La lucha de mujeres de una iglesia de Lo Prado contra la dictadura

Tras ver cómo los militares llevaban detenidos a varios de los pobladores, un grupo de vecinas decidió recomponer los lazos comunitarios. Muchas veces se reunían en la casa de Marta Araya, quien recuerda -en conversación con Paula- a la Parroquia San Gabriel como un núcleo articulador de los vínculos entre las personas y de resistencia contra el autoritarismo.




Cuando piensa en el 11 de septiembre de 1973, Marta Araya recuerda haberse sentido muy perdida. Tenía 22 años, no sabía nada de política y estaba amamantando a su primer hijo, Claudio -entonces de dos meses-, cuando escuchó unas vecinas, familiares de su marido, celebrando el término del gobierno de Salvador Allende.

Se quedó con esa idea un rato. La de que algo había pasado -no sabía bien qué o cómo-, pero que Allende había salido de La Moneda. Y siguió dando pecho a su hijo. Hasta que su madre, Elisa, la llamó.

“Mi mamá no tenía la costumbre de llamarme. Me contó que la habían sacado del trabajo y enviado a casa, a ella y a sus compañeras que trabajaban en Libertad con San Pablo. Y me dice: ‘hija, mataron a Allende’. Yo no entendía nada, me preguntó si no estaba escuchando las noticias, le contesté que no y me dijo: ‘sí, hija, mataron a Allende… Esos desgraciados lo mataron’. Y lloraba. Lloraba así… desconsoladamente”, se acuerda Marta.

Se asustó. No tanto por lo que había pasado, sino porque hacía años que no escuchaba a su madre llorar. En ese momento, prendió la televisión y escuchó las palabras del teniente coronel Roberto Guillard (Las Fuerzas Armadas y de Orden han asumido el deber moral que la Patria les impone de destituir al gobierno que, aunque inicialmente legítimo, ha caído en la ilegitimidad flagrante, y han decidido asumir el poder). También escuchó que el pueblo debía “permanecer en sus casas a fines de evitar víctimas inocentes”, como decía el primer comunicado de la junta militar. Sintió pánico.

“Abracé a mi chiquitito pensando lo peor. Yo miraba todo y le preguntaba a Dios cómo era posible algo tan malo. Sentí mucha angustia y claro, mucho dolor, mucha pena. Lloré, lloré toda la tarde pensando que estábamos ahí, encerrados en casa, solitos con Claudio”, cuenta Marta hoy, a sus 72 años.

Cuando Iván, su marido, regresó, le confirmó sus preocupaciones:

–Oye, dejaron la embarrada en La Moneda –le dijo, con mucha lástima– ¡Qué tremendo, Marta!

Los vínculos con la Iglesia

Cuando le dieron el prenatal, Marta empezó a frecuentar la Parroquia San Gabriel, de los sacerdotes de San Columbano. “Yo era buena para ir a la misa los días domingo, me invitaban las vecinas y ahí empecé a hacer amistades”, dice.

Viéndola a menudo en la parroquia, uno de los sacerdotes le pidió que trabajara en la iglesia, haciendo catequesis. “Era muy bonito. Ahí había jóvenes de 15, 16, 20 años que trabajaban con los chicos, hacían scout. Y yo me convertí en una suerte de orientadora familiar”, cuenta Marta, añadiendo que cree que esa época fue la semilla para que finalmente estudiara terapia familiar, casi dos décadas más tarde.

Pero no fue hasta la dictadura que Marta percibió el valor de pertenecer a la parroquia. Empezó a ver y enterarse de historias de allanamientos y persecuciones a personas que no necesariamente tenían una militancia política. Se dio cuenta de que había un quiebre de la convivencia entre los vecinos. “La dictadura se llevó mucha gente del grupo que teníamos de encuentros matrimoniales. Teníamos amigos que nunca más vimos, a mujeres a las que golpearon. Era aterrador, mucha gente no salía a las calles por miedo”, recuerda.

El llamado a hacer algo más vino de uno de los propios sacerdotes, detenido unas semanas después del golpe por, entre otras cosas, proteger a varios hombres y mujeres más involucrados con el tema político.

–Marta, reúne a las mujeres. Tenemos que hacer algo. Hay mucha gente sufriendo –le dijo.

