“Me propuse salir adelante por mi hija”: El relato de una madre separada

"A veces no me bañaba, no comía, ni tomaba agua. Lloraba y me lamentaba de mi propia vida", el relato de una mamá que se separó de su pareja.



“Pasé el fin de semana en posición fetal”, solía decirle a mi psicólogo cada semana cuando partíamos la sesión de los martes a.m. No sé cuántas veces, o en realidad, cuántos meses consecutivos se lo dije. Ya perdí la cuenta, pero sí sé que fueron muchos. Hace poco, oyendo música mientras manejaba a mi trabajo, sonó una canción de Pink que dice No estoy rota, estoy doblada. Al llegar a la oficina, busqué el video en YouTube y ahí vi a una mujer sobre una cama en posición fetal. Me identificó. Me recordó el tiempo en que pasaba el día completo sobre la cama con pensamientos tristes, sintiendo una profunda y dolorosa soledad.

Me separé cuando mi hija tenía casi cinco años, su padre decidió irse con otra mujer. Y mientras él paseaba por playas de arenas blancas con ella, yo luchaba por mantenernos bien con mi hija. Cuando se fue, mi primer pensamiento fue: ¿Qué hago ahora? Me sentía perdida, sin la capacidad de trabajar porque según mi yo de ese entonces, no servía para nada. Y no me estoy victimizando ahora, sino que realmente en ese momento pensaba eso.

Después de mucha terapia entendí que el padre de mi hija me vulneró psicológica y emocionalmente por muchos años, sin que me diera cuenta. Fue de a poco, en silencio, con pequeños gestos y palabras, hasta que llegó el momento en que sentí que no servía para nada. Por eso cuándo se fue, lo primero que hice, fue cuestionarme mi capacidad de salir adelante y cuidar a mi hija sola.

Cuando lo conocí, yo trabajaba y no ganaba mal, tenía amigos, me sentía guapa, vivía con mi madre y hermanas, y no tenía grandes preocupaciones. Era joven, tenía 26 años y sueños por cumplir, pero no sabía por dónde comenzar. Siempre viví en sectores vulnerables de Santiago y siempre con mi familia fuimos muy pobres. No sabía que había más allá de las poblaciones donde crecí. Entonces cuando conocí al padre de mi hija, se me abrió otro mundo.

Al poco tiempo de conocernos, nos fuimos a vivir juntos a un barrio muy bonito en el centro. Las cosas iban bien, nos divertíamos juntos, hablábamos mucho, y yo, que jamás había tenido una relación tan intensa como esa, me sentía enamorada y feliz. ¿En qué momento nuestra relación se quebró tanto?, me preguntaba cada fin de semana que pasaba doblada en mi cama. Buscaba entre recuerdos, cada uno de mis errores, las razones del por qué él nos había dejado. Me culpé por todo: por no cocinar bien, por no tener suficiente éxito con mi emprendimiento de esa época, por haber subido de peso, por no tener más temas de conversación, por no bailar, por no tener una personalidad festiva y social como él, por ser fea y por mil cosas más.

A veces no me bañaba, no comía, ni tomaba agua. Lloraba y me lamentaba de mi propia vida. Me repetía ¿quién me va a querer ahora?, sin encontrar respuesta a esa pregunta. Y no sólo porque el padre de mi hija me dejara, sino, porque me sentía insignificante; creía imposible que alguien pudiera verme entre las miles de mujeres bellas y exitosas que habían afuera, tanto en el plano laboral como en el amoroso.

Un domingo de febrero que no aguanté la pena y tomé una siesta llorosa por la tarde, mi hija me llevó un té caliente y me dijo que era para que me sintiera mejor. Ahí entendí que ella, a sus cinco años, percibía mi pena.

Cuando estaba con mi hija en la semana y fines de semana por medio, trataba de mantenerme “bien”. La llevaba al colegio, paseaba, jugaba con ella y lo que hiciera falta. Pero todas mis sonrisas de esa época eran falsas. Trataba de fingir lo más posible para que ella y mis amistades cercanas, no notaran mi tristeza. Pero creo que no engañé a nadie. Seguro la pena se me salía por los poros. Así que terminé alejándome de todos.

