Columna de Héctor Soto: El loco, el genio y el error

Bradley Cooper como Leonard Bernstein en Maestro. Cr. Jason McDonald/Netflix © 2023.


Mejor no preguntar. En cierto modo, como bien apuntó Rodrigo González en su columna sobre la película, Maestro es la contracara de Nace una estrella, la anterior película de Bradley Cooper. Si esa era la historia de cómo un hombre “construye” una mujer, Maestro es la historia de una mujer que se inmola para que su pareja brille y pueda ser todo lo que estaba llamado a ser. El relato progresa siempre en esta dirección. Más que una figura compleja, como se dice ahora de cualquier persona que sea algo menos plana que una baldosa, Leonard Bernstein fue un personaje de luces y sombras. Divo, brillante, ególatra, seductor, protagónico, famoso, seguramente genial y casi monstruoso. El primer director norteamericano de orquestas que llegó a la primera línea mundial. El primero que se labró una imagen pública fuera del podio. El primero que calificó a la vez como genio, intelectual contestatario y socialité. El primero, en fin, que intentó tender puentes entre la alta y la baja cultura. ¿Hay que perdonarles a los genios la infidelidad, la bisexualidad, la deserción de las responsabilidades como esposo y padre o la poca condescendencia con los demás? La cinta no se pronuncia. A veces pareciera estar a favor suyo, a veces en contra. Para Bradley Cooper, coguionista, director y cabeza del reparto, Bernstein fue lo que fue. Se diría que él le tiene más respeto que cariño. La cinta, por lo demás, prefiere no hacer conjeturas respecto a si él hubiera podido llegar tan lejos sin su mujer. Tampoco respecto a qué hubiera pasado de haber asumido derechamente la homosexualidad. Sí, son muchas las especulaciones que se podrían hacer. Aun así, seguiría en pie el misterio de por qué Felicia Montealegre (buena actuación de Carey Mulligan), que estaba llamada a una carrera atendible como actriz, se casó con él y fue su abnegada esposa durante 27 largos años, hasta su muerte en 1978, víctima de un cáncer. No cabe duda de que lo quiso con incondicionalidad. Y también de que no pudo ser totalmente correspondida, porque en rigor no lo podía ser, como ella misma supo de partida.

Las lógicas de la disociación. Melancolía (Ramdom House, 2023), la novela que el nuevo Nobel Jon Fosse publicó en Noruega en 1995, tiene mucho de reto experimental. Se trata del largo monólogo interior de una mente que va colapsando irreversiblemente a medida que progresa el relato. Los hechos son escuetos y se inspiran en la vida de un paisajista noruego del siglo XIX que sufrió esquizofrenia y murió en la ruina. El protagonista está en la habitación de una pensión alemana y ama a la hija de la dueña. Cree incluso ser su novio. El tío de la chica lo conmina a dejar la pieza. El siente que sabe pintar, que sus compañeros de academia no y que todo el mundo es una amenaza. Va a un café y no puede zafar de sus ideas fijas: que ama a Helene, que lo van a echar de la pensión, que él sabe pintar y sus compañeros no, que ignora dónde irá a parar… Páginas y páginas. Cincuenta, cien… Siempre lo mismo, pero en círculos cada vez mas disociados. Terrible y, por supuesto, reiterativo, recurrente, pegado y agotador. Sí, tal podría ser la dinámica de un proceso de enajenación mental y puede estar muy lograda ¿Pero necesariamente de una mente en descomposición tiene que salir un libro también desquiciado? Vieja discusión. Fosse es un escritor que lleva la escritura a sus límites. A veces, como en Blancura (Random House, 2023), el libro tiene un solo párrafo, de 80 y tantas páginas, con los puntos y las comas donde corresponde. A veces, en el caso de Trilogía (Deconatus, 2018), son relatos con pocos puntos, protagonizados por amantes errantes, indigentes e intemporales, con personajes como la Muchacha, la Vieja o la Hermana Pequeña, cuya carga simbólica con frecuencia resulta abrumadora y evocan el teatro de Beckett. Nadie podría decir que Fosse no tiene un mundo; quizás lo tiene en demasía. Nadie, tampoco, dirá que no tiene arrojo literario. Está claro, sin embargo, que lo suyo más que la novela (o lo que hasta hace poco se entendía por novela) es la digresión y el flujo de conciencia, donde importan sobre todo el ritmo, la cadencia y la sugestión hipnótica, la búsqueda a veces desesperada, con frecuencia inconsciente y también a veces frontal de una trascendencia, de una espiritualidad, que sus personajes reclaman a gritos. No solo por estos rasgos hay quienes creen que, en su caso, a veces el poeta y el dramaturgo que hay en Fosse se comen al novelista.

Patetismo. La mayor estatua a Josef Stalin erigida en el mundo, arriba de 15 metros de altura, 22 de largo, la levantó Praga cuando el jerarca ya había muerto. Su construcción, en todo caso, había comenzado tres años antes. Las dimensiones del adefesio, la gestualidad del líder, la bravura de su ceño, la impronta del conjunto escultórico que lo iba a rodear, fueron materia de arduas discusiones y purgas. Fue el gran premio y también la gran maldición asociada al vasallaje totalitario. Costó una salvajada en términos de dinero, de ingeniería, de granito y de vidas humanas. El propio escultor que la concibió terminó suicidándose poco después de la inauguración. La estatua arruinó el paisaje de Praga por siete años. Fue desmantelada en 1962 y bombardeada con los debidos sentimientos vergüenza por haber correspondido -digamos- a un error. En uno de los capítulos de Gottland (Acantilado, 2011), el polaco Mariusz Szczygiel entrega una crónica irónica, divertida y también muy patética de lo que significó el despropósito.

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