Columna de Ascanio Cavallo: La nariz de Hezbolá

Hezbollah members parade during a rally marking al-Quds Day, (Jerusalem Day) in Beirut's southern suburbs, Lebanon April 5, 2024. REUTERS/Mohamed Azakir


Hace dos semanas, el mundo pasó unas horas en ascuas esperando que el centenar de drones y misiles disparados desde Irán llegaran a Israel después de atravesar el espacio aéreo de gran parte del Medio Oriente. Si los daños eran muy grandes y muchas las muertes, la respuesta de Israel podría ser terrible, quizás nuclear, porque ese país ha declarado que Irán es “una amenaza existencial”.

No exagera. Desde su asalto al poder en 1979, los ayatolás iraníes han declarado abiertamente su propósito de destruir al Estado de Israel y el más energético de sus presidentes, Mahmud Ahmadineyad, desplegó una intensa actividad mundial para procurar aliados que expresamente desearan el mismo fin. Durante ya muchos años, Irán ha financiado, abastecido y dirigido a los grupos islamistas que proclaman el mismo propósito. Hamás en la Franja de Gaza, Hezbolá en el sur del Líbano, y los hutíes en Yemen son los más recientes. Ahmadineyad transportó a Irán hasta Venezuela, aunque las aventuras de Irán en Sudamérica tenían un escabroso antecedente: el atentado contra la AMIA en Buenos Aires, cuyos autores iraníes fueron encubiertos por los gobiernos de Menem y los Kirchner.

En esta ocasión, el primer golpe lo dio Israel, con un ataque que, bajo todas las normas internacionales, fue ilegal: la destrucción por aire del consulado de Irán en Siria, donde murieron al menos dos altos mandos iraníes, incluyendo uno de los más temidos jefes de la Guardia Revolucionaria, Mohammed Reza Zahedi. La Guardia Revolucionaria no es el ejército regular iraní, sino un paraejército, mejor dotado y entrenado, que sirve también a la vigilancia interna de todo asomo de disidencia.

¿Qué hacían en Siria esos hombres? No se sabe, pero la exactitud de la información israelí debió sacudir al régimen de Teherán. No podía quedarse de brazos cruzados. El primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, les tendió a los ayatolás una trampa parecida a la que Hamás le tendió a él con los sangrientos ataques de Hamás afuera de Gaza. Los cepos políticos en Medio Oriente han adquirido la forma del crimen.

La incursión militar de Irán fue, al fin, escasamente dañina. Tomará tiempo saber si fue un cálculo para evitar el escalamiento del conflicto o si se trató de simple incompetencia tecnológica. Israel volvió a responder con un ataque menor, pero, según la escasa información independiente, más refinado y preciso.

El resultado neto es que la dirigencia iraní debió salir de su escondite y mostrarle al mundo que es la verdadera fuerza ideológica detrás del asedio a Israel. Mientras sus drones volaban sobre cielos iraquíes, sirios y jordanos, cientos de milicianos de Hezbolá lanzaban sus cohetes sobre el norte de Israel y los piratas hutíes asaltaban buques mercantes en el golfo de Adén.

Irán es una teocracia, esto es, un régimen que aspira, por lo bajo, a que todo el planeta adore a su dios, el que, como proclaman sus oraciones, siempre es “el más grande”. Los límites de este mundo no le pertenecen, como tampoco sus ficciones jurídicas: los derechos humanos, las libertades individuales ni los derechos de mujeres u homosexuales, que no ocupan lugares igualitarios en su escala teológica. La teocracia siempre es vertical y no se puede dar el lujo blasfemo de la tolerancia. Con la eternidad no se juega. Por lo tanto, todo Occidente es su enemigo -aunque sienta el deber de empezar por Israel-, como lo son también India y, a la larga, el resto de Oriente.

Los ataques de Hamás, en octubre pasado, suspendieron los acuerdos que Israel estaba a punto de alcanzar con Arabia Saudita y los Emiratos Árabes, un objetivo prioritario de Irán (no de los palestinos), que consideraba estas acciones como parte de un cerco estratégico. Pero sacar la cabeza fuera del agua no es una situación cómoda para los jerarcas de Teherán. Necesitan volver a cambiar el eje, hacer algo para recuperar su posición, en la región o fuera de ella. Algo violento, desde luego.

Aquí es donde aparece Sudamérica. Ahmadineyad hizo lo suyo con Venezuela y ha estado ayudando a Maduro. Su sucesor, Ebrahim Raisi, ha extendido su alcance hasta Bolivia, con cuyo gobierno ha firmado un acuerdo de seguridad, apuntado, según dice, a fortalecer las capacidades de lucha contra el crimen organizado. ¿Irán, especialista en mafias?

Al fin, Hezbolá se ha asomado al Cono Sur, cuando menos en la imaginación política. Las evidencias conocidas (sobre todo, las que ha entregado Argentina a Chile) son aún poco sustanciosas, pero no hay que olvidar las experiencias de la Segunda Guerra Mundial, cuando hasta el más mínimo indicio se convirtió en una acusación o un castigo.

Desde entonces, la diplomacia chilena delineó sabiamente una política de extrema cautela alrededor del conflicto del Medio Oriente, que en algún caso le permitió contribuir a la paz. Tenía también en cuenta las razones domésticas -las comunidades palestina y judía-, pero lo principal era la conciencia de que en esos territorios estaban en juego asuntos mayores que los aparentes. La actual administración cambió esa línea histórica, con una mezcla -es difícil calibrarla- de precipitación y escaso conocimiento del mundo, acompañada de una campante certidumbre de estar del lado del bien. Perdió, en ese paso, las valiosas capacidades de colaborar y adquirió, en cambio, las pobres virtudes de la infatuación.

Nada de esto quiere decir que el gobierno vaya a amparar el ingreso de grupos islamistas para operar en territorio chileno. Rara vez las cosas funcionan de ese modo. Pero los reiterados desaires hacia Israel -desde mucho antes de los sucesos de Gaza- forman el ambiente adecuado para que un régimen voraz se sienta en ambientes más acogedores que los que jamás tuvo antes.

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