Columna de Matías Rivas: En compañía de animales

Kitten, 1983, de Robert Mapplethorpe.


El lugar que ocupan los animales en la sociedad muestra el tipo de civilización que hemos construido. Es un espacio que varía según las costumbres de cada época. En la antigüedad fueron sagrados, tenían funciones mágicas, oraculares. En la literatura, por ejemplo, desde la Biblia o en la Odisea es posible constatar la cantidad de sacrificios -de ovejas, toros y cerdos- que se realizan para complacer a las divinidades. Según relata John Berger en su ensayo Por qué miramos a los animales, la domesticidad de ciertas razas es una extensión de estas prácticas y, sobre todo, de la cercanía: “Con sus vidas paralelas, ofrecen al hombre un tipo de compañía diferente de todas las que pueda aportar el intercambio humano. Diferente, porque es una compañía ofrecida a la soledad del hombre en cuanto especie”.

Durante siglos las familias dormían junto a ganados y perros para apaciguar el frío. Mantenían una importancia religiosa, una calidad de mediadores con los dioses. Claude Lévi-Strauss cuenta en El pensamiento salvaje que los hombres originarios de Hawái se casaban y “adquirían conocimientos de sus mujeres animales”.

Las conductas de las fieras nos recuerdan los impulsos que nos gobiernan, la violencia y el deseo. Nos remiten al origen, a la conciencia de la represión como sustrato de la cultura. Por eso, quizá, necesitamos vigilarlos. En el pasado bastaba con verlos en su hábitat. Luego surgieron los zoológicos y el adiestramiento profesional.

El protagonismo que tienen en el mundo contemporáneo desconcierta a algunos sujetos y llena de satisfacción a muchos. En ciertos casos han asumido el lugar de los hijos, de compañeros entrañables, que merecen el mayor de los respetos y un trato decente. Son parte de las familias. En ese sentido, poseen singularidad, carácter y educación. Son una prolongación de las costumbres de sus amos.

Días atrás, mientras me comía un sándwich en un restaurante, vi que entraba una pareja con un perro. Se sentaron a esperar la comida, el can se inquietó y se puso a ladrar. Se rompieron las conversaciones en el lugar y la perturbación recorrió las mesas. Sin embargo, nadie dijo nada. Todos se cuidaron de no cometer el error de solicitar que los aullidos se calmaran. La verdad, no me pareció extraño.

Ya me había tocado estar en una librería con mascotas. Ojeaba un volumen y oí a una joven decirle al vendedor: voy a subir al segundo piso a darle comida a Pupi. Me fijé que llevaba una bolsa con pelets. Recordé el cuento de Anton Chejov titulado La dama y el perrito. Un breve tratado sobre la infidelidad, en donde el animal pasea con su dueña por encima de las convenciones. Por asociación exhumé de mi memoria la novela Flush, de Virginia Woolf. Se trata de la biografía del perro cocker spaniel de la poeta Elizabeth Barrett Browning.

La amistad entre el hombre y el animal es un asunto esencial. Es un afecto cruzado por el poder, la dependencia sentimental y la lealtad. Colmillo blanco, de Jack London, es un libro que marca, en particular, si lo leemos en la adolescencia.

George Bataille indica que el caballo, pese a estar sometido y lleno de tareas, guarda un orgullo: su sensibilidad es agitada e insensata, capaz de desencadenar un frenesí ante a un acontecimiento menor. Ese arrebato nos asombra y es una fuerza que requerimos para que galope o cargue. Por eso ocupa un lugar de privilegio. Los poetas requieren ese ímpetu, lo admiran.

La imaginación y la historia natural se enlazan desde las narraciones más ancestrales hasta la modernidad. Las criaturas inventadas por la fantasía son metáforas alojadas en una zona de la mente próxima a las pasiones. Se reiteran bajo distintos nombres, con leves variaciones en diversas épocas y pueblos. Se inscriben en el universo mítico al que pertenecen las sirenas, los centauros, los dragones y el “animal curioso mitad gatito, mitad cordero”, que describe Kafka en el texto Una cruza.

El plano simbólico y físico está al mismo nivel cuando estamos frente a un animal. Hay gente que padece miedos y fobias. La más conocida es hacia los gatos. Viene de la Edad Media: eran acusados de estar próximos a las brujas y de representar a Satán. Los mataron sin piedad. Las pestes y los ratones fueron las consecuencias de esa empresa aberrante.

John Gray, en Filosofía felina, llama a revisar sus costumbres atávicas y a aprender de la inteligencia que poseen. Señala que no conocen el consuelo ni sufren de ansiedad a menos que estén amenazados: “No necesitan examinar sus vidas, porque no dudan de que vivir valga la pena. La autoconciencia humana ha generado esa agitación perpetua que la filosofía ha intentado, en vano, mitigar”. Se manejan en un estado contemplativo que les permite ver las cosas sin querer cambiarlas. Es decir, pueden gozar del momento, habitar el presente.

Señala, además, tres asuntos inherentes a esta especie a los que deberíamos poner atención: saben vivir en la oscuridad y parte de las cosas interesantes se esconden en la noche; duermen por placer, no por provecho, y mantienen especial distancia con aquellos que prometen la felicidad, los que dicen existir para los otros.

Observar animales es un pasatiempo cada vez más frecuente. Mi padre lo practicó. Iba a avistar pájaros en la Patagonia junto a su amigo Thomas Daskam, fotógrafo y pintor. Pasaban horas camuflados sobre ramas con la finalidad de espiar a un picamaderos en su nido o a un águila cazando. Buscaban reconocer el canto de las aves, examinar sus rutinas y los colores de sus plumas. La timidez y la precisión que exhiben son emociones hipnóticas.

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