Columna de Tomás Sánchez: El poder del Estado

Nueva Constitución.


Por Tomás Sánchez, autor de Public Inc. e investigador asociado de Horizontal.

La primera proto-constitución de la humanidad, la Carta Magna de Inglaterra, tuvo por objeto limitar el poder del rey, en tiempos donde el monarca disponía de discrecionalidad absoluta, este se vio enfrentado a la presión aristocrática para llegar a un acuerdo y legitimar su poder. La monarquía constitucional sentó un precedente, cuando el poder dejó de ser un designio divino, y pasó a ser un acuerdo entre ciudadanos.

Pasaron los siglos, y Estados Unidos se transformó en el primer experimento republicano de la historia moderna. Como vástagos de un imperio, conocían de primera fuente el peso de la corona, y la reflexión política de la época estuvo centrada en diseñar un sistema político que se controlara a sí mismo. La genialidad fue limitar el poder del Estado a través del diseño institucional que definía, y la sociedad acordaba, mecanismos que establecieran controles y contrapesos entre diferentes organismos.

Así, la virtud del Estado no dependía de la buena voluntad de algunos de respetar un marco de acción, sino que, de la coacción y dependencia mutua, entre todos los que acordaron vivir en sociedad. Más allá de sus imperfecciones, esta ha sido la piedra angular que ha permitido la paz y desarrollo de las naciones modernas. La premisa que, frente a diferencias entre las partes, los temas se resuelven a través de reglas previamente acordadas y no por medio de la violencia.

Los ciudadanos no solo cedemos el monopolio de la fuerza, sino lo que se logra con ello. Son las instituciones públicas quienes deciden qué es justo, y quiénes deben ser privados de libertad. Es el poder legislativo el que define lo que podemos y no hacer en nuestra vida cotidiana. El Estado, gracias a sus decretos y policías, define si podemos salir de nuestros hogares cuando enfrentamos una pandemia o no. Tal como establecer si somos libres de caminar desnudos por las calles o con una mascarilla en la cara. Hasta la libertad de expresión está amparada o potencialmente restringida. Cuando depositamos nuestra soberanía en un solo ente permitiendo nuestra vida sea normada, es crucial lo que está en juego.

El benevolente leviatán construye carreteras en nuestro nombre, y su vez, coordina médicos, aseguradoras, hospitales y laboratorios, para que todos tengan acceso a un servicio de salud. Por lo mismo, el Estado de Chile dispone todos los años de 75 mil millones de dólares, cifra suficiente para entregarle 300 mil pesos mensuales a cada habitante, o para construir 10.000 colegios cada año, sino gastara en nada más. Vivir en sociedad no es gratis, ya sea a través del pago de IVA para unos o impuestos a la renta para otros, los chilenos trabajamos entre uno y dos días a la semana para sostener nuestra convivencia. Esto se traduce en más de 540 mil funcionarios públicos (excluyendo fuerzas armadas y de orden), que controlan aproximadamente el 29% de la economía.

Estos números explicitan la descomunal potestad en manos del Estado, y nos recuerda, la razón central de un diseño constitucional riguroso y bien pensado: equilibrar, auditar y responsabilizar a personas e instituciones. Tal como combatimos la concentración de mercado, nos debiera ocupar la concentración de poder económico, político y social en la esfera pública, pues conocemos las catástrofes del poder con contrapesos débiles.

Las reglas que controlan el poder importan demasiado. No son simbólicas, sino que acuerdos que se hacen realidad. Se pueden tocar a través de instituciones que funcionen bien o mal. A través de sistemas políticos diseñados para propiciar acuerdos, o no. En un aparato estatal eficiente y moderno, o en uno capturado por grupos de interés. Por lo mismo, el poder que los ciudadanos depositamos en el Estado más vale que esté bien pensado, equilibrado y acordado.

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