Columna de Matías Rivas: Apuntes de un día



Me levanto temprano. Tomo café. La luz está más transparente de lo habitual. La temperatura menos calurosa. La sensación de que una nueva estación se aproxima está en el aire.

Leo noticias a la rápida. El barullo político no me interesa, se repiten, niegan lo evidente, alardean, prometen y piden. Con distancia parece una conversación arteriosclerótica.

En cambio, sí me atrae lo policial. Creo que en ese espectro de nuestra cultura se está modificando a extrema velocidad. Poner atención a cómo nos relacionamos con la muerte es esencial. Y este vínculo está comenzando a cambiar de forma progresiva y dramática. Las informaciones señalan que a diario los crímenes han cobrado cualidades salvajes. Descuartizamientos, cuerpos tirados en la calle envueltos y amarrados. Este tipo de asesinatos producen deliberado miedo porque habla de un trato con las víctimas en extremo sádico. Y, en muchos casos, uno sospecha que se mata para enviar mensajes, sin darle importancia a la vida que se extingue. En estos escenarios, la venganza se transforma en una forma de comunicarse entre rivales.

Esta índole de asesinatos es ancestral. Remite a lo más primitivo, a tratos tribales. Contienen la tragedia, la ferocidad máxima, la humillación de las primeras tribus. El Diccionario de símbolos de Juan Eduardo Cirlot dice que “la decapitación ritual está profundamente relacionada con el descubrimiento prehistórico de la cabeza como sede la de fuerza espiritual”.

Especulo con la aparición en Chile de un narrador de la especie de Rubem Fonseca, capaz de relatar la violencia y el miedo en ciudades brasileras. Pienso en un escritor capaz de investigar, de adoptar la voz de los malos y de contar lo que es censurado u omitido con suspenso y destreza literaria. Otro autor ejemplar en esta tesitura es James Ellroy. Los autores del momento no dan cuenta de estos problemas. Están explorando asuntos menos escabrosos. He visto en librerías un par de volúmenes periodísticos, pero al ojearlos me canso en la primera página por el estilo estridente, con datos mal expuestos, sin gracia. Confío en que pronto llegará ese prosista, quizás está en está ahora trabajando en sus ficciones.

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Anduve toda la tarde en metro. Quedé demolido por el ruido. Los tránsitos son más agotadores que las reuniones. Veo las caras de los pasajeros y están todos abatidos, ensimismados. Casi nadie lee. La música dejó de ser un asunto que se oye de forma privada. Muchos la ponen fuerte. Nadie pide que la bajen. Observo cómo se mueven las miradas de quienes se sienten molestos buscando complicidad. Pienso en metros de otras ciudades. Son todos más o menos parecidos en el hacinamiento en las horas punta. Salgo de la estación y siento el aire fresco. Cambian las vibraciones.

Al llegar a mi casa, tomo un café y como unas tostadas con palta. Saludo a mis hijos y reviso mi correo. Luego, me pongo a leer un ensayo sobre la vejez de Susan Sontag. Me sorprende lo involucrada que está, no mantiene su habitual distancia. Es un texto comprometido. Sus palabras provienen desde la experiencia. Las citas no abundan. Lo que plantea es una cuestión vital: lo duro que es envejecer, y la diferencia con que ellos y ellas asumen este destino. Asevera que el paso de los años es un auténtico calvario, que hiere. Señala que hay un canon doble relativo a la edad. “La sociedad es más permisiva con el envejecimiento de los hombres, al igual que es más tolerante con las infidelidades sexuales de sus maridos”. Se queja de que las mujeres se vuelven “sexualmente inelegibles” antes que los machos. Con absoluto pesar dice que el periodo de “orgullo, sencilla honradez y florecimiento natural es muy breve” para las jóvenes. La cultura las priva de disfrutar con plenitud pues viven angustiadas por la necesidad de conservarse atractivas.

Es un escrito de 1972, apasionado, quizá uno de sus artículos menos intelectuales. Se nota que el tema la remecía. Ajena a cualquier estoicismo, no recurre ni al psicoanálisis ni a la filosofía. Tampoco lo aborda desde la óptica gay. Se nota cierta crueldad hacia sí misma, vanidad y un narcisismo asumido.

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Es de noche. Pasadas las 1 a.m. Acabo de cortar el teléfono. Estoy refugiado en mi escritorio. Me llamó un amigo con el que suelo hablar en pleno insomnio. Me cuenta que vio el documental de Wim Wenders sobre el artista Anselm Kiefer. “No te lo pierdas, es operático. Filma el terreno donde tiene instaladas sus esculturas y talleres. Recorre diversas obras. Muchas de ellas son monumentales. Hechas con fuego, tierra, ramas, vestidos, metal fundido y, por cierto, con pintura. Casi no hay diálogos, lo que es un acierto. Sí expone las relaciones con la historia, la poesía de Paul Celan y la figura de Martin Heidegger. Muestra cómo la belleza nace de una actitud intuitiva y técnica”.

Al cortar siento alivio. Me invade el silencio. Fumo el último cigarro antes de partir a la cama. Escucho el cover que hizo Keith Richards de la canción I’m Waiting For The Man de Lou Reed. Trata de un tipo blanco en un barrio peligroso que espera a un dealer. La guitarra de Keith Richards se hace notar son su sonido clásico, cercano al blues. Su voz gastada no hace más que darle peso a versos de un realismo crudo: “él nunca llega temprano / siempre llega tarde / la primera cosa que debes aprender / es que siempre debes esperar”.

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