, es muy consciente de la debilidad que Donald Trump tiene por él, a pesar de que de tanto en tanto la Casa Blanca, obligada por la presión del "establishment" político, toma acciones contra Moscú.



Parecen los tiempos de la Guerra Fría. En la última década, 17 rusos, muchos de ellos agentes o ex agentes de Inteligencia (¿se puede realmente ser un "ex" agente de inteligencia?) han muerto de forma sospechosa en el Reino Unido. Las dos última víctimas, Sergei Skripal y su hija Yulia, no han muerto pero están en estado crítico tras haber sido envenenados con un gas nervioso en la ciudad sureña de Salisbury, en Inglaterra. Londres, Europa, Estados Unidos, Canadá y Australia han reaccionado con la expulsión de unos 130 diplomáticos rusos, muchos de ellos espías encubiertos, lo que a su vez está provocando una respuesta medida por parte de Moscú.

¿Recuerdan los lectores de cierta edad los tiempos aquellos en que uno podía morir en pleno Londres si alguien misterioso le rozaba la pierna con la punta de un paraguas? Pues desde 2006, mucho tiempo después de terminada la Guerra Fría tras la caída del imperio soviético y el Muro de Berlín, pasan cosas parecidas en el Reino Unido. El caso de que en cierta forma inauguró esta nueva era de cine negro convertido en vida real en el Reino Unido fue el de Alexander Litvinenko. Conviene recordar su historia brevemente porque nos da una idea del fondo del problema.

Litvinenko fue un agente de la agencia de espionaje que sucedió al KGB tras el fin del comunismo ruso, conocida como Servicio de Seguridad Federal. Desertó a finales de los años 90 y lanzó acusaciones graves contra el Estado ruso, al que denunció como una maquinaria mafiosa. Tras su paso por la cárcel se refugió en Londres, no sin antes acusar a Putin personalmente de ordenar la muerte de críticos suyos. En Londres trabajó como periodista y consejero en temas de seguridad, y publicó documentados informes sobre la forma en que operaba el Estado ruso contra sus enemigos. En 2006 acusó al Presidente de ese país de ser responsable de la muerte de la periodista Anna Politkovskaya. Ese mismo año, dos agentes rusos ingresaron al Reino Unido -según pudieron establecer fuera de toda duda investigaciones posteriores- para encargarse de cerrarle la boca para siempre a Litvinenko. Es exactamente lo que hicieron utilizando polonio-2010, un elemento químico.

Para entonces se habían aglomerado en Londres y otras ciudades del Reino Unido muchos críticos de Putin, incluyendo los célebres "oligarcas", como se conocía a los empresarios que se habían enriquecido rápidamente tras la caída del comunismo con las privatizaciones de los años de Boris Yeltsin. Muchos de ellos habían sido amigos de Putin, sucesor de Yeltsin, en los primeros años del gobierno pero luego habían roto con él. Londres -a la que se empezó a llamar "Londongrado"- facilitó la instalación en ese país de centenares de empresarios, profesionales y ex agentes de Inteligencia que huyeron de Rusia por temor a represalias políticas (o luego de haberlas recibido). No era raro que algunos de los "oligarcas" y los exagentes de Inteligencia tuvieran relación estrecha. Fue el caso, por ejemplo, de Litvinenko y Boris Berezovsky, uno de los "oligarcas" enemigos de Putin que se trasladó a ese país.

Siendo la inglesa una sociedad abierta y libre, lo mismo ingresaban y se instalaban allí críticos del gobierno ruso que amigos de Moscú o agentes dobles. Lo cierto es que, a partir de 2010, Theresa May, hoy primera ministra, asumió la cartera de Interior (Home Office) y empezó a recibir presiones de la oposición y de muchos medios de comunicación para tratar de poner orden en una cuestión que empezaba a ser muy turbia.

Lo que enturbiaba el ambiente eran sobre todo dos cosas. Por un lado, ingresaba mucho dinero sucio para ser lavado (el cálculo del Deustche Bank es que durante años han ingresado unos 750 millones de dólares al mes enviados desde Rusia al sistema financiero británico). Por el otro, cada cierto tiempo algún ciudadano ruso era objeto de un ataque sospechoso y nunca del todo aclarado. Con frecuencia estos ataques resultaban mortales. En algunos casos, parecían suicidios (por ejemplo, el del propio Boris Berezovsky en 2013). El uso de agentes químicos venenosos era a menudo el arma empleada para acabar con algún crítico del Kremlin. En otros casos, nunca quedaba del todo clara la causa. Es lo sucedido con Alexander Perepilichny, que murió en 2012 mientras corría en un parque. Las investigaciones no han concluido pero se sospecha que fue objeto de un ataque con gelsemio, una planta que puede tener efectos contundentes sobre el sistema nervioso central.

Un problema no menor en un ambiente tan enrarecido como ese es la dificultad en establecer el origen de los actos cometidos. La lógica apuntaba en muchos casos a una autoría vinculada al Estado ruso, pero tratándose de agentes secretos y ex espías, muchas veces vinculados a "oligarcas" con medios económicos, no era raro que detrás de los hechos hubiese los ajustes de cuentas políticos, rivalidades financieras o asuntos personales y que todo fuera disimulado de tal forma que pareciera la mano de Moscú.

