Columna de Héctor Soto: Días de verano

José Donoso. Archivo Histórico / Cedoc Copesa.


En grande. A raíz del segundo tomo de sus diarios (Diarios centrales, A Season in Hell 1960-1980, edición de Cecilia García-Huidobro, UDP, 2023) se ha hablado bastante de las pequeñeces, envidias y miserias de José Donoso, de sus terrores, miedos e hipocondrías, de sus odiosidades, tacañerías y deslealtades, de las represiones y fugas de su sexualidad; también, de las venenosas relaciones de amor-odio que fue capaz de establecer incluso con su mujer y su propia hija. Se ha hablado menos, sin embargo, de su dedicación misional al oficio literario, de su sinceridad, de su arrojo para ir hasta el final sin atajos ni anestesias, de su coherencia moral, de su noción de la literatura como espacio donde el escritor ha de hacerse pedazos, de su veto a toda suerte de imposturas. Algún día debiera escarbarse también más en su sentido de la fatalidad, dado que siempre tuvo claro que no había nacido para ser feliz, y en su obstinación casi suicida de escribir sin otro norte que la propia literatura. En una época donde los escritores escriben para tener éxito o poder, lo cual puede ser una estupidez pero es venial, después de todo, o donde escriben para ensanchar los horizontes espirituales de la humanidad o conectar al hombre con la trascendencia, cosa ya más complicada, bueno, es admirable el testimonio -modesto y grandioso a la vez- de un escritor que escribía para dar riguroso, estricto y doloroso cumplimiento a la lógica de sus fantasmas e inspiración. Es verdad que el mundo de Donoso es distorsionado y asfixiante. Sus temas decadentistas, sus paranoias de clase y sus enfermizas inseguridades eróticas y afectivas podrán dejar fríos a muchos lectores. Pero hay en él un núcleo duro de verdades éticas y verbales que está entre lo más sólido y perdurable de la literatura chilena del siglo XX. Por mucho que la industria editorial de su tiempo no lo haya colocado entre los grandes del boom y por mucho que ahora mismo Donoso sea un autor poco leído. ¿Qué son estos pelos de la cola comparados con su estatura y rigor?

En baja. Es verdad que cuesta -y cuesta bastante- compatibilizar la mirada de la directora Sofia Coppola sobre Elvis Presley y la revolución que él gatilló en el rock a fines de los años 50. Lo que se ve en su película -Priscilla, crónica biográfica de quien fue la esposa de Presley por seis años y medio– es un personaje adicto a las pastillas, refugiado en las patotas, posiblemente impotente o tocado por una marcada apatía sexual. Esta percepción, claro, contrasta con un hecho que es indesmentible, porque efectivamente hay pocas figuras que hayan conectado al rock tan anticipadamente y con tanta efectividad como lo hizo Presley con el Eros y, derechamente, con los demonios de la pelvis. ¿A quien creerle, entonces? En su realización, la directora se basó en el libro de chismes y anécdotas que Priscilla Presley publicó el año 85 y pareciera ser que su único propósito es entregar la perspectiva de ella de lo que fue ese matrimonio. El problema es que esa historia hace poco sentido y no es muy interesante. Priscilla era apenas una niñita cuando conoció a Elvis en Berlín. Pasó después a ser el jarrón más caro y preciado del decorado de abierto mal gusto de Graceland. Enseguida se casó y se convirtió en una niña aseñorada que se aburría como ostra y a la cual su marido le negaba toda autonomía. La crisis matrimonial vino pronto, primero porque a Elvis la cónyuge le empezó a sobrar y, segundo, porque en ella había poca identidad o proyecto de desarrollo personal. Con dos personajes así vacíos, la pregunta del millón es qué diablos vio Sofia Coppola en ellos para justificar una película de una hora 50 minutos. ¿Reivindicación feminista, posibilidad de morbo, ajuste de cuentas desmitificador? Es lo que nunca sabremos. Si el Elvis de esta película es poca cosa (descontando el hecho de estar interpretado por un don nadie, en la peor decisión de casting en años), no digamos que este relato pruebe que su mujer fue mucho más. Así las cosas, el resultado es doblemente lamentable. Los dos merecían más. La cinta ya es el punto más bajo en la carrera de la Coppola.

En corto. 1) Efectivamente Los que se quedan, el nuevo largometraje de Alexander Payne, está lejos de ser perfecta. Pero quien se la salte se perderá una de las interpretaciones más gloriosas de la década: la de Paul Giamatti como el profesor de historia clásica que se queda a cargo de los chicos del colegio en las vacaciones de Navidad. ¡Grande Giamatti! 2) La sociedad de la nieve (Netflix) agrega muy poco a la tragedia del avión de los uruguayos y nada al recato de la expresión fílmica. ¿Qué necesidad había de hacerla? 3) Hojas de otoño es otra hermosa película de Akis Kaurismaki, muy parecida a todas las suyas: personajes marginales, vidas oscuras, gente lastimada pero buena, seres desdichados pero redimidos por el amor. Nadie más sincero y coherente que el cineasta finlandés. 4) Hay que ver de nuevo Desorden (1986), la primera película de Olivier Assayas, (en Mubi, versión restaurada) para recuperar el pulso de lo que es un talento joven con hambre de filmar y con verdades generacionales que compartir. ¡Formidable! 5) No siempre es fácil enganchar con la literatura del nuevo Nobel, Jon Fosse. Pero sin duda es un escritor respetable. Hay que sacarle molde a lo que dijo al recibir el premio: “Una cosa es segura: nunca he escrito para expresarme, como dicen, sino para alejarme de mí mismo”.

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