Columna de María José Naudon: El lenguaje no miente



Las palabras dicen mucho más de lo que estamos dispuestos a reconocer. Las elecciones lingüísticas, así como nuestra forma de expresarnos, son, por tanto, sumamente relevantes. Aunque intentemos controlarlas, las palabras pueden revelar inadvertidamente nuestros anhelos más profundos, nuestros miedos más arraigados, así como nuestras esperanzas, desilusiones, antipatías y simpatías sinceras. Ya Platón sostenía que la relación entre política y lenguaje resulta profundamente intrigante y argumentaba que cada sistema político suele tener una forma de expresión propia, un vocabulario distintivo que refleja sus dinámicas y valores fundamentales. Por ejemplo, en democracia; diálogo, negociación, acuerdo, pluralismo, tolerancia y debate abierto son expresiones cotidianas. Por el contrario, en una dictadura resuenan conceptos como traidor, enemigo del pueblo, líder supremo y lealtad al partido; todos conceptos que refuerzan el control del poder.

Por eso, resulta primordial estar atentos a las palabras: in lingua, veritas; esto es, el lenguaje no miente. Veamos como andamos por casa.

Comencemos observando la tendencia al alza de las aclaraciones en el discurso político; inclinación que deja la sensación de que cada palabra es un diamante en bruto esperando ser tallado con precisión una vez sopesado el impacto. Lejos del objetivo esperado; aclarar malos entendidos, corregir información errónea o brindar más contexto sobre un tema particular, termina siendo una táctica para eludir responsabilidades, minimizar daños o incluso cambiar el significado original de una declaración controversial. Como consecuencia, alimentan la controversia, minan la confianza y termina por hacer evidente aquello que se quiso matizar. Ejemplos concretos no faltan. ¿Alguien tiene alguna duda sobre a qué se refería Natalia Piergentili con los “monos peludos” o Gonzalo Winter cuando sostuvo que “pareciera que el gobierno no está luchando por la justicia social, sino solamente por los acuerdos” o, en la otra vereda, Daniela Peñaloza al calificar como “una deslealtad” la irrupción de Marcela Cubillos en la competencia por Las Condes, considerando que todas fueron “aclaradas”? Cuando la claridad es una especie en extinción, el discurso se vuelve un hábitat inhóspito para el debate de las ideas.

Un segundo fenómeno podría ser calificado como disonancia lingüística y abarcaría todos aquellos casos donde las palabras no se condicen con los hechos. Un caso paradigmático ha sido, esta semana, la arremetida de Marcela Cubillos. La ex convencional ha justificado su incursión en las elecciones municipales sobre la idea de alcanzar la unidad del sector. Contrario a esa vocación, ha desatado una batalla de dimes y diretes que ha llevado al presidente de la UDI a declarar que su candidatura daña la unidad de propósito de la oposición. La disonancia habla de otras agendas y otros objetivos.

Otro ejemplo emblemático han sido las declaraciones del Presidente Boric y sus ministros con motivo del segundo aniversario de su mandato, afirmando que el país se encuentra en una mejor situación que hace dos años. Curiosa evaluación que contrasta con la percepción ciudadana que en un 66% desaprueba la gestión del mandatario, que evalúa con un 3,6 el segundo año de gobierno y que en un 71% cree que el presidente no ha cumplido sus promesas. En este mismo orden de cosas, resulta inevitable considerar que aquello que el presidente ha descrito como “recibimos un país en una situación muy complicada y hoy se ha normalizado” se acerca bastante más a reparar el mal causado, que a avanzar en la ruta.

Si Samuel Johnson tiene razón al afirmar que el lenguaje es la ropa de los pensamientos; entonces la banalidad de nuestros discursos nos obliga a pensar que los pensamientos pasean hoy desnudos por nuestro país.

María José Naudon, decana de la Escuela de Gobierno de la UAI.

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