Columna de Pablo Ortúzar: Por un Estado social y subsidiario



Un tosco debate respecto de la relación entre Estado social y Estado subsidiario ha emergido este último tiempo. Ambos extremos políticos, izquierda y derecha, niegan que estos principios de organización puedan ser compatibles. Ambas facciones, además, evitan definiciones claras de los conceptos que oponen. Corren los anatemas y las amenazas, como las del consejero comunista Alexis Cortés, pero la discusión permanece superficial.

El Estado social de derechos, a nivel teórico, se define por la búsqueda de garantías en el acceso y provisión de bienes y servicios fundamentales para la ciudadanía. El Estado subsidiario, por su parte, supone que las organizaciones intermedias y las asociaciones civiles deben ser respetadas y promovidas por el Estado en la búsqueda de realizar sus objetivos. Cualquiera puede ver, entonces, que un Estado social y subsidiario sería uno que busca garantizar el acceso general a bienes y servicios fundamentales, pero de una forma que respete y promueva las organizaciones que existen entre el individuo y el Estado.

El Estado social y el principio de subsidiariedad, entonces, son perfectamente compatibles como lógicas arquitectónicas del Estado. Sin embargo, hay elementos en esta combinación que irritan a los extremos políticos. Y esta irritación, me parece, tiene una dimensión teórica y otra práctica. A nivel teórico, los defensores del Estado mínimo o guardián se oponen a la idea de un Estado social, pues lo consideran una empresa colectivista que expropia injustamente recursos de los individuos para financiar el acceso a bienes y servicios configurados según las preferencias del poder central, que gana así control total sobre áreas claves de la vida individual. El Estado social, concluyen ellos, es incompatible con la libertad individual. Los defensores del Estado proveedor total, en la otra vereda, se oponen a la idea de un Estado subsidiario, pues consideran que las organizaciones intermedias entorpecen la provisión universal y distorsionan la igualdad sustantiva, generando y reproduciendo desigualdades y privilegios injustos y convirtiendo bienes públicos en ventajas privadas. El Estado subsidiario, según ellos, sería incompatible con la igualdad colectiva.

La dimensión práctica de la irritación política, en tanto, se deriva de la teórica. La derecha -no así la centroderecha, hoy jugada por los acuerdos más que la centroizquierda- ve un caballo de Troya estatista en la propuesta de Estado social enarbolada por la izquierda, así como la izquierda ve uno neoliberal en la propuesta de Estado subsidiario enarbolada por la derecha. Ningún extremo confía en las intenciones del otro. Y ambos están en lo correcto, ya que cada cual está enmascarando su verdadera posición política bajo una versión más digerible. En el plano de los intereses particulares ocultos, por lo demás, cada lote tiene esqueletos en el armario.

Estamos, en suma, frente a un debate imbunche, lleno de suturas, envolturas y deformidades. La oblicuidad es el más chileno de los males. Y el problema de la deshonestidad intelectual y política de los extremos es que estropea el lenguaje en base al cual los grupos más moderados podrían dialogar y construir acuerdos. Las herramientas de consenso democrático son vampirizadas por los que creen estar en una lucha existencial sin puntos medios.

La demanda por ampliar la capacidad tanto privada como estatal para proveer de bienes y servicios de calidad a las clases medias exige justamente un Estado social y subsidiario. Ni el Estado chileno ni el sector privado por sí solos se pueden echar al hombro tal desafío político, social e institucional. Esto está correctamente reflejado en la quinta base constitucional: “Chile es un Estado social y democrático de derecho, cuya finalidad es promover el bien común; que reconoce derechos y libertades fundamentales, y que promueve el desarrollo progresivo de los derechos sociales, con sujeción al principio de responsabilidad fiscal, y a través de instituciones estatales y privadas”. Y es absurdo que la construcción de ese nuevo pacto de clases se vea malogrado por la falta de honestidad de quienes se vanaglorian, paradójicamente, de su propia intransigencia.

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