Ingrid Bachman, periodista y especialista en medios digitales, género y desinformación: “El problema de las noticias falsas es que nos hacen desconfiar de todo”




La desinformación es tan vieja como el hilo negro. La posibilidad de engañar también. Así lo plantea enfáticamente Ingrid Bachman, doctora en periodismo de la Universidad de Texas, especialista en medios digitales, género y comunicación, y académica de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Pero lo que ha cambiado –sigue– es la magnitud y velocidad con la que se divulga actualmente esa información. Eso no tiene precedentes.

Es por eso que, en un afán por profundizar en una de sus principales áreas de interés ­–es fiel a la creencia de que la ciudadanía tiene que estar informada y por eso estudia la calidad de los discursos sociales–, decidió desenredar el fenómeno de las noticias falsas.

Principalmente, como explica hoy, para saber cómo las abordan los grandes medios de comunicación y los consumidores, pero también para saber qué poblaciones están mayormente expuestas y afectadas por ellas. Porque en eso, bien sabemos, hay una brecha; como explica Bachman, hay poblaciones que de por sí están en desventaja. Poblaciones mayormente vulnerables y precarizadas que terminan siendo mucho más susceptibles y propensas tanto a caer en la desinformación, como a ser objeto de tal.

Es eso lo que la convoca, junto a la directora de Comunicaciones de la Fundación Superación de la Pobreza, María José Rubio, y la periodista y conductora de Meganoticias Amanece, Natasha Kennard, en la charla Noticias falsas: Los riesgos para la cohesión social, a realizarse el viernes 29 de septiembre en Fundación Basepública (abierta a público, con previa inscripción).

En esa instancia, como aclara, la idea es dar cuenta de que la desinformación tiene mayores impactos directos en ciertas poblaciones específicas y, en consecuencia, en el ejercicio democrático y la cohesión social. Especialmente en momentos en los que estamos mucho más conscientes respecto al fenómeno y en los que la etiqueta de ‘fake news’ se ha politizado. Hoy, como reflexiona, es una manera fácil de desestimar al otro, sobre todo cuando no se está de acuerdo con lo que está exponiendo, más allá de la evidencia.

“Si a eso le agregamos el alto uso de redes sociales en el país y lo hostil que se está volviendo el debate en Twitter, donde es muy fácil salir y atacar, se vuelve más necesario aun saber que hay personas que están siendo afectadas por esto y que nosotros, como usuarios, también podemos responsabilizarnos”, dice. “El problema más grave de la desinformación no es necesariamente que nos haga creer un hecho puntual que puede ser falso, sino que nos hace desconfiar de todo. Nos hace dudar de los demás, del que se ve distinto, del sistema, de los vecinos y de los compañeros. Y esa desconfianza es una amenaza directa a cualquier debate o ejercicio democrático”.

Partamos por lo que las convoca, ¿de qué manera la desinformación afecta más a las personas vulnerables y precarizadas?

Lo primero es entender que hay dos maneras puntuales en la que puede afectar la desinformación; por un lado, te afecta en tanto eres un sujeto que cae en la desinformación, y por ende en creer esa noticia falsa e incluso divulgarla.

Y por otro, en tanto eres objeto de la desinformación, y eso quiere decir que se desinforma respecto a ti, o que eres el target sobre el cual se está divulgando información errónea.

En contextos en los que abunda la información, todos estamos más o menos expuestos a la posibilidad de desinformar y de que se desinforme respecto a nosotros. Cualquier persona se puede abrumar frente a la posibilidad de distinguir entre lo verdadero y lo falso, lo relevante y lo irrelevante.

Pero aun así, las poblaciones más vulnerables siempre terminan siendo mayormente afectadas. Primero porque no necesariamente tienen las herramientas ni el tiempo para esa resiliencia. Desde lo más básico, como tener una buena conexión a internet para poder corroborar fuentes, contrastar información o incluso ver un video completo, hasta el analfabetismo funcional que abunda en Chile.

También, como se expone en los estudios de Marcelo Mendoza (que se dedica al fenómeno), la desinformación que se distribuye en Chile suele ser mucho más sencilla en términos léxicos que la tradicional, por ende hay una cosa de acceso que ayuda a que se divulgue más, especialmente cuando no hay recursos o herramientas para procesar la información.

Para todo lo que se recomienda hacer frente a las noticias falsas, como verificar, contrastar con otras noticias y hacer búsquedas reversas de imagen, se requiere tiempo y recursos.

El tiempo es algo que las mujeres ­–especialmente mujeres pobres o migrantes– no tienen. ¿De qué manera la desinformación las afecta más entonces?

Con la evidencia que hay en Chile, es difícil evaluar si las mujeres caen más o menos, o si son más propensas a ser víctimas de desinformación que los hombres. Pero si consideramos que de por sí es una población mayormente precarizada, con menos tiempo disponible para consumir medios, para informarse, para leer, y con mayores exigencias sociales, entonces sí podemos decir que están más expuestas y susceptibles.

