Columna de Óscar Contardo: Civilizados



En Chile, el número de especies de animales vertebrados silvestres es modesto. Según un informe de Conaf elaborado por el veterinario Miguel Díaz, son menos de mil (en Argentina son más de tres mil) y sobreviven en espacios geográficamente fragmentados. Si consideramos solo a los mamíferos más representativos, el número de ejemplares que sobrevive es bajísimo: cerca de mil pumas, 1.500 huemules y alrededor de 600 zorros Culpeo. Para cada uno de ellos -como también para el guanaco o la vicuña- la principal amenaza de supervivencia son los perros asilvestrados que atacan en jauría. Debido al escaso número de ejemplares, basta un animal muerto para provocar un daño irreparable. Según los datos de Conaf en el período entre 2007 y 2012 hubo más de 400 animales silvestres atacados por perros salvajes, que además transmiten enfermedades que provocan la muerte acelerada de la fauna nativa: distemper a los zorros y parasitosis gastrointestinales a los pudúes, huemules y pumas.

Los perros asilvestrados no se comportan como animales domésticos que obedecen o buscan un amo, sino como manadas al acecho de una presa, con un macho alfa que conduce persecuciones nocturnas. Originalmente esos perros salvajes pertenecieron a alguien y fueron abandonados, pero ya no son mascotas, su comportamiento tampoco es la de los perros callejeros de ciudad, sino el de una especie invasora fuera de control, que no solo ataca fauna silvestre, sino también al ganado, a otros animales domésticos y a personas, como ocurrió en febrero en San Pedro de Atacama, cuando una joven mujer fue mordida hasta la muerte por una jauría. Ninguno de estos hechos fue suficiente para que esta semana un proyecto de ley que declaraba los perros asilvestrados especie exótica invasora, autorizando su caza y eutanasia bajo ciertas condiciones, pasara al siguiente trámite. Ni los argumentos del informe de la Conaf, ni la opinión informada de científicos pudieron convencer a la mayoría de la Cámara que votó en contra, impidiendo la discusión del asunto y la oportunidad de enfrentar el tema.

La propuesta fue archivada y la posibilidad de volver sobre ella aplazada hasta dentro de un año. La diputada Gael Yeomans, de Convergencia Social, celebró el rechazo en sus redes sociales con una frase de impostación heroica: “Bien por Chile, no al retroceso civilizatorio que proponía el Partido Republicano”. Luego aseguró que había otras maneras de controlar el daño provocado por los perros salvajes, sin especificar ningún plan en concreto para hacerlo. Muchos de sus seguidores en redes sociales indicaron que debían ser las municipalidades -rurales y con presupuestos modestos- o la Conaf – que hasta hace dos años contaba con 500 guardaparques mal pagados para un territorio protegido de casi 19 millones de hectáreas- los encargados de controlar las manadas caninas. Para quienes rechazaron la idea de legislar, todos los argumentos a favor del proyecto fueron considerados un “retroceso civilizatorio”. Una frase épica dicha con aplomo, pero vacía de respuesta para las instituciones que año tras año constatan cómo los ataques caninos merman la fauna nativa; una oración sin sentido para los campesinos que sufren la pérdida de ganado o animales de granja; un eslogan frívolo para quienes han sobrevivido a las mordeduras de jaurías ferales.

En un mundo ideal podríamos identificar a cada uno de los humanos que eludieron la responsabilidad de tener una mascota y la abandonaron a su suerte. Buscarlos y obligarlos a que asuman el daño que han infligido sus animales. Pero si consideramos que en nuestro país hay más de un millón 300 mil perros rurales, y que el 85 por ciento de ellos vive sin supervisión, no será una tarea expedita. No me imagino la manera de vincular a cada uno de esos animales con un amo, ni cuánto tardaría el proceso, ni qué institución podría llevarlo a cabo, pero esa sería la aspiración de quienes consideran que su deber no es darles una solución a los desafíos de las comunidades que representan, sino ofrecerle al país lecciones de una moral nueva que desdeña el conocimiento de los expertos. Una moral parecida en su rigidez, a esa a la que muchos acudían en los años 90 para frenar la posibilidad de discutir en el Congreso temas como el divorcio, el aborto, una ley de filiación moderna o el matrimonio igualitario: tan solo la intención de legislar podría destruir el país, era la razón utilizada para vetar el debate.

El progresismo local -particularmente el Frente Amplio- ha contribuido desde hace un tiempo, con sus declaraciones y conductas, a que se fabriquen caricaturas de su imagen. Ha ofrecido material para crear y difundir la idea de una izquierda desorientada en sus prioridades y torpe en sus ejecuciones, que habita un universo del tamaño de una comuna santiaguina; una izquierda con autoridades y representantes cuya experiencia laboral se reduce a sus años de dirigencia estudiantil, pero que se conducen con la seguridad en sí mismos de quienes vienen de vuelta. Claro que es un reduccionismo injusto, pero hay quienes han hecho méritos para merecer la burla. Mal que mal, es un sector político que después de tener todo a su favor para lograr los cambios que tanto y tantos esperaban, ahora luce acorralado en su propio ombligo, usando como pedestal un ego torpemente esculpido; un grupo que padece una soberbia distinta a la de sus antecesores en el poder, pero igual de repelente para un electorado que busca respuesta a sus necesidades y lo que recibe de ellos son lecciones de moral difundidas con el entusiasmo de los predicadores callejeros, esos que se pasan los días distinguiendo a viva voz entre santos y pecadores, aunque ya nadie los esté escuchando.

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