Columna de Sebastián Sichel: La pelota es mía... y el 11 también

AGENCIAUNO


En el barrio, el egoísta del grupo era reconocido fácilmente. En el minuto en que las cosas no se hacían como él quería, simplemente terminaba el juego, llevándose “su” pelota. Este acto básico era una muestra del pequeño poder del que puede fijar las reglas a su antojo, aunque la necesidad colectiva apuntara en el sentido contrario. Hemos visto muestras lamentables en el Congreso, en que muchos no han madurado y siguen llevándose la pelota para la casa.

La reacción de la conmemoración del 11 de septiembre es la ratificación de que la política se ha engolosinado con la idea de que cada uno es dueño de la historia y de su interpretación acrítica. Cómo escribió hace algunos días Ricardo Brodsky, han decidido quedarse con la memoria literal, con la supina idea de que lo que pasó le pertenece a cada sector y lo que corresponde 50 años después es tratar de hacer que gane su interpretación. Esta forma acrítica de interpretación peca, además, de una falta de humanismo brutal: no bastaron más de 3.000 muertos obra de la dictadura, ni la destrucción de la institucionalidad democrática por el voluntarismo de Allende y la UP para aprender. Sólo les interesa decir que la “verdadera” historia es la propia.

Eso es lo triste del espectáculo que dio la Cámara de Diputados esta semana. Una batalla de locos, en que mientras chilenos se inundaban en sus casas, inmaduros competían por demostrar de quién era la pelota y el dueño del 11 de septiembre. La mala noticia es contarles que no es de nadie. No hay nada que celebrar. Fue sólo el resultado de una clase política absorta en sí misma, voluntarista, incapaz de dialogar, enamorada de la violencia y que cedió ante los autoritarismos de izquierda y de derecha. Fue un juego suma cero que mientras la élite política jugaba a ser revolucionarios o hacían genuflexiones a dictadores, los chilenos perdíamos libertad y confianza de nosotros. Ese pueblo con que se llenan la boca en megáfonos sólo fue carne de cañón de experimentos fallidos y delirios de grandeza de quienes sacrificaron la libertad -desde la izquierda y la derecha- a cambio de intentar imponer las verdades al resto a la fuerza. La alarma es que este Congreso y clase política, en su desconexión, se está pareciendo demasiado a los desorientados de 1973. A los que cedieron a la violencia militar. A los que se entregaron a la violencia terrorista. A los que se ensimismaron y emborracharon con sus ideas y no entendieron en qué consistía la democracia.

En el siglo XXI -como dice Anne Aplebbaun- las democracias no se derrumban por golpes de Estado. Son populistas que ven con gracia cómo en la política la endogamia le gana a la racionalidad y asaltan el poder anunciando barrer con una escoba a una clase política anodina, desconectada y extraña. Y siembran en tierra arrasada. A veces es entendible. Si nadie comprende es más fácil hacer del voto un gesto de protesta marcando un gran “que se vayan todos”, en lugar de elegir a los mismos de siempre. He visto cientos de columnas estos días denunciando a los populistas de El Salvador, Argentina, EE.UU. y otros rincones, por cómo irrumpieron en lo electoral, tratando de evitar que eso ocurra en Chile. En la alarma tienen razón, pero no en el diagnóstico.

No es Milei, no es Trump, no es Chávez. Ellos son el síntoma de una enfermedad: la política dejó de perder su punto de equilibrio y se transformó en un terreno en disputa entre verdades absolutas, en que los ciudadanos son ajenos. En ningún caso esto es culpa del populismo, es simple endogamia y desafección con el país sobre el cual legislan. Populistas en el mundo siempre han existido, pero para ser justos siempre les ha ido mal, salvo cuando la torpeza de la política le cimienta el camino.

No nos extrañemos: los electores ya probaron una y otra vez los sectores políticos desde el retorno a la democracia y siguen desencantados. Y para ser honestos, en momentos como estos parecen tener razón. Van a probar algo nuevo, salvo que el sistema recupere la sensatez y entienda que competir entre tercios que buscan sobrevivir aniquilando al resto los va a matar a todos. Hay tiempo para detener el populismo y salvar la democracia. Pero esto no funciona llevándose la pelota para la casa. Mis hijos entienden que así se acaba el juego. Lo raro es que cuando los que “juegan” en el Congreso gritan “la pelota es mía”, no se dan cuenta de que se están llevando con ella la democracia.

Comenta

Los comentarios en esta sección son exclusivos para suscriptores. Suscríbete aquí.