En algunos segmentos socioeconómicos, además, todavía hay brechas de género en el acceso a la educación, entonces si consideramos todos esos antecedentes, es fácil decir que efectivamente es una población que queda más expuesta, más aún si no tiene con quién compartir la carga de las labores domésticas y de cuidado.

Donde se ha visto mucho esa brecha de género es en los adultos mayores, y ahí sí las mujeres son las más susceptibles porque, entre otras cosas, hay más mujeres adultas mayores que hombres. Además, tienen baja autoeficacia en temas de tecnología –por eso son más propensas a caer en estafas– y suelen estar más solas que los hombres. No tienen, como vimos en la pandemia, redes inmediatas, contrario a los adultos mayores hombres que sí están bajo el cuidado de alguna mujer.

Y en cuanto a ser objeto de la desinformación, ¿cómo funciona ahí?

En este caso, también hay poblaciones que están mayormente expuestas, y también suelen ser poblaciones vulnerables, mujeres, disidencias sexuales. Porque la desinformación suele enfocarse en temas que suscitan más emociones o reacciones automáticas, por eso se mete en temas que para algunos son ‘valóricos’, o que generan polarización. Apelan principalmente a la emoción y generan miedo, rabia y ansiedad, todas emociones que gatillan reacciones rápidas y de guata, más que incentivar a la reflexión y al pensamiento. Se meten en temas que sacan reacciones rabiosas más que hacernos pensar ‘quién está detrás de esto y cómo se pueden beneficiar’.

Por eso se ve mucha desinformación respecto a los migrantes, por ejemplo. Que usan todos los servicios de salud y por eso no hay acceso para los locales; que ocupan los trabajos; que son más delincuentes. Todo ese tipo de información falsa que además deja al objeto de esa desinformación en un lugar en el que tiene pocas herramientas para poder defenderse. Se trata de una campaña organizada que muchas veces se usa cuando hay recelos, racismos y desconfianzas. Y frente a personas que tienen menos redes de apoyo.

Eso también pasa mucho con las mujeres, especialmente mujeres de la esfera pública; políticas, periodistas, celebridades. Ese tipo de desinformación también está relacionada a otras acciones como el trolleo o el doxing –que es revelar información privada de la persona, como su dirección y su teléfono–. Todo eso, que supone una amenaza, suele afectar mucho más a mujeres que a hombres. Porque, en definitiva, lo que busca, es silenciarlas y ponerlas en su lugar.

Tenemos un rol en saber que podemos ser agentes de desinformación, muchas veces sin quererlo. Debemos saber qué estamos compartiendo, no compartir porque sí, verificar rumores, entre otras cosas.

Se cae entonces en una desinformación respecto al quehacer de esas mujeres, se especula sobre sus vidas personales, pero también sobre su profesionalismo. Atacan la integridad y la dignidad; atacan porque sí y porque no.

Eso habla de las desigualdades y violencias de género estructurales.

Pensemos en la inteligencia artificial; hay todo un tema con los deepfakes, que son los falsos desnudos. Hoy podemos hacer que una máquina nos entregue un desnudo de un cuerpo y agregarle la cara de una persona. Eso nunca se lo han hecho a un hombre, por ejemplo, pero a las mujeres se lo hacen todo el tiempo.

Es una pornografía que no existió pero que es muy realista. O cada vez que se hackea la cuenta de una persona famosa y liberan fotos íntimas. Eso también solo le pasa a las mujeres. Entonces, ¿qué? ¿Me van a decir que nunca han hackeado a un hombre? Todo esto solo reafirma que lo que se quiere es poner a las mujeres en su lugar, y eso es fuera de la esfera pública.

O como cuando se decía que Michelle Bachelet recibía plata por cada haitiano que entraba al país. Todas esas ideas conspirativas, que en realidad son dementes, tienen que ver con la rabia, y eso da paso a que sea mayormente viralizable si es que no nos detenemos a pensar qué hay detrás. Porque además, las redes han generado ese círculo; lo que tiene más likes se viraliza más y viceversa. Es una espiral fuera de control.

Por eso, en ese escenario es fundamental desenredar el fenómeno y ver de qué manera uno, como usuario, también contribuye a esto. O ver qué responsabilidad tiene cada uno dentro de esto. Tiene que ver con la alfabetización digital, medial y algorítmica.

¿Pero esas no son cosas que tienen que estar garantizadas desde la educación? Más que responsabilizar individualmente.

Claro que sí, pero también tenemos un rol en saber que podemos ser agentes de desinformación, muchas veces sin quererlo. Por lo mismo, saber qué estamos compartiendo, no compartir porque sí, verificar rumores, ver si es que el mensaje ha sido compartido demasiadas veces –eso ya es una señal–, y sobre todo cuestionarnos quién se beneficia de que esa información se divulgue. Se dice que hay que regular o controlar la desinformación, pero yo soy de la idea que hay que estudiarla más, precisamente para saber quiénes son los más afectados, tanto como sujetos como objetos, en un contexto local.

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