A un año de la muerte de mis gatos: el duelo que nunca imaginé




“Mis 41 años de vida no han estado exentos de pérdidas, y de pérdidas importantes. Papá, primo, abuelo, amiga y hace pocos días, y de manera muy injusta, la de un tío muy querido.

Aún así, la muerte sigue siendo un tema poco resuelto para mí, tal vez por el mismo hecho de haberme arrebatado seres amados abruptamente y a temprana edad.

El año 2008 decidimos con dos de mis mejores amigas irnos a vivir juntas. En ese tiempo, con mi hermana compartíamos un departamento y habíamos acordado independizarnos de la otra. Una de estas amigas tenía una gata hace años, y nos pidió como condición, que adoptáramos otro gato para que tuviera compañía.

Mi relación con los gatos hasta ese entonces era casi nula. Y las mascotas que había tenido de niña habían sido perros que, como dicta una historia de abruptas despedidas, mi mamá regaló en el momento de separarse de mi papá. Sepan disculparla, así más o menos era la nula psicología de crianza que reinaba en los años 80.

Adopté una gata pequeña y muy peluda. Con una mancha negra cubriendo la mitad de su nariz. Luego de ser bautizada como Isaura, juntas iniciamos un viaje largo de amor y compañía: dormía en mi cama, se echaba a mi lado cuando me acostaba a leer, carreteaba con mis amigos, descolgaba mi ropa seca del tendedero, exigía cariño a cabezazos contra las manos, se comía mis restos de yogur y se tomaba los conchos de bebida que dejaba en los vasos. Isaura era un personaje, que estoy segura que se ganó el cariño de la totalidad de personas de mi entorno.

Al conocer a mi –en ese entonces futuro– marido, e irnos a vivir juntos, y a pesar de que Isaura insistía en dormir en medio de ambos, decidimos adoptar a un compañero para ella. Así llegó Tango, un gato que sorprendentemente tenía el mismo pelo largo que Isaura y una mancha negra en la mitad de su nariz. Parecía pedido “a la carta”. Tenían siete años de diferencia pero se convirtieron en grandes compañeros y todos nosotros en un clan. Tan así, que en el parte de nuestro matrimonio, aparecen ambos ilustrados junto a nosotros.

Años después llegaron nuestros dos hijos, y a pesar de todos los temores y culpas, Isaura y Tango los recibieron con amor. Con exceso de amor. Durmiendo con ellos dentro de sus cunas, subiéndose en sus coches, metiéndose en el corral… vigilando siempre que nada les pasara.

Los niños crecieron con ambos. No conocían la vida sin sus gatos. Siempre estuvieron.

Un día de verano a inicios del 2023 me di cuenta de que Isaura había vomitado. En general no me llamaba la atención porque le pasaba cada vez que se robaba bebida de los vasos. Pero esta vez fue diferente, estaba decaída.

Ese fue el comienzo de una seguidilla de hechos: la internación en una veterinaria primero y en otra más especializada después, exámenes, remedios, incredulidad. Isaura era una gata sana, tan sana como puede ser una gata de departamento, bien alimentada y cuidada. ¿Qué estaba pasando? No teníamos idea.

A los pocos días, Tango empezó con los mismos síntomas. Internado, exámenes, medicamentos y ahora el miedo acrecentado.

Esos días, los niños nos acompañaron a verlos al hospital veterinario. Les llevaron dibujos, les hicieron cariño, e intentaron con mucho amor que comieran, cosa casi imposible.

Hicimos todo lo que estuvo y lo que no estuvo en nuestras manos. El 26 de enero Tango no resistió más e hizo un paro cardiorrespiratorio. Sentí que me desvanecía. La noche anterior la pasé con él casi en vela en la veterinaria porque había empeorado, y no resistió.

Nosotros éramos un equipo de seis: ellos, los niños y nosotros.

No quería aceptarlo.

Una pisada de elefante en el pecho no me dejaba pensar. Tenía que llegar a la casa y enfrentar a mis hijos, explicarles sin quebrarme. Ahí entendí cómo vive sus duelos una mamá: en silencio, al apagar la luz en la noche, en la ducha, en un café con una amiga.

