Columna de Sebastián Edwards: El “Chicho” Allende como papá



Isabel Allende Bussi ha escrito un libro esencial. Publicado por el sello Debate, “11 de septiembre, esa semana” es un texto corto, minimalista, auténtico, dulce y conmovedor. En él, la hija de Salvador Allende narra cómo vivió la semana entre el 9 y el 16 de septiembre de 1973. Aun cuando incluye algunos recuerdos de niñez y juventud, Isabel Allende centra la narración en esa semana trágica. Habla de su padre con ternura, amor y respeto. Se refiere al expresidente, simplemente, como Chicho. Su madre es Tencha.

El pequeño libro es de una autenticidad refrescante. Hay pasajes completos de esos días horribles que Isabel no recuerda. Los ha olvidado, son los detalles que se ha tragado el hoyo negro de la memoria. Y ella lo reconoce sin pedir disculpas ni dar explicaciones. ¿Qué pensó cuando arribó en su pequeño Fiat 600 a las inmediaciones de La Moneda? Su respuesta es natural y extraordinariamente humana: “No lo recuerdo bien”.

A eso de las 9 de la mañana, por fin, llega a palacio. Es la última persona que logra entrar antes del asalto y el bombardeo. Alguien le abrió la puerta de Morandé 80. ¿Quién lo hizo? La respuesta vuelve a ser, “no lo recuerdo”.

Ante el ataque inminente, las mujeres se refugian en el subsuelo. Están ansiosas y llenas de pesar. Nos dice Isabel: “No recuerdo la hora exacta, pero de repente apareció el Chicho”. El presidente les habla con cariño y con firmeza a la vez. Las conmina a salir del palacio, a resguardarse del bombardeo ya anunciado. Ni Isabel ni su hermanan Beatriz (Tati) quieren dejarlo. El doctor Allende les dice que deben hacerlo, que su deber es contarle al mundo lo que ha sucedido, romper los cercos de silencios y secretos.

Finalmente salen. El jeep prometido por los militares no está en ninguna parte. Deciden caminar. Se dirigen por la calle Moneda hacia el oriente. Son cuatro mujeres solas – Isabel, Tati, Frida Modak y Nancy Julien. Cuatro mujeres tristes. Desamparadas. Entran a un hotel, pero no se quedan. Siguen, lentamente, con las lágrimas explotando. Les es difícil creer que lo que están viviendo sea una realidad.

Se cruzan con un auto grande. Es un Impala amplio, de mullidos amortiguadores. El conductor – que va con una mujer a su lado – las invita a subir. Se apretujan en el asiento trasero. No les pregunta quienes son, pero lo sabe. Sortean barreras militares y controles policiacos. En el Impala nadie dice nada. Es un silencio sobrentendido.

Al llegar a la esquina de Providencia y Seminario, las cuatro mujeres se bajan. Se refugian en casa de una compañera de trabajo de Isabel. Poco a poco se van informando de los dolores del día. A las cuatro de la tarde Isabel se entera de que su padre ha muerto en el palacio. Allende hizo lo que había anunciado tantas veces: se ha quitado la vida.

También se entera de que Tencha está en casa de un amigo. Pero la memoria vuelve a ser frágil. Escribe Isabel: “No recuerdo haber hablado con Tencha una vez que supimos que se encontraba en casa de Felipe Herrera. Siempre fui muy apegada a ella y me parece extraño que no lo tenga en mi memoria”. Agrega, “Tampoco recuerdo haberme comunicado con mi hermana Carmen Paz”.

Lo que si recuerda a lo largo del libro es lo que significó ser hija de Salvador Allende. Repetidas veces él le habló sobre las cosas importantes en la vida, sobre lo que estaba bien y lo que no lo estaba. El Chicho también le enseñó a amar el mar, a nadar, a comer mariscos, a vivir la vida con dignidad.

A Isabel le duele no haber acompañado al féretro de su padre al cementerio de Santa Inés en Viña del Mar. Es el dolor que hubiera sentido todo hijo y toda hija. Un dolor compartido.

Este es más que un libro político y una crónica histórica. Es un libro dulce donde una hija habla sobre su padre y sus circunstancias; una hija que habla desde el dolor y la admiración. Aquí no hay ningún afán por agrandarse, por quedar bien, por halagar o sorprender al lector. Es un libro simple y es eso lo que lo hace importante, necesario, inolvidable. Las páginas recogen lo que Isabel recuerda, tal como Isabel lo recuerda. No es ni más, ni menos.

La semana termina el 15 de septiembre cuando Tencha, Isabel y Carmen Paz salen al exilio en México. Tati ya ha salido hacia Cuba. Durante los próximos años y décadas Isabel hará lo que le pidió su papá, el Chicho. Contar la historia de esos mil y cuarenta y dos días.

En este libro también hay un puñado de héroes. El conductor del Impala. El comandante Roberto Sánchez de la Fach, edecán del presidente Allende durante todo su mandato. El embajador de México en Chile, Gonzalo Martínez Corbalá, quien no vaciló en ofrecer asilo a quienes lo necesitaban. Alicia Rojas, quien arriesgó su futuro para cobijar a cuatro mujeres en el desamparo. El doctor Danilo Bartulín, quien, a pesar de quedarse en palacio hasta el asalto final, vela, desde la distancia, por las hijas de su amigo el presidente.

En una entrevista reciente en este diario Isabel Allende dijo: “No va a haber nunca la verdad oficial, cada uno lo vive como lo vivió… Pero no entiendo que no podamos decir ‘nunca más romper una democracia.’”

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