Un código de dos siglos

Este mes, el Instituto Nacional cumple 200 años. Recorrimos sus pasillos, entramos a sus clases y hablamos con ex alumnos destacados. ¿Qué marca a quienes año a año se gradúan del colegio más prestigioso de Chile? ¿Cuáles son las reglas que jamás se rompen? ¿Por qué estaría en crisis esta institución? Aquí algunas respuestas.




Con los ojos cerrados, suena como si un batallón marchara por el centro, haciendo sonar sus zapatos contra el empedrado de Arturo Prat con un ritmo tan marcial, que cuesta creer que son las 7.30 de la mañana y que el ruido viene de las plantas de los pies de niños que, uno pensaría, no debieran adherir a ese eco de uniformidad que acompaña las amanecidas del Instituto Nacional, sin que nadie se los ordene.

Pero, dice Omar Herrera, con su pito y buzo de profesor de educación física, es ahí donde está la diferencia.

-Estos cabros son disciplinados. ¿Quieres ver?

En una cancha de básquetbol, dentro de un gimnasio frío con los muros sucios, un grupo de muchachos trota en círculos, arropados sólo con poleras del colegio, pantalones demasiado blancos y su adolescencia.

Así que Herrera quiere probarlos.

-¡Galope lateral con braceo hacia afuera!

Entonces, después de escuchar esa voz, el curso que daba vueltas por el parquet hace exactamente lo que le pidieron: trotar cambiando el eje de su cuerpo, dibujando círculos en el aire con sus brazos.

-En un colegio periférico -sonríe Herrera- te demoras media hora en lograr esto.

El Instituto Nacional, con los 200 años que cumple este agosto, los 18 presidentes que por ahí pasaron, la selección competitiva de alumnos por lograr uno de los 700 cupos que se abren para séptimo básico y su misión, como dijo Camilo Henríquez en su inauguración, de "dar a la patria ciudadanos que la defiendan, la dirijan, la hagan florecer y le den honor", ha seguido capturando la imaginación de este país por un motivo que, entonces, el fray omitió.

Y ese es la promesa de movilidad social y un lugar en la universidad.

Un estudio del economista Sergio Urzúa, del CEP, quien además es ex alumno de la generación 94, mostró que el 61,17% de los institutanos que dieron la PAA en 2000 quedaron aceptados en universidades tradicionales. La misma cifra en colegios privados fue de 38,72%, de 21,5% en particulares subvencionados y 14,82% en el resto de los liceos municipales. Además, los institutanos ganaban unos $ 240.687 mensuales adicionales comparado a jóvenes con padres de similar educación.

Por eso es que cuando la madre de Sergio Bitar (ex ministro de Educación y de OO.PP y clase del 57) supo que su hijo había quedado, ella sintió "que era el éxito de su vida: yo había entrado a un colegio público de calidad. Porque la mía no era una familia que pudiera pagar mucho en educación", cuenta él.

A veces, como en el caso de Segismundo Schulin-Zeuthen (clase del 62), presidente del directorio de BancoEstado, esa alegría venía acompañada del desprendimiento que significó para un niño de 12 años trasladarse de su escuela y la casa de sus padres en Coyhaique a una pensión en Alameda con Brasil, y a un colegio estricto donde las autoridades, como hoy recuerda, llamaban a los padres para pedirles que sacaran a sus hijos si no veían en ellos el potencial necesario para ser todo lo que ahí dentro debían ser.

El bicentenario del colegio más prestigioso de Chile está marcado por generaciones de elites intelectuales formadas bajo la presión y las expectativas de padres a niños sin edad suficiente para afeitarse, que tuvieron que aprender a masticarla porque, a veces, no había otro destino posible, como pasó con Ricardo Lagos (clase 54) y Osvaldo Puccio (clase 69). En la casa del ex presidente no había espacio para discutir. Hoy lo recuerda diciendo: "Simplemente se dio por hecho de que tenía que entrar al Instituto". Para el ex ministro de la Segegob no fue tan distinto: "En mi familia la única opción posible, o mejor dicho aceptable, era la educación pública, laica, socialmente plural y de calidad".