Agravaba considerablemente las cosas el que esta comunidad rusa se imbricara con el "establishment" político y financiero británico. Resultaba muy difícil para las autoridades investigar a los sospechosos o hacer un seguimiento a los potenciales responsables de actos ilícitos. Los "oligarcas" rusos donaban dinero a los partidos, muy especialmente a los "tories" (ha habido varios escándalos relacionados con esto) y los grandes bufetes de abogados, gestores de activos financieros y corredores inmobiliarios tenían a ciudadanos rusos instalados en Londres como sus principales clientes.

Muchas veces se intentó, en el Parlamento, empujar al gobierno a tomar acción, pero los intereses en juego eran demasiado importantes y las relaciones entre los rusos y el "establishment" demasiado estrechas como para que ello fuera posible.

Mientras tanto, en Moscú, Vladimir Putin estaba empeñado en restablecer la grandeza de Rusia y ello pasaba por enfrentarse a Europa y Estados Unidos, a los que Moscú juzgaba empeñados en disminuir la estatura internacional del viejo imperio. Que una capital europea tan importante como Londres fuera un santuario de enemigos suyos no era algo que pudiera tolerarse. A menudo Putin acusó a Londres de ser el centro de una conspiración internacional contra su gobierno. El régimen ruso tenía muchas armas para actuar, incluso una tan flagrante como esta: la ley que en 2006 aprobó la Duma permitiendo el ajusticiamiento de ciudadanos rusos en el extranjero.

Ahora, con el intento de homicidio contra Sergei Skripal y su hija Yulia, Theresa May no ha tenido más remedio -ya como primera ministra- que actuar con contundencia. Ejerciendo un liderazgo eficaz, no sólo ha tomado represalias diplomáticas: también ha embarcado a sus aliados de la OTAN e incluso a otros países que no son miembros de la Alianza detrás de su política de sanciones por la suerte sufrida por el ex espía en Salisbury. Sin embargo, todavía no se han tomado medidas en el frente financiero en gran parte por las razones antes explicadas. Salvo las sanciones ya vigentes a causa de la anexión de Crimea en 2014 y las posteriores intervenciones indirectas en el este de Ucrania, las interferencias cibernéticas en las elecciones de distintos países occidentales o los ataques a los sistemas informáticos oficiales de Alemania no se han aplicado en ningún país occidental medidas que puedan afectar directamente a la red de intereses económicos y financieros de los allegados al Estado ruso que operan en el mundo.

Según el Tesoro estadounidense, se lavan unos 300 mil millones de dólares en Estados Unidos (y algo menos de la mitad en el Reino Unido) por parte de rusos que operan bajo coberturas jurídicas de distinto tipo contra los cuales no es fácil actuar sin dañar las protecciones institucionales propias de un estado de derecho abierto como el de estos países. Pero se sabe desde la difusión de los "Panama Papers", en 2015, que Rusia tiene una gigantesca red de intereses financieros montada en las democracias occidentales, particularmente en Estados Unidos y el Reino Unido, que remiten directamente a funcionarios del Estado o a gente muy próxima a ellos. A la luz de todo esto, las medidas espectaculares tomadas por Occidente contra Rusia en días recientes son más ruido que nueces. Así parece haberlo tomado el propio Kremlin, que a pesar de la retórica no ha permitido una escalada de las tensiones con medidas desproporcionadas.

Putin ha demostrado una gran sofisticación en su accionar frente a las democracias occidentales. Por lo pronto, es muy consciente de la debilidad que Donald Trump tiene por él a pesar de que de tanto en tanto la Casa Blanca, obligada por la presión del "establishment" político, toma acciones contra Moscú. Hace muy poco, para escándalo de republicanos y demócratas, Trump llamó a Putin para felicitarlo por su reelección. Sabe también que en todas las potencias democráticas hay división de opiniones por la obra del populismo respecto de su régimen. En Berlín, Alternativa por Alemania ha puesto el grito en el cielo por la expulsión de cuatro diplomáticos rusos decretada por Angela Merkel. Peor aún: algunos líderes socialdemócratas han hecho lo propio a pesar de que el ministro de Relaciones Exteriores, responsable de ejecutar la orden, es de ese partido. En Italia, el líder de la Liga del Norte, Matteo Salvini, uno de los ganadores de las recientes elecciones generales, ha cuestionado las medidas de represalia contra Moscú. En Austria, el canciller Sebastian Kurz, que está en coalición con la derecha extrema, se ha negado a sumarse a las expulsiones de diplomáticos rusos. Y así sucesivamente.

Por si esto fuera poco, Putin sabe también que sus críticos en los gobiernos occidentales lo necesitan en áreas específicas como Siria (donde Rusia se ha hecho muy fuerte) o en asuntos delicados como Corea del Norte (donde no conviene tener a Moscú de aliado de Kim Jong-un). Tampoco está la OTAN, tras muchos años de reducción de presupuesto, en su hora más vibrante. Un análisis encargado por el secretario de Defensa estadounidense Jim Mattis indica que la capacidad de despliegue militar en caso de necesidad está muy por debajo de lo necesario. Washington está exigiendo a sus aliados que la OTAN se prepare para poder desplegar en un máximo de 30 días (lo que es de por sí bastante tiempo) unos 30 batallones, 30 escuadras de cazas y 30 buques. Hoy día esa capacidad no existe.

En otras palabras: Vladimir Putin, el héroe de los populistas alrededor del mundo, a pesar de su economía debilitada, sus instituciones inadecuadas y su imagen negativa entre los demócratas, tiene poco de qué preocuparse por el momento. Desde su trono de zar de Rusia, puede frotarse las manos porque nadie puede con él.

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