Adapté mi personalidad de manera inconsciente para ser aceptada




“Las mujeres migrantes llevamos la frontera en el cuerpo”, escribe Yiniba Carolina Castillo (30) en su Instagram @la.migrante, una plataforma reflexiva que busca concientizar –a través de la poesía, el collage y el autorretrato– respecto a la realidad que viven las mujeres migrantes en Chile. “El cuerpo marca la diferencia y no hay visa que la borre. Es el cuerpo también el que recibe la xenofobia en humillaciones, trabajo precarizado y criminalización. Y ese exotismo que disfraza la objetivación de admiración. Estamos solas en la enfermedad y en la maternidad (…) siendo juzgadas por todos, siendo criminalizadas por nada”.

Cuerpos, sexualidad, maternidad, derechos de la mujer y diáspora venezolana. Esos son los temas que aborda desde que llegó al país –junto a su pareja– en 2016 cuando tenía apenas 23 años. Y es que el éxodo, en su caso, no fue por extrema necesidad. Más bien porque con un título de ciencias políticas a su haber, las opciones laborales en su país eran acotadas. Independizarse, entonces, un sueño lejano. Poder profundizar en un proyecto de familia, también.

Antes de migrar, co-fundó Proyecto Mujeres, una organización que visibilizaba la salud menstrual específicamente en Maracaibo, su ciudad natal. En Chile, guiada por ese mismo espíritu activista, co-fundó la fundación Mujeres Migrantes, completó un magíster en género y cultura y, en paralelo, para poder sustentarse, entró a trabajar en una agencia de publicidad.

Hoy reflexiona sobre ser madre extranjera en Chile; sobre las diferencias culturales entre ambos países; sobre las matrices interpretativas –radicalmente distintas– que definen la belleza tanto acá como allá; y sobre cómo se conciben los cuerpos caribeños en el resto de la región, tanto desde una discriminación como desde una híper sexualización y exotización que refuerza, en parte, el imaginario del reggaetón.

Aquí su testimonio a siete años de su llegada:

“Me pude entender como migrante cuando me enfrenté a las incomodidades propias de la migración. Fui testigo y viví en primera línea las frustraciones y tristezas que conllevan la burocracia de este país. He hecho filas eternas en el Registro Civil y me he desmoronado cuando un funcionario me dice que no estoy entendiendo sus instrucciones. Él, igualmente frustrado por recibir un mal sueldo y trabajar largas horas, pero totalmente inconsciente de lo que su falta de amabilidad y paciencia puede llegar a provocar en una persona que está lejos de su casa, lejos de su cultura, esperando durante horas y sin entender del todo los códigos a su alrededor.

Me empecé a dar cuenta que era migrante, y que no había viajado en categoría de estudiante internacional –como me acomodaba decirme a mí misma y a los demás– cuando me enfrenté a los primeros malestares. El clima fue uno de ellos. Que mi abuela se enfermara gravemente y no poder ir a verla, fue otro. La verdad es que había llegado a Chile con todas mis cosas, sin mayores posibilidades de volver, y sin haber postulado siquiera al magíster que quería estudiar.

No era estudiante entonces, si bien esas eran mis intenciones y eventualmente las cumplí. Era migrante. O migrante económica, como se me había clasificado. En búsqueda de oportunidades laborales y de la posibilidad de formar un proyecto familiar y emocional junto a mi pareja, también venezolano.

Y en ese intertanto, entre concebirse de una manera y finalmente entenderse de otra, se descubren cosas. Definitivamente hay migrantes que son mejor recibidos y otros que son mayormente mirados con desconfianza y extrañeza. Pero ese es un mal propio de toda la región, por ese racismo internalizado que llevamos en nuestras venas. Tengo una prima en Venezuela cuyo novio es español, y cada vez que venía a visitarla le hacían fiestas y comilonas. Ahí nos delatamos en nuestras culturas coloniales.

