Columna de Sebastián Edwards: Boric no es Allende



Hace unos días, Klaus Schmidt-Hebbel dijo que el gobierno de Gabriel Boric era como el de Salvador Allende. Un gobierno que estaba destruyendo la economía, avalaba la violencia, y llevaba al país a la perdición. La comparación causó revuelo en las redes sociales y Schmidt-Hebbel se transformó en trending topic.

Lo interesante es que para Boric la comparación de su gobierno con el de la Unidad Popular no es un agravio. En repetidas ocasiones ha dicho que se siente el heredero político de Allende y que busca finalizar el proyecto que se inició el 3 noviembre de 1970, y que fue interrumpido por el golpe militar del 11 de septiembre de 1973.

Pero basta con saber un poco sobre la historia nacional para entender que no se puede hacer un simple paralelo entre los dos episodios. Una comparación adecuada requiere considerar el contexto histórico, y la personalidad y liderazgo de ambos presidentes.

Y cuando esto se hace la conclusión es tan clara como contundente: ni Boric es como Allende, ni su gobierno es como el de la UP.

En lo que a contexto se refiere, durante los años 1960 y 1970 aún había un sentimiento romántico hacia los “socialismos reales”. Mucha gente pensaba que ese era el camino para lograr una sociedad más justa, más solidaria, más inclusiva, más tolerante y moderna. Aún no se sabía de los masivos atropellos a la libertad de expresión del gobierno de Fidel Castro - el “Caso Padilla” no había explotado -, y se creía que los horrores de estalinismo habían quedado atrás. Tampoco se conocía la persecución feroz del régimen cubano a las disidencias sexuales, asunto sobre el que nos enteraríamos años después con las denuncias del escritor Reynaldo Arenas. Apoyar a Cuba en esos años podía justificarse como un acto de rebeldía y romanticismo; hacerlo hoy en día es imperdonable.

Con respecto a los presidentes, digámoslo en buen chileno: Como político, Boric “no es ni la sombra” del doctor Allende. Salvador Allende fue un dirigente auténtico, experimentado, comprometido, y valiente hasta las últimas consecuencias. Tenía chispa, gran sentido del humor, profundos conocimientos de nuestra historia, y un sentido de lealtad inquebrantable. Llegó a La Moneda después de una vida de luchas, después de haber ejercido las más diversas funciones - diputado, ministro, senador -, y después de haber impulsado importantes leyes sociales que ayudaron a modernizar el país. Salvador Allende nunca necesitó de precalentamiento para “habitar” los cargos a los que llegaba. Lo hacía en forma natural y de frente; sin quejas ni rezongos. Allende jamás le hubiera dicho a una alcaldesa de oposición que “no tiene tiempo para polemizar”, como el Presidente Boric le dijo a Evelyn Matthei hace unos días.

Salvador Allende tenía un enorme arrastre entre obreros y campesinos, entre gente humilde y desposeída. Su base política no era, como es el caso de Gabriel Boric, una juventud embriagada con postgrados de incierta calidad.

Pero - y aquí está la paradoja que hace que la comparación sea particularmente compleja -, a pesar de estos atributos, el gobierno del “Compañero Presidente” fue un desastre absoluto. En noviembre de 1972, al cumplirse dos años de su llegada a La Moneda, la inflación se acercaba al 300%, cifra inimaginable para aquellos chilenos que no lo vivieron en carne propia. La escasez era generalizada y las colas interminables. Centenares de fábricas habían sido “tomadas” por sus trabajadores y requisadas por el gobierno. La producción agrícola estaba en caída libre, había once tipos de cambios y un mercado negro rampante. El déficit fiscal llegó al 30% del producto nacional, y la balanza de pagos se hundía en un profundo pantano deficitario. Ante tanta penuria el presidente Allende les solicitó ayuda a los soviéticos, los que con en forma gentil pero firme, y manteniendo la retórica revolucionaria, se negaron a hacerlo.

Nada de eso pasa hoy.

No cabe dudas que el país enfrenta momentos complejos - inseguridad, desempleo, altas tasas de interés, crisis en la educación pública -, y que el sueño de encaramarse al grupo de las naciones desarrolladas se esfumó tristemente. Pero a pesar de eso, no estamos ante una crisis terminal, o una hecatombe mayúscula. Chile sigue siendo un país con un enorme potencial, con la posibilidad de salir adelante, de sacudirse de la modorra y de los clichés y eslóganes juveniles, y dedicarse seriamente a hacer las reformas que permitan mejorar la competitividad, reducir las burocracias y las regulaciones, y dar un gran salto adelante.

La inflación es tan solo 4%, las cuentas fiscales están básicamente ordenadas, nuestro sector agrícola es uno de los más dinámicos del mundo, y la minería avanza a paso certero. Como planteó hace unos días Marcos Lima, destacan los casi tres billones de dólares de exportaciones de servicios técnicos de la minería.

Al mirar al Chile de hoy, podemos parafrasear al escritor peruano Carlos Eduardo Zavaleta y decir que “pálido, pero sereno” el país sigue adelante. Y lo hace gracias a que durante esos vilipendiados “treinta años” se consolidaron y construyeron instituciones sólidas que permiten sobrevivir sin zozobrar, aun cuando el gobierno de turno sea refundacional y “malito”.

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