Un domingo de febrero que no aguanté la pena y tomé una siesta llorosa por la tarde, mi hija me llevó un té caliente y me dijo que era para que me sintiera mejor. Ahí entendí que ella, a sus cinco años, percibía mi pena, quizás no la entendía, pero sí la sentía y eso no era justo para ella. Así que me tomé el té. Transpire y lloré mucho, como si mi cuerpo quisiera botar la pena a través de las lágrimas y el sudor. Seguido, me paré, la abracé, me bañé y salimos a tomar un helado. Caminamos harto y volvimos a casa contando cuentos en el camino.

Ese día, me propuse seguir adelante. Mi hija no merecía ver a su madre así, y yo tampoco merecía estar así. Dejé mi emprendimiento, busqué un trabajo formal. Me costó mucho porque había pasado varios años siendo emprendedora.

Mi autoestima no me ayudaba mucho tampoco, seguramente en las entrevistas notaban mi pena o algo, porque no me aceptaban en ningún trabajo. Para mi cumpleaños de ese año, mi hija me abrazó y me dijo que era un abrazo mágico, para que me fuera bien.

Extrañamente –o mágicamente– ese mismo día recibí una oferta de trabajo de alguien que no había visto desde hacía muchos años. Me ofrecía hacerme cargo de los contenidos digitales de una marca de moda. Lo acepté de inmediato aunque no era un gran sueldo, pero era mi oportunidad para comenzar de nuevo. Trabajé en eso, y también conseguí escribir para algunos blogs donde cobraba por cada nota. Junté algo de plata y me inscribí en un diplomado en la UC. Estudiaba en la noche tres veces por semana, después del trabajo. Mi hija después del colegio se iba a una guardería, y esos tres días que yo estudiaba, le pagaba extra a la señora de la guardería para que me la cuidara. Ahí la tenía hasta las 22.30 de la noche.

A veces cuando la retiraba, me la llevaba dormida caminando en brazos por largas cuadras, abrazándola y agradeciéndole el sacrificio, porque ese esfuerzo que las dos hacíamos, era para lograr tener un mejor trabajo y estar mejor.

Esos días le pagaba extra a la señora de la guardería para que me la cuidara. Ahí la tenía hasta las 22.30 de la noche. A veces cuando la retiraba, me la llevaba dormida caminando en brazos por largas cuadras, abrazándola y agradeciéndole el sacrificio, porque ese esfuerzo que las dos hacíamos, era para lograr tener un mejor trabajo y estar mejor.

Mi pena no se iba, pero la gran carga de trabajo que tenía y mis estudios, la tapaban muy bien. Siempre busqué ayuda psicológica, porque sabía que no podría salir sola de eso. Las primeras sesiones que tuve, fueron muy intensas. Lloré mucho. Lloré por lo que viví, por vergüenza, por miedo, por todo. Poco a poco pude salir adelante, llegué a tener tres trabajos hasta que después de terminar el diplomado, encontré uno con mejor sueldo y así pude desechar uno y quedarme con dos. Necesitaba estabilizarme económicamente y emocionalmente, dos cosas que tuve que hacer en paralelo, porque al no tener una red de apoyo, mi hija dependía exclusivamente de mí.

Hoy mi hija tiene 15 años. Tenemos nuestro propio departamento en Ñuñoa, el auto que queríamos las dos, una hermosa perrita y la tranquilidad y estabilidad que siempre le quise dar. Cuando miro atrás y veo el gran dolor que sufrí, me detengo a agradecerme a mí misma por no haberme rendido, por reinventarme, por creer en mí a pesar de todo, y le agradezco a mi hija, que bajo su inocencia, me dio la gran lección de la vida: aprender a sonreír a pesar de la adversidad.

Hoy ya no paso los días doblada sobre la cama, pero tampoco me quejo ni lamento de haberlos pasado antes, fue parte de mi proceso, fue mi manera de vivir el duelo por la separación y la forma que tuve para comenzar a reflexionar sobre la violencia sicológica que viví, y entenderme desde ahí. No creo que vuelva a ser esa mujer que fui por ese entonces, porque hoy tengo más herramientas con las que defenderme y la capacidad de sobreponerme al caos”.

* F.R. (prefirió aparecer sólo con sus iniciales) es lectora de Paula y nos envió su relato al mail hola@paula.cl. Además es madre, trabaja en marketing y escribe cuentos.

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