Columna de Oscar Contardo: El mito del pueblo solidario

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Durante los primeros meses de la pandemia circuló por los medios y las redes sociales una historia sobre la célebre antropóloga Margaret Mead. La anécdota registraba que durante un encuentro de Mead con jóvenes estudiantes, uno de ellos le preguntó qué podría considerarse como un primer signo de civilización en una agrupación humana. La autora de Adolescencia, sexo y cultura en Samoa le respondió que una primera señal de civilización en una cultura antigua era encontrarse en una excavación con un fémur que presentara indicios de haber sanado de una fractura. Mead le explicó que la razón para que un hallazgo como ese, y no un artefacto o edificación, fuera tan trascendental: ese hueso significaba que alguien se había encargado de cuidar de la persona herida, entablillándole la pierna, alimentándola y trasladándola si era necesario. Todo eso significaba una convivencia grupal en donde un individuo con una extremidad rota podía sobrevivir a la muerte, una suerte que no correría un ejemplar de otra especie animal en similares condiciones.

La historia del diálogo de Mead, profusamente difundida en 2020, servía como un contrapunto a la metáfora de la guerra usada con insistencia durante la irrupción del coronavirus, cuando se repetían frases hechas comparando la emergencia internacional con una batalla o calificando de guerreros al personal sanitario. Esas analogías ocultaban lo que realmente servía para salvarse de la enfermedad: la cooperación entre política y ciencia, y la solidaridad entre ciudadanos. Cuidar de uno mismo era cuidar de los otros, incluso de los desconocidos. Los pequeños sacrificios hechos principalmente para mantener el bienestar común: desde usar mascarilla hasta pagar los impuestos que permiten que el espacio público sea un lugar de encuentro y no uno de barbarie. La misma lógica en la que se fundaron los estados de bienestar en Europa y la que está en el corazón del orden y el sentido del trabajo por el bien colectivo que caracteriza a sociedades como la japonesa.

Nosotros, en cambio, no somos un pueblo solidario y no creo que alguna vez lo hayamos sido. Nuestros compromisos con el prójimo no suelen ir más allá de los círculos familiares, tribales y en algunos sectores, estamentarios: no hemos sido educados para preocuparnos o confiar en alguien que esté fuera de nuestra agenda telefónica. A veces ni siquiera eso. Hemos construido un mito de hospitalidad relacionado con nuestra condicion isleña, y otro mito de pueblo solidario vinculado a la pobreza extrema o a las tragedias naturales. Nuestra manera de manifestar preocupación por el bienestar de los otros es la beneficencia puntual, la caridad voceada con fanfarria como una forma de mitigar el sufrimiento ajeno. Chile ayuda a Chile desde una jerarquía superior a una posición de inferioridad, para ese registro conductual la horizontalidad es imposible. La caridad no es lo mismo que solidaridad, tal como la lástima no es sinónimo de respeto o consideración.

El mayor desafío que enfrenta la reforma previsional propuesta por el gobierno, que tiene entre sus vigas maestras la creación de un fondo de ahorro colectivo, es justamente ese rasgo de nuestra convivencia: nuestra propia versión de lo considerado solidario no tiene que ver con una idea de comunidad entre iguales, sino con caridad entre diferentes, algo que se hace voluntariamente por compasión. Aunque el aporte a ese ahorro colectivo salga del empleador de cada quien, la lógica que explotará la oposición para tumbar la reforma será instalar una pregunta: ¿Y por qué no me dan ese aporte a mí? Una duda que prenderá como pasto seco en un país con bajísimos niveles de confianza interpersonal y en donde el descrédito por las instituciones políticas se desplomó hace décadas.

Si hay algo que deberían enfrentar las izquierdas locales después del triunfo del Rechazo, es que ese ideal de un pueblo que derrocha virtudes colectivas no existe en los hechos. Lo que puede existir es confluencia de hastíos o reacción frente a los abusos, pero no una comunión en un proyecto que exija confianza entre desconocidos. Las marchas en contra de las AFP empezaron a convocar masivamente cuando las urgencias frente a las pensiones miserables alcanzaron demográficamente un punto crítico de la población, es decir, cuando el daño tocaba a la puerta propia, no a la ajena. Las moviizaciones fueron populares porque las jubilaciones eran de hambre, pero eso no quiere decir que todos quienes marchaban tuvieran en mente un sistema solidario o mixto. Ni siquiera la mayoría. Apelar a ese ideal para buscar el apoyo de la opinión pública sería como arar sobre el pavimento. Tampoco sirve mucho a estas alturas invocar el daño provocado por un modelo de individualismo exacerbado, sobre todo después de avalar la propiedad personal sobre los fondos de pensiones para forzar los retiros de dinero durante la pandemia. Menos aun seguir lamentándose del efecto cultural provocado por casi medio siglo de neoliberalismo, porque sospecho que el modelo sólo intensificó una característica preexistente en nuestra forma de vida. Mirado en retrospectiva, la campaña del Rechazo reconoció ese flanco y lo explotó a través del temor a ser expropiados -aun entre quienes no tenían nada expropiable- y el miedo a que más derechos sociales para todos podía significar una merma en la calidad de vida propia. La posibilidad de que otros desconocidos avancen puede resultar amenazante en nuestro medio, sobre todo porque la costumbre y el folclor indican que el estatus y la prosperidad propia dependen casi siempre de la desgracia ajena.

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