La depresión de mi hija adolescente: “Pasé de ser una mamá preocupada de que cada cosa fuese perfecta, a una mamá cercana y cariñosa”




Ser mamá y a la vez una profesional con un relativo éxito hace que tus días sean literalmente de 28 horas. Pasas en un constante estado de alerta para querer responder incluso más allá del cien por ciento, como si tuvieras que demostrar y justificar a la sociedad que es posible tener una carrera y al mismo tiempo ser una mamá súper presente. Me pasó, escuchar de otras madres frases como “es que como tú trabajas no sabes todas las actividades que hay en el colegio”. Cuando me lo dijeron, en vez de confirmar que no era yo la que estaba mal, entré en una loca carrera para estar aún más presente; me inscribí como delegada de cuanta cosa había. Y es que no iba a permitir que nadie apuntara a mi hija con el dedo porque su madre era “la mamá que trabaja” o peor aún “la que no estaba presente”. Y todo esto sin dejar de lado mi carrera. Muy por el contrario, estudié un magíster, un par de diplomados, lo que estuvo acompañado de un crecimiento profesional importante.

¿Cómo logré todo esto? Porque hasta comienzos del 2022 tuve mi pilar, una coraza que me ayudaba a ver que todo era posible: mi hija, de 16 años. Ella era una niña que brillaba con luz propia, nunca necesitó de su mamá al lado para organizar sus actividades; tomaba decisiones en relación a su tiempo, tenía excelentes notas y comportamiento, además de hacer deporte. Un ideal para cualquier madre, pues me hacía todo más fácil y me permitía enfocarme en el trabajo y avanzar en mi carrera.

Sin embargo, en marzo comenzaron las clases ciento por ciento presenciales después de la pandemia. Llevábamos dos meses de clases, cuando nos llegó una bofetada que nos dejó con un sonido agudo en los oídos y la mente nublada. Un amigo de mi hija del colegio sé había suicidado. El mismo niño que hace un par de semanas se mostraba feliz recorriendo calles con sus compañeros del colegio.

En una comunidad pequeña como es el colegio de mi hija, el golpe pareciese ser más duro, desolador. Todas las madres y padres miramos a nuestros hijos y los abrazamos, con angustia, con un deseo de jamás querer soltarlos, amarrarlos con un lazo invisible a nuestro lado para siempre.

Las psicólogas nos dijeron que cada familia tenía que vivir el duelo como eligieran hacerlo. En el caso de mi hija, abrió una grieta que quizás siempre estuvo y que tapó con buenas notas y un excelente comportamiento. Ahora miro hacia atrás y no puedo evitar imaginarla como una malabarista intentando sostener en el aire todas las pelotas. Se levantaba a las 5:00 para entrenar hasta las 7:30, la llevaba al colegio mientras tomaba desayuno en el auto; a las 16:00 la pasaba a buscar rápido para que alcanzara a llegar a entrenar a las 16:30 donde estaba hasta las 19:30. Recién ahí nos íbamos a la casa, donde cenábamos mientras conversábamos del día y yo sólo le reforzara mi orgullo por la vida que estaba llevando. Obviamente ella no se permitía una mala nota si yo todo el tiempo le decía que, gracias a su forma de ser, a su perfección, yo podía hacer todo lo que debía o quería hacer en mi trabajo. ¿En que pensaba? ¿De verdad no vi lo que estaba haciendo? ¿No vi que en esa vida no había espacio para que fuese una adolescente, para que pudiera equivocarse?

Pero la muerte de ese niño destapó esa grieta. Mi hija, mi niña hermosa, entró en una depresión profunda y dolorosa. La angustia acudía a ella todas las noches y las crisis de llanto por no poder hacer lo que hace un par de semanas hacía en modo automático, la agobiaron y volvieron más profundo y oscuro su pesar y desolación.

Yo había entrado hace un par de meses a una nueva compañía, en un cargo que sin lugar a dudas me lo merecía, pero que no pude sostener; mi hija me necesitaba para que le diera comida, para que se levantara, para abrazarla mientras lloraba. Se acostaba conmigo y yo veía a una niña encorvada, de ojos tristes y hundidos de tanto llorar. Su cara reflejaba una mezcla de odio, impotencia y angustia. Cuando ella se dormía, yo apoyaba mi cabeza en su pecho como si así pudiera escuchar algún mensaje desde su corazón. Pero obviamente no había nada, y me frustraba. Solo podía tomarla de la mano y no soltarla en ningún momento.

El aterrizaje a esta nueva vida llegó de golpe y tuve que ser sincera. ¿Por qué me estaba esforzando tanto por ser siempre la mejor? ¿Era eso lo que realmente me llenaba? La respuesta fue obvia. Lo que me llenaba la vida era mi hija, ella y su luz infinita me daba la fuerza para seguir adelante. Había llegado entonces la hora de demostrarle que yo siempre estaré ahí, no sólo exigiéndole ser perfecta, sino que también apoyándola en sus ideas y proyectos. Había llegado la hora de dejar de ser un ejemplo de perfección y transformarme también en una luz para ella.

Tuve la suerte de que en mi trabajo me entendieron y me dieron las facilidades para seguir, pero con este nuevo foco, donde mi hija era la prioridad. Pasé de ser una mamá muy trabajadora, preocupada de que cada cosa fuese perfecta, a una mamá cercana y cariñosa. Aumentamos las sesiones de terapia, comenzamos a compartir cada desayuno, almuerzo y cena. Vimos películas juntas.

De apoco comenzó a reaccionar. No digo que fue fácil. Sus primeras reacciones fueron de rabia, emoción y gritos contra mí. Los recibí sin pelear, sin emitir juicios, sin burlas. Después vinieron los abrazos, el consuelo y lo más importante del mundo: Un “te amo mamá”.

Hoy me considero una persona diferente. Mis prioridades cambiaron de una forma que nunca pensé que lo harían. Ya no hablamos de exigencias, de notas ni promedios. Solo hablamos. Y soy feliz cuando me muestra un video que la hace reír o cuando me pide que me recueste a su lado o que salgamos a comer algún antojo de medianoche. Encontré la felicidad en los pequeños rayos de sol que me permiten ver crecer a mi hija. Ya nada sale perfecto, pero lo que sale nos hace inmensamente felices.

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