Sólo que, entre medio, algo cambió. Los números muestran que hoy hay menos padres dispuestos a entregarle sus hijos al Instituto. Si en 2003 postularon 3.800 muchachos, al último proceso sólo llegaron 1.929. La explicación estaría en los paros de 2006 y 2011, y en el mes de clases que se perdió este año y que terminó con la salida del rector Jorge Toro, a pedido de los estudiantes, por acusaciones de mala gestión. El saldo de todo esto han sido cursos repitentes, centros de padres divididos y la duda de que para la celebración de su bicentenario algunas personas se preguntan si el Instituto Nacional podrá fabricarle otro Presidente a Chile.

Juan Carlos Costa le habla a su tercero medio, agitando el dedo, mientras el curso mira el pizarrón blanco con ejercicios de álgebra. Afuera, los que ya salieron a recreo hacen que Daddy Yankee grite por los parlantes Mírame, mírame. Cuando haya terminado, Costa dirá que ha hecho clases en Cerro Navia y La Pincoya. Y que, sin importar donde esté, los cabros son los mismos. Lo que cambia es el interés que tienen los de aquí en aprender.

Afuera, el patio no es tan distinto a los patios del resto de los colegios de Chile: incluso en el Instituto Nacional, los recreos son un caos pueril de pichangas simultáneas, donde hay que evitar el pelotazo en la cara y lo que importa es patear al arco, más que pasársela al compañero. Aunque también hay algo carcelario e intimidante: la cancha como un escenario rodeado de balcones y ventanas por donde todos, los cuatro mil alumnos que estudian entre mañana y tarde, observan y gritan, como resumiendo en un murmullo tribal el sonido que uno esperaría de un colegio donde los profesores más antiguos se enorgullecen de formar hombres.

Ignacio Ríos, hoy en un cuarto medio biólogo, de esos a los que despectivamente los otros llaman de "las matronas", recuerda ese sonido.

Tenía 12 años, era 2006, y venía de Maipú a dar la prueba de admisión para entrar a séptimo el año siguiente. Los inspectores lo hicieron entrar por Arturo Prat, después de que cruzara tres comunas y tardara 75 minutos en llegar a dar esa prueba que significaba tanto allá en su casa, donde su madre era profesora y su padre carpintero. La fila de niños terminó en el patio de honor, lleno de otros postulantes. De niños igual que él y con la misma presión que, incluso, los vecinos preguntarían al regreso: "¿Cómo te fue?".

Ignacio dice que ahí empezó a entender que esto era una competencia.

Entonces vino ese sonido. Los gritos de los más grandes apoyados en las barandas del segundo y tercer piso y la imagen de sus escupos cayendo desde el cielo para ver si alguno de los postulantes se amilanaba.

"Había que ser choro", dice Ignacio. Choro porque durante el primer recreo tuvo que agarrarse a cornetes con un tipo de cuarto medio que quiso robarle la pelota del curso. Choro porque, a pesar de los cinco años de diferencia, por una suerte de código interno, no podía pedir ayuda a los inspectores. Y choro porque después de sobrevivir a eso, a las pruebas de honor y hombría, tuvo que levantarse de nuevo cuando Rafael Terreros, en Lenguaje, le devolvió una prueba marcada con un 1,5, el primer rojo que llevó de vuelta a sus padres.

Laurence Golborne (clase 78, ex ministro y ex candidato presidencial de la UDI ) dice que "de lo que más me acuerdo, a los 10 años, es venirme de Maipú en una micro. Tomaba la Maipú 1 o 3, que pasaban cerca de mi casa, y se iba por Pajaritos. Entrábamos a las 8.00 y yo tenía que salir de mi casa entre 6.30 y 6.45. La micro me dejaba en el paradero de la calle Dieciocho con Alameda. Desde ahí tenía que caminar".