Creo que las migraciones empiezan a incomodar cuando se las empieza a percibir como masivas. Para Venezuela eso fue, en mi opinión, necesario, para que se empezaran a tomar en cuenta los que no estaban siendo vistos. Yo sí los veía, a la salida del metro en el centro, y los identificaba porque se parecían a mí, preparaban mis comidas y tenían acentos similares al mío. También veía como de manera paulatina sus vidas se volvían cada vez más precarizadas y vulnerables. Les compraba empanadas venezolanas y me daba cuenta de que esa señora nunca antes en su vida había hecho una empanada. Eran profesores universitarios, académicos, y nunca habían tenido que hacer comida para vender.

Cuando eventualmente postulé al magíster que siempre había querido hacer aquí, y por el cual me vine –o al menos eso pensaba y decía en un principio–, les planteé que quería estudiar la migración venezolana. Pero los profesores me dijeron ‘¿para qué? Si ustedes son migrantes privilegiados, llegan en avión y con títulos’. Pero claro, si uno se pudiera comer el título, quizás no estaríamos acá.

Por eso, quizás, fue importante que en un minuto la migración venezolana se concibiera de otra manera. Terminó siendo una diáspora que engloba a muchas personas y tendencias políticas y sociales. Eso también nos hizo la paria de este país y otros al que hemos llegado.

Porque antes, la migración venezolana era como la argentina, o la brasileña. A nadie le molesta la migración brasileña, ¿no? A menos que sean negros.

Al mes de haber llegado entré a trabajar a una agencia de publicidad y fue mi primer choque con la cultura local; estaba en un país que concebía la belleza, el autocuidado y el supuesto bienestar de una manera totalmente distinta.

En Venezuela yo había estado trabajando en una radio y no ir maquillada –independiente de que nadie me viera– era sinónimo de estar mal. En mi país las mujeres nos maquillamos hasta para ir al gimnasio, es algo cultural que encuentra su raíz en una serie de exigencias y expectativas, pero también en el cómo nos enseñaron sobre el cuidado personal. Por eso, cuando entré a trabajar acá, iba con mucho maquillaje, tacos y ropa formal como acostumbraba a hacerlo en casa, pero empecé a notar que eso tenía ciertos efectos en actitudes de los demás; se comentaba mucho respecto a mi maquillaje, me tildaban de ‘sexy’ o ‘coqueta’ y los directores creativos se sentaban al lado mío.

A mí me hacían el chistecito del golpe de codo, o me hablaban de cerca, cosa que no pasaba con las demás. También me veían como ‘exótica’, pero todo eso también tiene que ver con mi venezolanidad, que constantemente está sujeta a exotización o objetivización. Entendí rápidamente que me podía ahorrar muchas de esas situaciones y malestares vistiéndome de otra manera y no maquillándome, porque aquí se interpreta de otra manera, como una coquetería innecesaria. Me lo fui quitando de a poco, y con eso mi venezolanidad.

En Venezuela el maquillaje es sinónimo de auto cuidado, aunque sea cuestionable el origen de esa noción. Aquí mis compañeras, por ejemplo, iban con la cara totalmente limpia y vestían vestiditos y zapatillas que yo encontraba que eran medios aniñados. También son otros los estándares de belleza. Hay un documental que lo muestra muy bien; y es que en Venezuela las peluquerías abren a las 6 de la mañana y las mujeres, especialmente las que trabajan en atención al cliente, pasan antes de ir a trabajar. Hay un barrio, de hecho, que es considerado de los más peligrosos de la región, en donde la infraestructura es muy precaria y el alumbrado es todo ilegal, pero aun así, está lleno de peluquerías y ahí están las mujeres haciéndose cosas en el pelo en la vereda. Una vez, una Miss Venezuela lo explicó perfecto; le preguntaron ‘¿qué eslogan inventarías para incentivar el turismo en Venezuela?’ y ella respondió ‘yo soy Venezuela’.

Eso dice mucho y es el ejemplo perfecto de lo que ocurre con el mercado de la belleza en mi país; antes de que fuera Chávez y petróleo, Venezuela era mujeres bellas y arregladas. Y es que el país hizo de la mujer ‘Miss’, que ciertamente no es cualquier mujer, un producto de exportación cultural. Y por eso, desde afuera, Venezuela se asocia a telenovelas y mujeres hermosas.

