Por qué dejé de usar una pulsera inteligente

Por qué dejé de usar una pulsera inteligente.

Las fascinantes estadísticas que las smartbands entregan sobre la actividad física terminaron distorsionando mi relación con el ejercicio: los datos pasaron a ser más importantes que la experiencia.




No la pedí pero me la regalaron. Y cuando me regalan algo, incluso si no tengo un vínculo afectivo con quien me lo obsequió, siento una obligación ética a usarlo. Un chaleco morado, un pijama de abuelito, vasos con frases piscoleras o libros de Alberto Mayol: aunque los deteste, aunque sepa desde el primer minuto que solo estorbarán en mi vida, mis principios me empujan a ponérmelos, a leer un capítulo, a tomar un maldito trago en ellos. Después, inmediatamente, pasarán al rincón de objetos indeseables, a la espera de uno de sus dos destinos: la donación o la basura.

Pero esta pulsera inteligente, que me la regaló no recuerdo quién, duró más de unos días en mi muñeca. De hecho, se quedó varios meses en mi antebrazo. Sin ser bonita ni demasiado útil, la Xiaomi Mi Band 5 consiguió seducirme por donde menos yo lo pensaba.

Antes, para ser justos, voy a rescatar sus virtudes. Xiaomi ya va en la octava versión de su smartband, pero me imagino que estos atributos básicos se mantendrán, o incluso habrán mejorado en sus modelos más recientes.

Su mayor gracia, y que evitó que me la quitara al día siguiente, fue que la batería duraba muchísimo tiempo. En mi caso, más de una semana, pero leo que la Mi Band 8 —lanzada hace menos de un mes— puede alcanzar hasta dieciséis jornadas de autonomía. O sea, más de medio mes sin tener que sacársela ni enchufarla.

Una pulsera inteligente me conquistó, pero por las razones equivocadas.

Lo segundo fue su fácil configuración: solo tuve que bajarme una app, enlazar mediante Bluetooth y listo, la pulsera quedó con la fecha, la hora y mi ubicación exactas. Nada muy favorable a mi privacidad, seguro, pero la comodidad ya ganó esa batalla contra la seguridad.

Y lo tercero fue el amplio abanico de deportes y actividad física que era capaz de registrar. Desde los pasos que daba cada día hasta los kilómetros que recorría en bicicleta, entre la pulsera y la app me entregaban datos que jamás pensé tener. La velocidad de mi pedaleo, la zona de mi trayecto en que anduve más rápido, el momento en el que mi capacidad aeróbica estuvo en su peak: todo eso me lo mostraba en un sensual y oscuro mapa, al estilo de una transmisión deportiva, lo que me hacía sentir en medio de una competencia de ciclismo europeo cada vez que volvía a mi casa por las agujereadas calles de Viña del Mar.

De esta tercera virtud se deriva la cuarta, que rápidamente se convirtió en mi perdición: poder mirar y comparar los datos. Mis mediocres trayectos en bici, maquillados por el diseño de la app, parecían ahora las estadísticas de un deportista profesional, comparables de un día a otro. Si el lunes hice 14,4 kilómetros en 35 minutos, según mi pulsera, el miércoles tendré que ser capaz de hacer 14,5 en 33. Sin buscarlo, me puse a competir conmigo mismo. Parecía divertido, pero lo terminó arruinando todo.

La adicción a la estadística

Sin darme cuenta, salir en bicicleta dejó de ser un fin en sí mismo, ese momento de sentir el viento frío en la cara, la velocidad en las piernas, el paisaje que avanza a tu ritmo y la cabeza que divaga sin orden, un ejercicio que es más que un ejercicio pero también menos; una excusa para irse lejos solo y volver cansado.

Con esa liviana pulsera en la muñeca, como si fuera el anillo de Saurón, pedalear se convirtió en un medio para obtener las preciadas stats, esas estadísticas que me obsesionaban y sin las cuales subirme a la bici ya no tenía sentido.

Más de una vez, en el apuro matinal, se me quedó la smartband en la casa. Es realmente vergonzoso recordar la rabia que sentía cuando, a varias cuadras de distancia, miraba mi mano derecha y no encontraba la correa de plástico. Un día paré en seco, enojadísimo, pensando que ese viaje en bicicleta resultaría en vano: que sin las estadísticas sería como si nunca hubiese ocurrido.

Lo mismo me pasaba al caminar. La pulsera también contaba los pasos, y cuando superaba los 10 mil al día me entregaba, a través de una notificación, una especie de medalla o condecoración: ¡felicidades, conseguiste tu objetivo diario! La primera vez que lo logré me pareció ridículo, pero la segunda me gustó. Para la tercera ya se había vuelto una de las principales misiones de mi vida.

Si llegaban las 10 de la noche y había caminado nueve mil pasos, me ponía a dar vueltas por la casa o el patio, subía y bajaba las escaleras, o sacaba a pasear por quinta vez al perro para conseguir mi merecido premio. Luego, abría la app y gozaba viendo cómo, en cada día de esa semana, había logrado llegar a la meta. ¿Adónde caminé? ¿Qué pensé mientras andaba? A quién le importa: hice más de diez mil pasos y ese dato, en el universo de la big data, quedará para siempre registrado en la nube (mientras pague mi suscripción a iCloud).

Libre del registro

Así, caminar y andar en bicicleta, dos de mis formas habituales de traslado pero también dos preciadas formas de libertad, se transformaron en actividades neuróticas, cuantificadas, solo relevantes en los números que dejaban en mi teléfono. Otro síntoma de esta época ridícula, que por un lado busca exprimirle rendimiento a todo, incluso al ocio, y por el otro necesita de registro para darle sentido a la experiencia. “Foto o falso”, dice la broma, que exige una imagen para demostrar que algo realmente ocurrió. Sin datos, mis solitarias actividades físicas también parecían desvanecerse en la insignificancia.

Pero una noche, después de uno de sus ciclos de casi diez días, su poderosa batería se acabó y decidí no enchufarla. La mañana siguiente, con la muñeca despejada, salí a andar en bicicleta. Nunca supe cuántos kilómetros recorrí, ni cuánto me demoré, ni a qué velocidad iba. Pero de que estuvo bueno, estuvo bueno.

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