Amenazas e insultos: la normalización de la violencia hacia las profesoras en Chile




Hace un par de semanas, un profesor de un colegio en San Ramón, fue golpeado brutalmente por un estudiante. La golpiza que dejó en el suelo, inconsciente y con diversas fracturas en la cara, nariz y quijada al profesor de 48 años, había sido gatillada por una mala noticia: le comunicó al alumno de segundo medio, en presencia de su madre, que se encontraba en peligro de repitencia por sus prolongadas inasistencias y su bajo rendimiento académico.

Si bien una golpiza de esta magnitud no es el escenario normal al que se tienen que enfrentar los docentes en Chile, recibir amenazas e insultos por parte de los alumnos sí lo es. Así lo reveló la última Encuesta Docente ante la Violencia en la Escuela publicada por el Colegio de Profesoras y Profesores. Uno de los elementos más preocupantes es que el documento además, deja en evidencia que son las mujeres docentes quienes más reportan haber sufrido episodios de violencia en la escuela.

Para una de las investigadoras del sondeo, Tania Robledo, miembro del Departamento de Educación del Colegio de Profesoras y Profesores, este resultado tiene que ver con la educación de los alumnos. “Parece que la mujer es más accesible emocionalmente para los estudiantes, los apoderados y equipos de trabajo, pero también es más fácil de vulnerar”, dice.

“Los alumnos respetan mucho más la autoridad masculina que la femenina”

Trabajando como profesora en un colegio de Puente Alto, Ivania Gómez se dio cuenta de que ser respetada por sus alumnos no iba a ser tarea fácil tan solo por el hecho de ser mujer. “Cuando les pedía que presten atención, que dejaran de hablar y que guarden el celular me miraban feo, a veces me respondían y cuestionaban mi orden. Les he preguntado a mis colegas hombres si les pasa lo mismo y no, al contrario, les hacen caso de inmediato. Me he dado cuenta de que respetan mucho más la autoridad masculina”, asegura.

Ivania recuerda que hubo una oportunidad en que un curso se estaba portando tan mal con ella, que un colega se compadeció y le ofreció ayuda para hacerlos callar yendo con ella a la clase. “Sufría mucho enfrentándome sola al curso porque no me respetaban nada. Pero cuando entré con él me dio tanta rabia porque a penas se paró frente a ellos, se quedaron todos callados. Para saludarlos siquiera me demoraba al menos 10 minutos porque no se querían parar de sus asientos ni saludarme. Cuando entré junto a él, todos se pararon inmediatamente”, cuenta.

“Normalizamos las agresiones”

Las principales víctimas de los insultos al interior de los establecimientos educacionales son las docentes que se encuentran entre los 40 y los 59 años, dice el sondeo. Daniela Méndez recuerda que más de una vez vio a profesoras mayores salir llorando de sus clases, frustradas e incapaces de hacerlos callar; o peor, habiendo sido amenazadas de muerte, como era usual en ese colegio de Puente Alto donde las pandillas de alumnos armados con armas blancas y objetos contundentes gobernaban. A ellas, de otra generación y escuela, les interesa especialmente que los alumnos estén en silencio y trabajando durante las clases, pero es por esta intención de tener un clima adecuado en el aula, que terminan siendo agredidas por los estudiantes.

“Cuando se acabaron las clases online en el colegio donde trabajé, los estudiantes volvieron mucho más agresivos que antes, era muy difícil controlar la situación en la sala. Uno de los primeros incidentes de los que fui testigo fue cuando dos estudiantes se pusieron a pelear en la sala. Uno de ellos tenía un objeto duro en su mano con el que golpeó a su compañero y lo dejó sangrando. Su sangre quedó en la pizarra y el suelo. Los otros compañeros que vieron esta pelea primero intentaron separarlos y luego solo se dedicaron a grabar con sus celulares. Después de eso las peleas se volvieron constantes. Era normal ver niños con un arma blanca en el colegio o recorriendo el lugar en grupo, amenazantes y en forma de pandilla.

El ambiente estaba muy tenso, sobre todo con el comportamiento de las pandillas, que se paseaban por el patio juntos y amenazantes, como marcando territorio. Muchos de ellos vienen del mismo sector y se conocen desde chicos. Otros, los más jóvenes, se les unen porque es una forma de protección. Y es que si hay alguna decisión u orden que no les gusta, se nos acercan amenazando con que le van a pegar a otros estudiantes, que no se atreven a acusarlos por miedo.

Aunque como profesora no sentía miedo porque me acostumbré a esas situaciones, estaba en constante modo alerta porque sabía que podía ser víctima de alguna agresión, como mi colega de 70 años, al que le escupieron; las profesoras que les tocaban el trasero y le sacaban fotos; o los tres profesores que recibieron una amenaza de muerte de parte de un niño muy desregulado, que detalló perfectamente cómo los mataría uno a uno.

Hasta ese momento no había pasado por una agresión directamente. Se lanzaban papeles y me llegaban a mí o a la pizarra. Hacían ruidos molestos y se aprovechaban de que estaban usando mascarilla para no ser identificables. Pero no me hicieron colapsar sino hasta un día en que estaba escribiendo en la pizarra y cuando terminé la frase se acercó un alumno y la borró. Salí llorando de la sala y mis compañeros, preocupados, me preguntaban qué pasó y yo respondía: nada grave, al menos no me pegaron. Terminé en la ACHS y me dieron licencia. Ahí decidí no volver a ese colegio porque en mi inconsciente estaba pensando que en cualquier momento me podían golpear, estaba normalizando la violencia. Estuve dispuesta a dejar la pedagogía si no encontraba un lugar donde me encontrara segura, pero no me costó encontrar trabajo en otro contexto y ahora estoy en un lugar donde puedo hacer clases, me siento tranquila y muy querida”, cuenta Daniela.

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