“Soy el típico cuarentón en crisis. Después de separarme y de un año de webeo, me cayó la teja”

Oh. Dios. Mío. Ay. Espantoso. Mensaje de texto de Lance Armstrong después de su primera maratón.


Años antes de la pandemia empecé a recibir en mi consulta a ejecutivos y ejecutivas que por las más distintas razones se habían puesto a correr. Por supuesto, no venían a conversar de sus marcas ni de sus entrenamientos, sino a lidiar con las crisis y tensiones que vivían en sus carreras profesionales.

Aun así no dejaba de llamarme la atención la pasión con la que hablaban de este nuevo espacio en sus vidas, espacio donde muchas veces encontraban la satisfacción, la motivación y el reconocimiento que no encontraban ni en sus casas ni en sus trabajos. Clientes que habían cambiado su estilo de vida y conquistado -a base de esfuerzo y resultados-, la seguridad y la confianza que habían perseguido en el pasado.

Y no en pocos casos, clientes tomaron difíciles e incluso drásticas decisiones profesionales y familiares -que habían dilatado por años- después de haberse puesto a correr. Como coach, no soy contratado para cuestionar las decisiones o gustos de mis clientes, pero en un par de oportunidades no pude acallar la voz del psicólogo que hay en mí y preguntarme qué me estaba pasando con estas historias de cambio y superación personal.

El ultramaratonista Christopher McDougall, autor de Born to run, afirma que las ganas de correr es un fenómeno universal que se relaciona con el miedo y con el placer, por lo que no es de extrañar que las carreras de larga distancia hayan proliferado en los Estados Unidos precisamente en las grandes crisis nacionales, como la Gran Depresión, la guerra de Vietnam y la caída de las Torres Gemelas.

Escuchemos a McDougall:

“Un año después de los ataques del 11 de septiembre, las carreras de montaña se convirtieron en el deporte al aire libre de más rápido crecimiento en el país. Quizá fue una coincidencia. O quizá hay un disparador en la psique humana, una respuesta codificada que activa nuestra primera y mejor habilidad de supervivencia cuando sentimos que se acercan los depredadores”.

Más allá de las coincidencias, no deja de llamar la atención que en Chile, después de años interesantes y una pandemia, las carreras de toda índole atraigan cada vez a más corredores. Se entrena en parques, cerros y plazas. Los equipos de running y los colores chillones aumentan su presencia en las calles y sus grupos de WhatsApp funcionan de lunes a domingo desde las seis de la mañana para coordinar rutas y puntos de encuentro.

Jaime, nombre ficticio de un cliente a quien por razones de confidencialidad le he modificado algunos datos vitales, me cuenta que correr le cambió la vida:

“Supongo que soy el típico cuarentón en crisis. Después de separarme y de un año de webeo, me cayó la teja. No hay bolsillo que aguante tres niños en el colegio, una exseñora que no perdona, dos casas que mantener y una polola que te exige pasarlo bien. ¿Resultado? Me fui a la chucha cuando me quedé sin pega. Acto seguido, sin polola. Todo mal y unos amigos, para echarme una mano, me invitaron a armar un negocio. Lo hice, pero para mí era raro esto de ser un emprendedor. Pasaba angustiado y un día uno de mis socios me dijo que tenía que correr. Nunca me había gustado trotar, pero estaba tan mal, que probé y me enganchó al tiro, pues llegué a un muy buen grupo. Y en cuestión de meses, casi sin darme cuenta, no solo estaba corriendo, sino que estaba superando una de las etapas más difíciles de mi vida”.

Inés, una ejecutiva extranjera que lleva más de diez años en Chile, me cuenta que ha corrido desde que llegó a nuestro país y que no ha parado de correr maratones.

“Sinceramente empecé para hacer algo, pues no conocía a mucha gente en Chile. Una mañana vi que una vecina salía a correr con unas amigas y le pregunté si me podía sumar. Al principio era un desastre, pero siempre una de ellas me acompañaba e incluso dejaban de correr para caminar a mi lado. Me sentía pésimo y les pedía que siguieran sin mí, pero no me hacían caso y ahí salían las mejores conversaciones. Era como si ninguna tuviera puesta su máscara y hablábamos a corazón abierto (…). Y pensé que iba a correr una maratón y basta, pero desde entonces nunca dejé de correr y sigo sosteniendo que lo mejor son las conversaciones a corazón abierto que se dan en los entrenamientos”.

Estos relatos me daban vueltas y paseando a mi perro por un parque recibí mi primera invitación a sumarme a un equipo. Es cierto, ya me había picado el bichito y acepté. Duré unos meses y me retiré. En pandemia volví a correr otros meses más por mi cuenta. Y el año pasado entrené unos meses en el mismo equipo de running.

Y sí, es cierto. He ido y venido, he corrido solo y en grupo, de madrugada, al medio día y en la tarde. Lo he amado y lo he odiado a tal punto, que terminé contando mis historias de corredor en un blog, coescribiendo el libro Entrena tu Espíritu con el maratonista Gonzalo Zapata y ahora lanzándome con estas columnas de runners en el diván para intentar explicar este fenómeno que a pocos deja indiferente.

Entrena tu Espíritu. Foto: Sebastián Rodríguez.

Y estas experiencias, que no han terminado ni con carreras ni con medallas, me han hecho ver a mis clientes -y a los corredores en general- con otros ojos, pues no solo hay un sistema de trabajo que permite a personas comunes y corrientes alcanzar resultados extraordinarios, sino que hay una mística que muchas veces ya no se encuentra -lamentablemente- en otros deportes, ni en la casa, el trabajo, el colegio, la universidad o el gimnasio.

Pero no todo es color de rosas en el running y no siempre salir a correr es la solución a todos los males laborales, matrimoniales o personales. No es la terapia perfecta. Y a veces, aunque a los runners les moleste escuchar esto, correr puede empeorar las cosas y es por ello que en próximas columnas seguiremos abordando, a través de clientes y lecturas, los desafíos de sostener esta disciplina en un mundo donde somos constantemente tironeados por otras responsabilidades.

Además, como en tantos deportes, la masificación ha traído efectos indeseados y es por ello que McDougall señala que correr actualmente por las calles y caminos de Estados Unidos ya no es lo mismo que en los años setenta, donde “los maratonistas americanos (…) eran una tribu de marginados, que corrían por amor y no contaban más que con su instinto y un equipo rudimentario”.

Para este ultramaratonista el modelo americano ha podrido hasta la médula este deporte, transformando el acto de correr en una constante preocupación “por conseguir cosas y conseguirlas ya: medallas, contratos con Nike, un trasero bonito”.

Y la principal responsable de este giro dramático ha sido la codicia, ese deseo vehemente de conseguir cambios y resultados ya!. Esta impaciencia ha transformado las carreras en un negocio que no solo mata la mística, sino que alimenta el rechazo a salir a correr. Y si bien esto es lo que pasa en el hemisferio norte, acá en el sur las polémicas alrededor de las maratones ya son una realidad, por lo que no está de más recordar que, según este autor, “el mejor corredor no deja huellas”.

Continuará…

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