En el trayecto por esas calles, Golborne vio lo mismo que Ricardo Solari (clase 72). El ex ministro del Trabajo dice que "estudiar en el centro, donde se concentra la convulsión de la sociedad chilena, marca mucho a los institutanos. Por una cuestión geográfica, miras cosas por primera vez, como las marchas. Yo pasaba todos los días frente a la toma de la UC con el cartel que decía 'El Mercurio miente', y veía los paros nacionales. Tenías un lugar importante como ciudadano".

Antes de que el centro de Santiago envejeciera y los arquitectos lo jubilaran para llevar el futuro de la ciudad hacia el oriente, la ubicación del Instituto Nacional obligaba a sus alumnos a moverse en la misma geografía y circuitos que sus padres. Entonces pasaban de caminar un par de cuadras hasta sus primarias a ser pasajeros arriba de trolleys o sentados atrás en una micro, estudiando antes de una prueba, al tiempo que el centro aparecía en sus ventanas por primera vez y, a veces, en épocas en que los lunes era posible encontrar a borrachos y putas, aún digiriendo la joda del fin de semana.

Ese despojo del mundo de la niñez y la entrada como protagonistas al barrio cívico, dice el escritor Antonio Skármeta (clase 57), "te hacía sentir la presencia de la historia. Junto al Instituto estaban la Casa Central de la Universidad de Chile, La Moneda, la Plaza de Armas, la catedral. También los ministerios. Tú sentías que eras parte de un eslabón republicano y democrático. La ubicación en el centro era decisiva, porque era un lugar donde convergían márgenes y periferias".

Darío Calderón (abogado, clase 63) dice: "Yo venía de Independencia, de la Plaza Chacabuco. Dos o tres venían de Las Condes. El resto, todos de abajo. Si partimos de cero y adentro éramos todos iguales nomás".

Esa sensación la corrobora otro estudio de Urzúa, que indaga y sigue a quienes postularon el 2000 al Instituto. Ese año, las comunas que más postulantes ofrecieron fueron Maipú, La Florida, Santiago, Puente Alto y Pudahuel. Cuando el criterio pasa a ser comunas con más estudiantes seleccionados, la única que cambia es Ñuñoa por Pudahuel.

Cuando Lagos era estudiante, existía la formalidad de extender una invitación a pelear al cerro Santa Lucía. En los tiempos de Golborne, los institutanos se las arreglaban en un pasaje: "Uno que estaba en San Diego con la calle Zenteno, por detrás de donde estaba el Ministerio de Defensa".

La sobrevivencia a veces llevaba a, como le tocó a Sergio Bitar, escupir en su plato con dulce de membrillo para evitar que alguien más se lo quitara, en un colegio que antes de la remodelación de 1962 era tan helado, que los alumnos llegaban con sabañones.

Julio Jaraquemada (clase 70 y presidente del Banco Internacional) lo sintetiza así: "El colegio tenía esa estrictez y crudeza que te enseñaban que la vida no era fácil. Pero eso generaba ciudadanos con cierta fortaleza".

Después de decirlo, Jaraquemada agrega algo que pareciera ponerle número a esa angustia adolescente que hoy, con la perspectiva del tiempo, resulta difícil de cuantificar. "Claro, sacarse un 5 en el colegio era una cosa potente".

Pero el cambio no iba en eso, o en las cachetadas, que Darío Calderón recuerda que sus profesores les daban "con cariño" como acto de disciplina. El cambio pasaba, también, porque entrando al Instituto, como recuerda el escritor Alejandro Zambra (clase 93), el alumno perdía su nombre y se le asignaba un número de lista que él, que era el 45, el último de su clase, jamás olvidaría. Porque, como escribe en un cuento que aún no publica, en esas clases eran los profesores los que tenían derecho a nombre. No los alumnos.

En ese mundo lejos de casa, Zambra vio a un profesor de matemáticas gritarle, el primer día de clases, a un compañero de apellido Veragua que "era punga por venir al colegio con calcetines blancos". Veragua estaba de pie, recibiendo el reto mirando el suelo. Y después Veragua no volvió, porque a veces eso es lo que los profesores antiguos sugerían.