“Tango se puso sus alitas y se fue al cielo de los gatos”, les dije con la voz quebrada.

Aún me duele pensar en esas lágrimas que le corrían a los niños, las preguntas sin respuesta que nos hacían y las explicaciones surrealistas que dábamos.

“¿Va a volver?, ¿dónde queda el cielo de los gatos?, ¿puedo ir a verlo?, queremos que esté acá”… cada frase y cada pregunta de mis hijos era una puñalada. Mil veces tuve que desaparecer y dejar a mi marido controlando y enfrentando la situación.

Y cuando pensé que estaba viviendo lo más complicado vino el remate; mi miedo más grande. “Isaura no responde a los medicamentos, sus índices solo empeoran. De aquí a pocos días no va a resistir más. No hay nada más que podamos hacer”. Quería que la veterinaria no siguiera hablando porque tenía a mi gata en mis brazos y no podía parar de llorar. No entendía nada.

Ese mismo día en la mañana los niños habían estado conmigo horas acompañándola. Jugamos, la peinamos y le dimos exceso de cariño. Yo me auto convencía de verla mejor.

La veterinaria me dijo que lo mejor para ella era dormirla. Pero que lo tenía que decidir yo.

Llamé a mi marido llorando a mares. “Me dicen que no hay nada más que hacer”, le dije. Él, que por dentro se desgarraba, por fuera tuvo que fingir, porque lo observaban cuatro ojitos expectantes, que llevaban varios días llorando a su amigo Tango y que preguntaban ansiosos cuando llegaría Isaura a la casa.

El domingo 29 de enero con Isaura nos quedamos solas varias horas en el hospital veterinario. La abracé, e irracionalmente empecé a hablarle de los más de 14 años juntas, de lo agradecida que estaba por su fidelidad y por cuidar de todos nosotros.

Llamé a una de mis mejores amigas, con la que vivimos los primeros años en ese departamento compartido. Le dije que viniera, que no podía con esto sola.

Mi amiga llegó y me acompañó hasta que estuve lista. Nos llevaron a una habitación especialmente acondicionada. En mis brazos mientras le hablaba en un oído y le hacía cariño, una inyección y un suspiro. Se había apagado para siempre mi fiel Isaura.

Volver a la casa con sus bolsos transportadores vacíos y sus collares en una bolsa ziploc, fue una escena horrible.

¿Qué les pasó? La teoría que tiene más fuerza es que, por la inundación del vecino de arriba, tuvieron que raspar una pintura del techo de mi cocina. Seguramente una pintura con plomo. Y ellos deben haber caminado sobre un poco de ese polvo y luego haberse acicalado con las patitas contaminadas.

Lo que vino fue muy duro. Los niños pasaron muchos días tristes, y la muerte se instaló en sus preguntas y sus peores miedos antes de dormir.

Los amigos y familia sabiendo lo que significaron, nos llenaron de flores, plantas, tarjetas, chocolates y juguetes. Incluso nos regalaron un árbol plantado en la Patagonia a nombre de ellos y una de mis queridas amigas mandó a hacer un collar con un relicario, dentro del que puso un poco de cenizas de ambos.

Le hicimos un altar en la entrada de la casa con fotos y las ánforas de sus cenizas. Los dibujamos muchas veces, vimos videos, nos reímos y también nos dio mucha pena.

Todavía creo verlos caminar por el pasillo, sentir unas sombras por la casa o escuchar sus maullidos. Aún me da nostalgia destapar un yogur y que nadie llegue a robarse la tapa.

Para muchos, tal vez, el duelo de las mascotas es ridículo, o critican el hacer parte de la familia a animales. Y pienso que esto es absolutamente respetable, hasta que lo vives. Hasta que las casualidades te llevan a eso, como a mí me pasó.

Hoy, a un año de ese verano, escribo esto mientras todos duermen, y aún tengo que llorar sola, con un concho de bebida en el vaso de mi velador que nadie robará”.

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