De Juana Ross a Isidora Goyenechea, las viudas que manejaron las mayores fortunas del siglo XIX

Juana Ross (1830-1913) e Isidora Goyenechea (1836-1897)

En 1882, once mujeres gestionaban un tercio de las mayores fortunas del país. Todas eran viudas que se convirtieron en líderes empresariales y rompieron con la invisibilidad y los estereotipos, a fin de mantener la riqueza de sus familias y garantizar la supervivencia de los negocios, tras la muerte de sus maridos. Todas, alumbraron una etapa de expansión y dinamismo de la economía chilena e invirtieron especialmente en el sector inmobiliario.


En la historia empresarial chilena, la viuda fue el principal recurso para enfrentar la sucesión y dar continuidad al negocio familiar. En los siglos pasados, las mujeres fueron las responsables de conservar fortunas, poder y el prestigio del anterior dueño, con el fin de traspasarlo a sus herederos. Un estudio de Ricardo Nazer, académico que se ha especializado en historias empresariales, establece que las mujeres chilenas que tuvieron el liderazgo en los negocios del siglo XIX sólo pudieron llegar a esa posición tras la muerte de sus cónyuges.

En el capítulo “Viudas y Grandes Empresarias en el Chile del Siglo XIX”, contenido en el libro “Liderazgo Empresarial Femenino en la Historia Económica de Chile” (Fondo de Cultura Económica), Nazer sostiene que “sólo libres de la patria marital, conjunto de derechos que las leyes concedían al marido sobre la persona y bienes de su esposa, podían tomar el control y gestión del patrimonio familiar y ejercer el liderazgo empresarial femenino”.

Basándose en una lista de las principales fortunas chilenas existentes en 1882, publicada entonces por El Mercurio de Valparaíso, Nazer encontró 11 mujeres propietarias de grandes riquezas: todas, coincidentemente “viudas de” y con varios hijos. En conjunto, representaban el 30,8% del patrimonio total de los mayores patrimonios familiares del país.

Todas, además, eran mujeres sin trayectoria empresarial, casadas con hombres mucho mayores que ellas, cercanos o emparentados entre sí y que hasta su viudez se mantuvieron a la sombra de sus maridos. Para conservar sus fortunas, todas fueron muy activas invirtiendo, especialmente en bienes raíces -terminaron como rentistas- y trabajaron mayoritariamente apoyadas por otro miembro de su familia como el hijo hombre mayor, un apoderado o por sí mismas. Sólo Isidora Goyenechea (1836-1897) desarrolló un camino más solitario, liderando negocios y diversificando inversiones.

A fines del siglo XIX, cuando Chile vivía una etapa de especial dinamismo y modernización de su economía, producto de la revolución industrial y la explotación de los grandes yacimientos minerales del norte, este grupo de mujeres tuvo en sus manos verdaderos imperios. “La mayoría de las fortunas de las familias analizadas tenían su origen en el ciclo minero mercantil, que se trasladaron con sus capitales al centro del país y los diversificaron invirtiendo fuertemente en inversiones inmobiliarias urbanas y rurales”, abunda Nazer.

Nace la “jefa de familia”

Hay que recordar que en el siglo XIX el patriarcado era norma. El Código Civil de 1855 mantuvo el modelo de familia proveniente de la época colonial y que entregaba al jefe del clan -hombre, esposo y padre- la patria potestad sobre su esposa y la descendencia. Pero establecía que si una mujer permanecía soltera o viuda, y era mayor de 25 años, podía administrar libremente sus bienes y contratar en las mismas condiciones que un hombre. “En la viudez, la mujer alcanzaba la condición de persona independiente, con plenos derechos para gestionar el patrimonio familiar y los negocios de la familia, pasando a convertirse en la fuerza dominante tanto del destino de la familia como de su vida, una “jefa de familia”, con poder y voluntad para convertirse en una poderosa mujer de negocios, siempre y cuando no se volviera a casar pues perdía de inmediato la jefatura y el control del patrimonio familiar”, explicita Nazer.

Ello permitió que estas mujeres continuaran con la actividad desempeñada por sus difuntos esposos y aprovecharan las décadas de prosperidad que vivió Chile desde la incorporación de la riqueza salitrera hasta los inicios de la Primera Guerra Mundial.

Juana Ross e Isidora Goyenechea encabezaban la lista de grandes fortunas, liderando las familias empresarias más importantes del siglo XIX.

La primera, Juana Ross Edwards (1830-1913), enviudó a los 48 años de su tío Agustín Edwards. Afincada en Valparaíso, heredó un patrimonio equivalente a unos US$14 millones de la época, diversificado en el sector financiero, minero e inmobiliario que gestionó junto a su hijo Agustín y su hermano Agustín Ross. La empresaria era la mayor accionista del Banco Edwards y destinó parte importante de su vida a la beneficencia. En sus últimos años le entregó el manejo de su herencia a Agustín Edwards Mac Clure, uno de sus nueve nietos.

Isidora Goyenechea, en cambio, enviudó a los 37 años con seis hijos y jamás se volvió a casar. Tomó el control de los negocios, cuyo principal activo eran las carboneras de Lota y Coronel. Fue una mujer en la primera línea de los negocios, tradicionalmente regentados por hombres

En 1882, tenía un patrimonio de unos US$10 millones. Durante algunas décadas se trasladó a París y delegó los negocios al administrador Thompson Matthews. Apoyó a Chile en la Guerra del Pacífico, por lo que fue condecorada por el Congreso tras la derrota de Perú y Bolivia. A su muerte, el patrimonio quedó en manos de sus hijos.

Los grandes patrimonios de las viudas en el siglo XIX apuntaron con fuerza a la compra de tierras.

Patrimonio en la tierra

La historia de las mujeres empresarias chilenas demuestra que invertir en bienes raíces como forma de proteger el patrimonio es una máxima que perdura hasta hoy. La seguridad de estos activos, su estabilidad y su valorización en el tiempo fueron las razones por las que estas mujeres terminaron -casi todas- convertidas en rentistas.

El estudio de Nazer detalla que al perder a sus maridos o a sus hijos hombres, las mujeres de las grandes fortunas nacionales optaron por asegurar su futuro y el de su descendencia apostando por la tierra y el ladrillo.

Además, se trataba de mujeres que enviudaban jóvenes. En los casos analizados, casi todas eran al menos 10 años menores que sus esposos y en promedio, sobrevivían a sus parejas 29 años, cada una con una prole de ocho hijos e hijas que mantener. “Estos números son importantes, porque explican, por una parte, que la diferencia de edad y sobrevivencia hacen realidad a las viudas desarrollarse como empresarias en el largo plazo”, argumenta el historiador.

Las inversiones en el rubro sector inmobiliario se canalizaban especialmente hacia el mundo rural (fundos y haciendas) y urbano (grandes residencias y edificios para renta), permitiendo además repartir de mejor manera la herencia familiar cuando los hijos crecían.

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