-Nos preguntaban: "¿Dónde vive usted?". Y si uno respondía, no sé, en Puente Alto, el profesor decía: "¿Y por qué no estudia en Puente Alto? ¿Por qué no se ahorra el viaje tan largo? Si usted va a fracasar"- recuerda Zambra.

Con eso el colegio les enseñaba a aguantar, pero no todos podían.

Zambra tenía un compañero de apellido Parra, un repitente de tercero medio, que pasaba las mañanas sentado en su banco de la primera fila, dibujando. En sus cuadernos, Parra ilustraba las hojas con imágenes realistas sobre injusticia y pobreza, cubriendo su rostro con su chasquilla. A veces los profesores se le acercaban preguntándole por qué no prestaba atención. Zambra lo oía decir: "Disculpe, señor, me gusta más el dibujo".

Parra, dice Zambra, terminaría matándose ese año en Puente Alto, y se convertiría en una suerte de advertencia para él y sus compañeros. Una parte de su cuento inédito, basado en recuerdos de esa época, dice así: "Recuerdas el frío aquella mañana en el cementerio. Un muerto, un pupitre vacío. Después lloraron en el bus del colegio, que llamaban el Caleuche, de vuelta. Y la frase que Pato Parra escribió, en un muro de su pieza, antes de matarse: 'Mi último grito al mundo: mierda'".

En la pizarra hay un símbolo anarquista rayado con plumón permanente. A un costado, Ximena Aranda, profesora de Historia, escribe "lucha de clases y dictadura del proletariado".

-¿Y este Estado socialista sirve para cumplir con qué objetivo?

La voz de Ximena se pierde en su clase de 45 alumnos, sentados detrás de pupitres cafés, marcados con liquid paper y ubicados frente a una pared que se descascara. Entonces, una voz baja dice: "Tendría que eliminar la propiedad privada", y ella asiente.

-Si eliminamos la propiedad privada, terminamos con las divisiones sociales -dice, explicando la lógica de la teoría marxista.

Ellos asienten.

Antes de pedirles a sus alumnos que anoten que el liberalismo busca libertad y el socialismo, igualdad, Ximena les hace una pregunta.

-Supongamos que estamos en la Alemania Federal. ¿Quiénes podrían vivir en un departamento grande, de piso entero, como los que hay en el sector oriente?

La respuesta es unánime: "Los que puedan pagarlo".

-Supongamos, ahora, que estamos en la Alemania Oriental. ¿Podría esa misma persona comprar ese departamento lujoso?

El curso le contesta que no. Que en un sistema así, sería el Estado quien determinaría quiénes podrían vivir en ese departamento.

Después, casi el final, un alumno susurra: "Eso es equidad".

Hay algo de rebeldía en ser institutano, que traspasa generaciones. Ricardo Lagos y Sergio Bitar recuerdan haber salido a las calles el 49 para protestar contra el alza de 20 centavos en el pasaje del transporte público. Darío Calderón aún guarda el discurso de graduación que hizo a nombre de su generación Jorge Rákela, donde escribió: "La rebeldía y la inquietud para mejorarnos que llevábamos dentro de nosotros mismos tienen mérito y recompensa. No morirán nunca. Nos rebelaremos aun en nuestra vejez".

Y para Osvaldo Puccio, parte de esa rebeldía la encuentra en el Museo de la Memoria, donde dice que al ver "las fotos de los asesinados por la dictadura, es singularmente doloroso, porque reconozco a muchos amigos del Nacional".

Sergio Urzúa piensa que el Instituto "siempre ha generado pensamiento crítico. En todas sus generaciones, es parte de su misión. Tiene que ser siempre una olla a presión, pero con el fuego justo para que no suene el pito". El problema, dice Urzúa, es que ahora podríamos estar cerca de que eso suceda.

Aunque quizás el pito siempre estuvo cerca de sonar.