Y eso, en la interna, ha significado que nosotras veamos la belleza no solo como una obligación, sino que como una de las pocas posibilidades de ascenso social, sobre todo para las más vulnerables.

Todo eso, cuando lo traje a Chile, y sumado a que tengo otro acento, otra piel, hizo que la manera en la que me arreglaba, se interpretara de otra forma. Como si estuviera buscando hombres, o como si estuviera dispuesta a cualquier cosa. En un país, por lo demás, en el que la población cree ser más blanca de lo que es, por lo que cualquier piel más tostada pasa a ser una otredad.

Cuando supe que estaba embarazada, de hecho, temí que saliera parecida a mí. Que la delatara su pelo o su piel, en un país en el que lo primero que se pregunta, de manera inconsciente, es de qué color tiene los ojos. Una pregunta que supone que hay un color que es mejor que otro. Le compré libros antirracistas y me preparé para enseñarle a amar una piel que no nos enseñan a reconocer.

“Empecé a radicalizar eso que me hacía distinta al punto de crear un personaje. Exageré y después me saqué todo para no tener que siempre recordar que no soy de acá y que esta no es mi casa”.

Pero resulta que salió clarita como mi marido y ahora tengo que enseñarle a empatizar con un problema ajeno, a ver el mundo desde donde lo veo yo, o desde donde lo ven las mujeres racializadas. Y es que cuando estaba buscando juegos para ella, me impresionó la cantidad de guaguas rubias que están en la publicidad. Como si no existieran otras.

A ese descubrimiento se le sumó que la prensa titulara que el 70% de los chilenos cree que la inmigración es un problema. Decidí recopilar todos esos titulares en un momento, porque hay algo en ese gesto que justifica que el chileno sienta eso. Si eres chileno y odias a los extranjeros, un titular así hace que no te sientas solo, que tu odio tiene justificación, es válido y está respaldado. Y si eres migrante, lo que te dice ese titular es ‘vete de aquí, porque toda esta gente te odia’.

Y eso se siente en la cotidianidad. Yo, en la medida de lo posible, trato de ni pensar que soy de otro lugar. He aprendido a camuflar mi acento lo suficiente como para que no sea un tema. A renunciar a ciertos códigos, estilos y formas de verme solamente para adaptarme y para poder pensar, de manera ilusoria, que igual este es mi país. Que la calle en la que vivo, es mi calle. Que me corresponde estar aquí, aunque sea por un rato. En la academia eso se llama ‘passing’, esa renuncia a uno mismo a modo de mecanismo de defensa para fusionarse y pasar desapercibido. Pero cada vez que alguien hace hincapié en mi acento, o en mi manera de vestir, se me olvida. O siento como que fracasé en mi misión. Y es que ahí la conversación se va para un lugar al que no quiero que se vaya, prefiero quedarme en lo que estoy tratando de decir para que el otro me entienda, y por eso hablo como chilena para poder comunicarme.

Los temas de identidad son complejos. Porque así como una renuncia a ciertos hábitos y costumbres, también reafirmamos nuestra identidad desde esa otredad. Es igualmente una manera de entendernos y darnos a entender; exagerar lo que una es, o lo que el otro cree que una es. Yo hice eso en un principio. Me ponía turbantes, ropa apretada, escuchaba a Juan Luis Guerra, incluso más de lo que lo escuchaba cuando estaba en Venezuela. Mis compañeros de trabajo iban a República Dominicana y me contaban todo a mí como si me hiciera sentido por ser de Venezuela, y yo jamás en mi vida había ido a ese país. Empecé a radicalizar eso que me hacía distinta, a tal punto de crear un personaje. Son dos fenómenos contrarios que corresponden a lo mismo, a esa necesidad de encontrar un espacio propio y pertenecer. Exagerar y después pasar a sacarse todo eso, para negarlo y poder asumir una personalidad más adaptable, que permita pasar piola y no tener que recordar que no soy de acá y que esta no es mi casa”.

Comenta

Por favor, inicia sesión en La Tercera para acceder a los comentarios.