Columna de Daniel Matamala: Marcas bautismales



El 11 de septiembre de 1973, quienes habían acompañado al Presidente Allende en sus últimas horas en La Moneda se entregaron a los militares que bombardeaban el edificio símbolo de la moribunda democracia chilena.

Veinticuatro de ellos fueron torturados por dos días antes de ser ejecutados, y sus cuerpos, desaparecidos.

Los médicos Enrique Paris, Georges Klein y Héctor Pincheira, el sociólogo Claudio Jimeno, el ex gerente del Banco Central Jaime Barrios y el intendente de Palacio Enrique Huerta fueron algunos de los asesinados.

Ese mismo 11 de septiembre, en distintos puntos del país, desaparecieron, entre otros, el contador Guillermo Arenas y el dirigente sindical Iván Miranda. En las 24 horas siguientes fueron asesinados el instalador sanitario Benito Torres, el dirigente sindical Tito Kunze, el chofer de la embajada de la RDA Drago Gojanovic, la funcionaria de la Universidad Técnica Marta Vallejo y el reportero gráfico Hugo Araya.

El estudiante de 14 años de edad Luis Retamal fue ultimado por agentes del Estado dentro de su propia casa. Los exiliados uruguayos Alberto Fontela y Juan Cendán, el ingeniero brasileño Tulio Quintiniano, el suplementero Luis Marchant, y el relacionador público Ernesto Traubmann fueron secuestrados y desaparecidos.

Mientras los escombros de La Moneda aún humeaban, el músico Víctor Jara, el director de Prisiones Littré Quiroga y muchos otros fueron torturados y ejecutados. Sus muertes fueron disfrazadas con mentiras. De Quiroga, la dictadura dijo que “fue muerto por delincuentes habituales”. De Jara, que “murió por acciones de francotiradores”.

Podríamos seguir por páginas y páginas listando las historias del horror. Pero el punto está hecho: desde el primer minuto de su toma del poder, la dictadura estableció la muerte, la sangre y la crueldad como sus marcas bautismales.

El golpe fue un acto de brutalidad extrema. El Palacio de La Moneda y la residencia presidencial de Tomás Moro fueron bombardeados múltiples veces, en misiones de exterminio contra el Presidente Allende y su familia. “Se mantiene el ofrecimiento de sacarlo del país. Pero el avión se cae, viejo, cuando vaya volando”, dictaba Pinochet al general Carvajal, refiriéndose a Allende, el superior jerárquico a quien tan obsequiosamente había tratado hasta unas horas antes.

El horror se desató de inmediato.

Así lo reconoció días después del golpe Jaime Guzmán. En una carta a los líderes golpistas definió el bombardeo de La Moneda, las ejecuciones sumarias y otros actos de violencia como “la quema de las naves de Cortés”. Guzmán les advirtió que esos crímenes serían juzgados “relativamente pronto de acuerdo a criterios democráticos (… y) no serían fáciles de defender si la Junta solo representara un paréntesis histórico”.

A la luz de estos hechos, ¿puede separarse el golpe del 11 de septiembre de las violaciones a los Derechos Humanos, como si fueran hechos independientes?

Evidentemente no.

Por eso, las declaraciones de Patricio Fernández fueron un error. “Lo que podríamos intentar acordar es que sucesos posteriores a ese golpe son inaceptables en cualquier pacto civilizatorio”, señaló el entonces coordinador de la conmemoración de los 50 años, distinguiendo entre el hecho mismo del golpe y los “sucesos posteriores”.

Pero en un pacto civilizatorio, destruir la democracia a sangre y fuego es en sí inaceptable. No existe un golpe sin violación de derechos humanos, y menos uno tan brutal como el del 11 de septiembre.

Eso no borra, por cierto, la necesidad de un debate crítico sobre los hechos previos al golpe, incluyendo la responsabilidad en ellos de la izquierda, la UP y el propio Allende. Pero entender no es avalar. Explicar no es justificar. Dar contexto no es incluir al golpe dentro de ese “pacto civilizatorio” de quienes nos consideramos demócratas.

En estos días han resurgido discursos que buscan justificar el 11. Se cita una resolución de la Cámara de Diputados, siendo que la única manera legal de destituir al Presidente era mediante un juicio político que no se realizó. Se recuerdan las palabras de Frei y otros líderes de la DC, como si el error histórico de quienes confiaban en una pronta restauración democrática fuera aún argumento medio siglo después.

Se repite que el golpe tuvo apoyo popular. Ello es imposible de verificar: fue una masacre, no un plebiscito. Pero aun si hubiera sido así, ello no quita que, 50 años después, el Estado de Chile deba tener una postura inequívoca al respecto.

La esclavitud en los estados confederados y el ascenso de Hitler fueron populares en su momento, y no por ello hoy Estados Unidos y Alemania relativizan su horror. Las causas de la esclavitud y el nazismo se explican, por cierto, pero partiendo desde una inequívoca condena ética.

Los diarios de estos días vienen repletos de columnas, entrevistas y editoriales acusando “cancelación” y censura por las críticas a Fernández. Las quejas de los supuestamente “silenciados” se despliegan en portadas y a página completa, contradiciendo desde su propia presentación su contenido.

El derecho a opinar es sagrado, como también lo es el derecho de otras personas a discrepar públicamente de esas opiniones. Y los cargos en el Estado están unidos a la responsabilidad: cuando se opina desde un puesto político de relevancia, esas declaraciones pueden tener consecuencias.

El Estado chileno no puede ser neutral sobre el golpe. La destrucción de la democracia es inaceptable, tanto hace medio siglo como hoy. Ese consenso es la única manera de construir un futuro compartido, en democracia y en paz.

Y es el respeto que merecen las memorias de Jara y Quiroga, de Paris y Jimeno, y de tantos otros para quienes el horror con que nacía la dictadura llegó de inmediato, sin tiempo para disquisiciones falaces entre el golpe y los hechos “posteriores”.

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