Quizás, como dice el estudiante Ignacio Ríos, mirando el portón simbólico que une al colegio con la Universidad de Chile, donde espera estudiar Medicina, lo que sucede es que como mecanismo para defenderse de las humillaciones que sufrían en séptimo y octavo, los institutanos siempre terminaban descubriendo que su salvación estaba en saber más que el profesor. Que sobrevivir a ese colegio iba en la capacidad de adelantar los contenidos, para ponerse en una situación de ventaja. Un lugar, dice Ignacio, "donde tú puedas sacarle en cara al profesor si es que no vino preparado o si no puede resolver tus dudas. Porque sabiendo más que ellos, puedes ponerte en una situación donde tú y él estén al mismo nivel".

Sólo que antes, los profesores antiguos manejaban mejor esa venganza transformada en voracidad intelectual, piensa Antonio Flefil, orientador del colegio.

-Hasta los 90, la presencia del profesor marcaba al alumno. Por su conocimiento, por despertar vocaciones. Pero a partir de los años 2000 se fueron muchos profesores. Algunos jubilaron, otros murieron y un par se cambió. Entonces han llegado muchos profesores jovencitos y hay que hacerles inducción. Porque hay mucho profesor que se pone a la misma altura hasta en el lenguaje con los muchachos. Eso tiende a igualarme contigo. A no poner límites.

Y eso, por ejemplo, derivó en que durante la última toma desapareciera el óleo de Salvador Allende, dañaran el de Ricardo Lagos y pintaran encima el de Pedro Aguirre Cerda. Hoy, esa colección de pinturas de ex presidentes, que antes era exhibida con orgullo en un salón fuera de rectoría, es guardada en una bodega de vicerrectoría.

Aquí hay fantasmas. Hombres de bigote que caminan por la cancha sujetando maletines, que luego desaparecen, y ánimas que mueven algunos de los más de 20 mil volúmenes del archivo histórico del colegio donde hay, por ejemplo, dos ejemplares incunables del siglo XV.

-Te digo que es cierto, si yo no estoy loca.

Sandra Maureira trabaja como asistente de la bibliotecóloga y dice que al principio se asustaba, porque estaba de noche, ordenando las cajas, moviendo las repisas, cuando los libros se caían y las puertas se abrían.

Sandra cuenta todo esto en un espacio donde hay libros más antiguos que el mismo Instituto. Están mojados, porque el cielo falso no aguantó las lluvias de junio.

Esa sensación de precariedad de un colegio que envejece en un barrio jubilado sin gloria, donde los ex alumnos ya no hacen que sus hijos postulen y donde hoy pueden verse clases de música sin instrumentos, clases de deporte sin balones y, como agrega Ignacio, dos microscopios para 700 muchachos, pareciera olvidarse porque ahí, a pesar de las carencias, algo sucede.

En su investigación, Urzúa tomó dos grupos de alumnos que postularon en 2000: los que quedaron por poco y los que fueron rechazados por poco. La idea era ver cuánto aportaba quedar ahí. La conclusión, dice el investigador, fue que "cuando miras los resultados de los rechazados marginales, o sea los que justo quedaron debajo del puntaje de corte, se observan diferencias significativas en puntaje PSU, universidad a la que ingresan y salario. Entonces, el Nacional no es pura selección, como se suele decir, que tiene buenos resultados pues toma sólo a los mejores. El Instituto entrega algo a los que estudian ahí, que no lo recibes si tienes que optar por un liceo cualquiera".

El asunto, entonces, no serían los fantasmas del pasado ni las carencias del presente ni el barrio que perdió su futuro.

El asunto, como diría Antonio Flefil, es el ruido. Los gritos de los institutanos y la voz, ahora sin límites ni autocrítica, que en esta sociedad se han creado. Porque a pesar de las crisis y las tomas y la presión que maduraron sentados sobre las micros, lo que a Ignacio le queda es el recuerdo de la última vez que volvió a su colegio Halley, en Maipú, a hablar con sus ex compañeros. De cómo después de todo lo que conversaron, lo único que pudieron preguntarle fue eso: "¿Cómo sabís tanto?".

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