Columna de Javier Sajuria: La deuda



Tras cuatro años y dos procesos constituyentes fallidos, las élites chilenas siguen en deuda. Más allá de las piruetas argumentativas que den para apropiarse del resultado del plebiscito, al final queda la sensación de que quienes acaparan para sí mismos el control del poder político y económico, tienen muy poca capacidad de mirar a largo plazo y fuera de sus propios sesgos. El resultado del domingo no es una reivindicación del orden establecido por la clase política pre-2019, si no que un reconocimiento a que son incapaces de hacerse cargo de los problemas sociales que llevaron a estos cuatro años de turbulencia.

Tal como planteaba la destacada socióloga chilena, Florencia Torche, durante el fin de semana, los niveles de desigualdad en Chile son extremadamente altos y dañinos. Torche viene, por años, cuestionando la poca atención que se le había prestado a esta desigualdad, la misma que estuvo en el centro de las protestas y reivindicaciones del 2019. Ante la violencia y la movilización social, la política ofreció una salida institucional, pero sin comprometerse a cumplirla con éxito. Cuatro años después, nos encontramos en un momento más complejo ya que las desigualdades e injusticias del 2019 son aún peores, pero esta vez sin un liderazgo legítimo que logre enfrentarlas.

Una vez concluido el frenesí constitucional, al menos en lo que resta de este gobierno, vale la pena preguntarse si es que es cierto que no hemos logrado nada en cuatro años. Quienes promueven esta idea, particularmente desde sectores autodenominados moderados, parecieran pensar que estuvimos en una especie de anomia política, un estado de protesta sinsentido o, simplemente, una pérdida de tiempo. Así como en 2019, parecen incapaces de entender que el país ha sufrido cambios estructurales y que, a pesar de los anhelos autocomplacientes, el resultado de los 30 años post democracia están lejos de ser una alegría compartida.

El principal problema del doble fracaso constituyente no es el fracaso en sí mismo: los mejores aprendizajes ocurren cuando fracasamos en algo. Sin embargo, eso requiere que nuestras élites sean suficientemente humildes para escuchar el mensaje. Después de cuatro años, la ciudadanía está aún más agotada y decepcionada de quienes dirigen la política y la economía. La deuda que tenían con el país en 2019, compuesta de desigualdad y lejanía, no parece haber sido pagada. A la luz de todos estos problemas, sumado a un aumento explosivo de la delincuencia, nos encontramos con liderazgos que prefieren seguir mirando los procesos de elección en elección, de matinal en matinal. Pero a la hora de plantear reformas de largo plazo, de volver a intermediar entre la ciudadanía y el poder, de buscar soluciones complejas a problemas difíciles, prefieren pasar de largo.

Gran parte de los discursos que hemos escuchado desde los perdedores del plebiscito se enfocan en un retorno a la normalidad, a lo que vale preguntarse de qué normalidad hablan. Si es a la de un país injusto, en la que sus gobernantes prefieren pelear en vez de ceder, entonces el problema no es que estos cuatro años no hayan servido de nada, sino que precisamente hayan servido para aumentar la deuda entre quienes tienen el poder para pagarla y quienes llevan años reclamándola.

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