Columna de Gonzalo Cordero: Santiago 20/20

El general director de Carabineros, Ricardo Yáñez, en dependencias del OS9 en Ñuñoa.
Foto: Diego Martin / Agencia Uno.


En los primeros 20 días de enero se han cometido 20 homicidios en la Región Metropolitana. Entre ellos, está el asesinato de tres personas en situación de calle; es razonable presumir que es el tipo de crímenes que cometen los integrantes de bandas que buscan adquirir práctica en el macabro oficio del sicariato o que cumplen algún tipo de rito de iniciación. Así estamos.

Entre las principales causas del vertiginoso deterioro de la seguridad están las que podemos llamar propiamente políticas, una progresiva pérdida del sentido fundamental del imperio de la ley, de la legitimidad del ejercicio de la fuerza pública, de una mirada ideologizada y romántica de la inmigración, así como del discurso que trata al delincuente como víctima de la sociedad, respecto del cual la acción punitiva del Estado es vista como injusta revictimización. Un país que concede pensiones de gracia, como ejemplo del mérito, a los delincuentes y persigue a los policías como criminales, no puede esperar otro resultado.

Frenar la escalada delictual en la que estamos requerirá mucho más que policías fuertes y respaldados socialmente; pero sin eso, que es un mínimo básico, será sencillamente imposible. Carabineros, nuestra principal policía, atendida su cobertura territorial, el número de sus integrantes y la tradición de arraigado respeto que gozó en nuestra comunidad, ha sido debilitado en el último tiempo al punto que, hasta hace menos de dos años, el Presidente de la República sostenía que debía disolverse y refundarse, porque era una institución que estaba organizada sobre valores incompatibles con la democracia y violaba sistemáticamente los derechos humanos.

Su General Director será formalizado en unos meses más, pues los fiscales Armendáriz y Chong consideran que cometió delitos por omisión en el período de insurrección criminal que siguió a octubre de 2019. Hacerlo es decisión de ellos, pero que puedan hacerlo es decisión del sistema político, pues son los gobernantes y los parlamentarios quienes configuran las atribuciones y procedimientos a los que se deben ceñir las autoridades que ejercen potestades públicas en un estado de derecho.

Tengo reparos sobre la gestión del General Yáñez: involucrar a la institución con discursos identitarios, pintando vehículos policiales con los colores que identifican a grupos activistas políticos de la diversidad sexual no es una manera de ajustarse a los tiempos, ni menos de simbolizar el trato igualitario que se debe asegurar a las personas sin considerar su orientación sexual. Así también, algunos discursos innecesariamente teñidos de cierto tufillo oficialista han perjudicado, más que ayudado, para restaurar la respetabilidad profesional de la policía.

Pero las instituciones importan mucho más que los errores que puedan cometer sus integrantes. La delincuencia ganará inevitablemente si no hay un cambio político que parta por restaurar lo más básico de su jerarquía de valores: la sociedad apoya a sus policías y persigue a los delincuentes.

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