“Al comienzo yo estaba muy asustada porque seguía sin entender bien qué estaba pasando. Pero después me fui informando, me dediqué a leer, a estudiar, y me decidí de que los malos, de que la maldad, era la dictadura. Y que por algo había gente que luchaba en su contra, y por algo nuestra iglesia los protegía. Sentí que teníamos que hacer algo y de ahí comencé a desarrollar, de alguna manera, mi instinto de ayudar a la gente”, comenta. “Yo los conocía a todos, éramos todos amigos. Entonces no había por qué tanta maldad, no, no éramos malos, no eran delincuentes, no había por qué encerrarlos ni tampoco llevarlos y desaparecerlos. Eran personas buenas, eran personas trabajadoras que tenían un ideal distinto al que estaba empezando a imperar en el momento”, añade.

Entre 10 y 15 mujeres se fueron juntando en la casa de Marta, con la convicción -dice ella- de que eran fuertes, valientes, atrevidas. De que podían hacer más cosas. Evitaban encontrarse a fines de tarde porque en la noche había toque de queda.

“Yo les decía: ‘vengan temprano y vengan con un santito’. ¡Así de inocente! Con un santito, con un crucifijo, para que Dios nos protegiera… Y se iban a mi casa y conversábamos sobre qué podíamos hacer, a quiénes podríamos entregar comida, qué había de este y del otro, cómo podíamos ayudarlos”, detalla.

El quiebre de la convivencia impulsó a las vecinas a congregarse ahí, en la casa de Marta. En un espacio que les devolviera la confianza y, con el tiempo, la energía y fortaleza para volver a manifestarse colectivamente.

Marta dice que la parroquia de Lo Prado -entonces perteneciente a Pudahuel- cumplió un rol fundamental en la recomposición de los lazos comunitarios. Estaba consciente de que era ahí donde podría encontrar la forma de proteger a sus amigos y a las personas que estaban siendo perseguidas.

La lucha

“Hoy día me siento contenta en algunos aspectos de mi vida. Por lo que se logró. La amistad, la unión que logramos con todas estas mujeres, con todas estas parejas, con todos estos hijos, que después crecieron. Con todo lo que trabajamos por la iglesia, con todo lo que trabajamos para el plebiscito, porque ahí sí que ya nos metimos de lleno”, recuerda hoy Marta.

Año 1983. La dictadura de Pinochet ya llevaba una década en el poder. Algunos grupos organizados se acercaban a la Parroquia San Gabriel. Marta recuerda, incluso, a algunos políticos. “Ricardo Lagos, Heraldo Muñoz… Los veíamos de repente en una casa camuflada, una casa camuflada como si ahí viviera una familia feliz, y nos reuníamos con ellos cuando iban a Lo Prado y escuchábamos sus planes, sus ideas de un plebiscito”, recuerda.

Desde 1983 la oposición a la dictadura se volvió activa y masiva, lo que se demostró a partir de las jornadas nacionales de protesta. Las poblaciones también tenían sus propias fechas de manifestaciones. En 1984, incluso, se produjo el histórico paro de Pudahuel.

En esa época, dice Marta, ella sentía que debía estar más involucrada con la lucha contra la dictadura. “No siendo una mujer visible ante los ojos de los militares, carabineros o quienes fueran. Sino que yo y mis vecinas podíamos apoyar desde adentro, calladamente, a las escondidas”, comenta.

Hacían panfletos, entregaban en las casas, hacían puerta a puerta como si fuera una misión religiosa católica. “Fueron varios años, cinco en total, para que esto resultara. Fue un tiempo de mucha concientización, de mucho trabajo en las calles”, rememora.

El resultado, ya lo sabemos: el 5 de octubre de 1988 ganó el No a Pinochet. “Fue tremendamente emocionante haber sido parte de todo eso. Y ya no sin proponérmelo, no por lo que decía mi mamá, no por lo que me decían en la iglesia. Sino que yo, Marta Araya Díaz, haya tomado la decisión de hacerlo”, dice desde la Región de Los Lagos, donde vive desde que se jubiló, hace cinco años.

En su antigua comuna, a casi 1.000 kilómetros de ahí, hoy existe un memorial que rinde homenaje a los 38 residentes de Lo Prado víctimas de la dictadura militar: 12 detenidos desaparecidos y 26 ejecutados políticos.

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