Miedo, incertidumbre y dolor: Mi decisión de abortar




“Queda muy poquito para que se cumplan dos años de aquel día en el que tomé una decisión que marcaría un antes y un después en mi vida. Casi dos años desde que una parte mía murió, y aquella que se formaba también. Ha pasado mucho tiempo, pero lo siento como si fuera reciente. Solo quedó ahí guardado y seguí, a pesar de ese dolor, sin disolverlo, solo dejándolo en algún rincón y a ratos, me recuerda que sigue ahí.

A pesar de eso, cuando miro hacia atrás, le agradezco a la mujer que fui, a esa que tomó la decisión le agradezco por ser valiente y pensar en el futuro; a esa mujer enamoradiza, ingenua y soñadora la perdono, porque no había forma de saber todo lo que se venía y a ojos cerrados aceptó el riesgo, aunque dolió y sigue doliendo haberse elegido a si misma por sobre lo que se estaba creando.

Era julio de 2021 y todo iba de mal en peor. Estaba atrapada en un amor sin futuro que me lastimaba, una relación que acaba con lo mejor de mí. Idas y vueltas constantes, y en una de ellas, la peor noticia estaba por acercarse: la posibilidad de un embarazo.

Me recuerdo sentada en el baño de mi casa temblando de miedo por el resultado inminente. Dentro de mí ya lo sabía, esas dos rayitas inmediatas vinieron a confirmar mi peor temor, dentro de ese presente, solo había una opción, abortar.

Llamar a ese ‘futuro papá' era lo mas sensato. Solo pude entre sollozos contar la noticia, para mi fortuna, recibí la comprensión y el apoyo de la decisión que había tomado, jamás hubiera imaginado todo lo que ocurriría.

Al día siguiente me acompañó a realizarme la ecografía, desde ese momento todo se sentía irreal. Nunca me había sentido tan extraña conmigo misma como el día en que vi, con mis propios ojos, que gestaba una vida ajena a mí y a mi cuerpo. Solo supe que era real al escuchar sus latidos. Sería mamá, tendría un bebé con alguien que me destrozaba emocionalmente, en un momento en donde ni siquiera podía mantenerme a mí misma, estudiando y viviendo con mis padres, era el contexto que jamás pensé para un hijo. Siempre he tenido todo y no quiero menos para un futuro ser que criaré. La respuesta seguía estando clara.

Desde esa decisión todo fue en picada. Recuerdo haberme conseguido las pastillas con un grupo feminista, ir a buscarla a un metro y esperar, como si de una traficante se tratase. Todo estaba listo para ese día, me quedaría el fin de semana en la casa de mi pareja de ese entonces.

Fue un viernes, estaba sola mientras mi pareja trabajaba, recuerdo estar en el grupo feminista en WhatsApp con otras mujeres en mi misma situación, distinto contexto; mujeres que ya eran madres y no tenían recursos para otros hijos, mujeres que no querían ser madres, niñas que estaban en el colegio, mujeres que acaban de terminar una relación. De ese grupo, un par se arrepentirían, otras dos sufrirían un raspaje, y solo yo, terminé en urgencias por un absceso tubo ovárico, pero afortunadamente, todas vivimos para contarlo, trayendo a cuestas esa herida emocional para siempre.

En ese proceso también estuve acompañada vía WhatsApp por un matrón que me orientó en todo momento. Me dijeron que con no debía sangrar, pero no fue mi caso. Me fui a dormir y al despertar, sentí un fuerte dolor de útero. Fui al baño y me di cuenta de que no paraba de sangrar.

Luego de un par de horas llegó mi pareja. Para ese entonces yo ya me sentía débil, muy decaída, con dolores en toda la parte baja, con fiebre, taquicardia y muchísima pena. Fuimos al supermercado para almorzar y en el camino vomité. Tuve miedo, pensé que no iba a aguantar y no estaría para contarlo.

Al llegar a la casa ya no tenía fuerzas para nada. La primera noche no paraba de sangrar. Tanto, que pensaba que sería hemorragia. Con el paso de los días el sangrado disminuyó, pero iba sintiéndome cada vez peor; ya no comía, no tenía fuerzas para hablar, sólo lloraba por la gran pena. La fiebre iba y venía constantemente, y el dolor en la parte baja aumentaba.

El lunes, luego de una pelea con mi pareja, me fui a mi casa. Aún pienso cómo aguanté caminando tanto con ese dolor de vientre, pero lo hice. Al llegar mi mamá notó enseguida que me había enfermado. Me acosté y ella me dio comida, me arropó y me cuidó solo como una madre puede hacerlo. Pero yo no mejoraba, al contrario. De hecho al día siguiente cuando fui al baño noté un fluído verdoso en mi ropa interior.

El matrón me dio la orden de una ecografía. Encontré hora en una consulta particular en Providencia y a penas me vieron, me derivaron a urgencias. Me dijeron que probablemente habían quedado restos dentro. Solo sentí pánico y pena. Llamé a mi ex llorando. Le dije que iría al hospital cerca de mi casa, en Maipú, pero me dijo que fuese a otro porque mis padres se podrían dar cuenta, que él llegaría una vez que le dieran permiso en el trabajo.

No recuerdo cuantas matronas y ginecólogos me vieron hasta que pudieron darme un diagnóstico: un absceso tubo ovárico y que tendrían que operarme de urgencia porque, según me dijeron, podría morir si es que se reventaba.

Solo reaccioné llorando, no podía parar. Tuve miedo de morir, así que llamé a mi mamá. Ella en seguida entendió que era algo grave y me fue a buscar. Me llevó al hospital que está cerca de nuestra casa e hizo todas las gestiones para la cirugía. Entre lagrimas me despedí de mis papás y mi pareja, me ingresaron de inmediato y quedé hospitalizada. Al día siguiente, además de confirmar el diagnóstico, me dijeron que también tenía apendicitis. Creo que jamás sospecharon un aborto provocado, pero me realizaron un test de embarazo para descartar que salió positivo. Eso aceleró el proceso y pasé a pabellón de inmediato.

Estuve cuatro días hospitalizada. Entre antibióticos y decaídas, me dieron el alta. Pensé que ya todo había terminado. Pero los antibióticos no hicieron efecto y una infección me hizo volver a pabellón, esta vez, con transfusiones de sangre incluídas. Me dieron el alta un domingo. Llegué a mi casa sintiéndome en un lugar extraño, habiendo perdido doce kilos en tan solo dos semanas, pisando mi pieza y largándome a llorar con miedo de volver al hospital, pero esa vez salió bien.

Con el pasar de los meses, mi relación de pareja finalmente terminó y me liberó. Pude contarle a mi mamá toda la verdad, todo lo que viví y recibí su apoyo y comprensión como siempre.

Para finalizar ese año yo ya había pasado por tres cirugías, un quiebre y un aborto. Después de un año, recién pude contarle a mi papá. No me esperaba tan buena reacción, pero su comprensión y amor en todo momento me hicieron darme cuenta de lo afortunada que soy. Ese fue el penúltimo paso para liberar esta carga emocional. El último lo doy ahora contando esta historia le doy un cierre a mi proceso. Viví el miedo más fuerte de mi vida, un dolor que no puedo describir en palabras. Y aunque esta herida duela toda la vida, cada vez lo acepto y comprendo mejor.

*Brisazull es lectora de Paula. Prefirió usar un seudónimo para resguardar su identidad.

Comenta

Por favor, inicia sesión en La Tercera para acceder a los comentarios.