El mundo propio de Juana Subercaseaux

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En medio del campo en Curacaví, vive sola una mujer de 91 años y verdaderamente global. Allí transita entre sus recuerdos: aciagos, como los de la Segunda Guerra Mundial que le tocó en Londres; o felices, como cuando participó en crear el Instituto de Música de la UC o los días en que se codeaba con artistas como T.S. Eliot o Kokoschka.




La primera imagen es ésta. Frente a la iglesia de Curacaví, cuando la temperatura alcanza los nueva grados y la neblina recién se ha levantado, aparece un Kia Morning gris a velocidad lenta. Dentro, Juana Subercaseaux. Las manos firmes sobre el volante. El cuerpo de 91 años bien acomodado en el asiento de chofer.

-Buenos días, sígame, por favor- pide con voz suave, levemente ronca.

Entonces se pone de nuevo en marcha, sale de la zona urbana y se mete por un camino rural de tierra hasta llegar a su casa, justo al fin de la ruta.

Son las 11 de la mañana y Curacaví aún está escarchado.

Nada en la vida de Juana Subercaseaux hacía presagiar que iba a gastar sus días en un lugar como éste.

En francés

León Subercaseaux era diplomático. Por eso, luego de casarse con Paz Larraín, empezaron a moverse por el mundo. A ello arrastraron a los tres hijos que fueron llegando muy seguidos, uno detrás de otro: Paz, Pedro y Juana. Vivieron en Bolivia, dos veces en Italia, 14 años en Inglaterra, luego en Sudáfrica.

Era una familia sofisticada. Hablaban francés entre ellos -ambos padres habían nacido en París, a una cuadra de distancia aunque con 10 años de diferencia-; eran visitados por artistas de la escena europea de mediados del siglo pasado; los hijos tenían institutrices y clases particulares de arte; todos tocaban con gracia el piano Steinway que León le regaló a su mujer para un aniversario de matrimonio.

Ese mismo piano, brillante, de color café oscuro, está hoy en la mitad del living de la casa de Juana Subercaseaux en Curacaví. Aunque estamos en medio del campo, rodeados de paltos, naranjos y almendros, con tres perros que buscan el sol esquivo de esta mañana de junio, no parece un objeto fuera de lugar. Porque aquí dentro, la dueña de casa vive un mundo aparte. Con estantes llenos de libros, muchísimos, en los cuatro idiomas que ella habla: español, inglés, francés, italiano. Con fotos en blanco y negro de amigos del alma de la familia, como Claudio Arrau. Con discos de música clásica. Con viejas partituras de Mozart, Bach y Handel. Con delicados instrumentos medievales de madera -dos violas góticas- guardados en sus estuches.

El cuerpo de Paz Subercaseaux está hoy en Curacaví. Su mente y su corazón siguen anclados en Europa.

La decisión

Dice Juana Subercaseaux:

-A los tres años me vino una enfermedad rara. Vivíamos en La Paz, Bolivia, donde mi padre era el tercer secretario de la embajada. Mi primer recuerdo en la vida es ése: yo, agonizando, con un sacerdote al lado, una monja, mis padres. Todos rezaban, yo me estaba muriendo. Pero me mejoré. Nunca se supo qué tuve. Mi madre me trajo de regreso a Santiago, para que me recuperara en la casa de mis abuelos en la chacra Subercaseaux, en San Miguel. Allí me dejaron. Cuando mi familia volvió, al poco tiempo partimos a Roma, donde mis padres y mis hermanos habían vivido antes de que yo naciera.

Juana Subercaseaux nació en Purén, en plena zona mapuche. Su familia se había trasladado hasta allá, convencida por una hermana del padre, Blanca, mamá del DC Gabriel Valdés. Juana nació allí, en un lugar tan extravagante para su biografía, un 14 de febrero de 1926. Aunque como en esa época la inscripción de los niños no era un asunto urgente, su nacimiento quedó registrado el 14 de octubre de 1927.

A la capital italiana, Juana llegó a los cinco años. Recuerda que como en el colegio hablaba italiano y en la casa sólo francés, se le olvidó el español. Además, tenían una institutriz irlandesa -gobernanta, la llama ella- que les enseñaba inglés.

De regreso en Chile, en 1938, su padre fue nombrado jefe de protocolo del presidente Pedro Aguirre Cerda. Y casi dos años después vino la decisión que marcaría un antes y un después en la vida de la familia. Ocurrió en Zapallar, donde Paz Larraín veraneaba con sus tres hijos. Hasta allá llegó el padre y se produjo este diálogo con su mujer:

-Estoy complicado, no sé qué hacer… Me destinaron a Londres -dijo él.

-Qué maravilla -dijo ella.

-Tenemos tres niños, hay que pensarlo. La situación está complicada allá.

-Sólo hay que pensar en la buena educación que tendrán en Inglaterra. Nos vamos.

La decisión estaba tomada. Era un riesgo. Ese año, 1940, en Europa ya había estallado la Segunda Guerra Mundial.

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Violines

Juana Subercaseaux es delgadísima. Camina apoyada en un bastón, pero se mueve con agilidad. A cada rato se levanta del sillón y va hacia los ventanales que dan al corredor de esta casa diseñada por el Premio Nacional de Arquitectura Teodoro Fernández, y decorada por el escenógrafo Ramón López. Abre y deja salir a sus tres perros. Al poco tiempo los hace entrar. De sus tres mascotas, la preferida es Mara, una perra sin raza que encontró hace 12 años a la salida del túnel Lo Prado.

-Somos igual de viejas las dos. Ambas tenemos artrosis -dice.

A ella la artrosis le ha dado duro en las manos. Las siente rígidas, le cuestan los movimientos finos. Le duelen los dedos. Le impide tocar el piano o cualquiera de los instrumentos que atesora. Debe ser difícil, triste, porque Juana Subercaseaux ama la música. A principios de los 60 fue una de las fundadoras del Instituto de Música de la UC y lo dirigió entre 1976 y 1989.

Su relación con la música comenzó en Roma. A los siete años partió con clases de violín. Se las hacía Gioconda de Vito, una famosa violinista clásica, "un talentazo, extraordinaria", recuerda su alumna. La profesora la llamaba Porotito. Siguió estudiando música en Inglaterra, como interna en un colegio en Ascott. "El tercer piso era sólo para la música, con muchas salas y un piano en cada sala".

Así, fue fácil entrar al Royal College of Music en Londres. Estudió violín cinco años y obtuvo un Master of Music. Luego se haría experta en música medieval, renacentista y barroca. Su especialidad sería la viola de gamba.

Claro que, antes de ello, tuvo que enfrentar la guerra.

Bombas

Dice Juana Subercaseaux:

-Cuando partimos a Inglaterra yo tenía 13 años. Llegamos primero a París y de ahí en tren a Londres, el mismo día en que los alemanes invadieron Bélgica y Holanda. Los bombardeos dejaron cadáveres desparramados sobre la línea del tren. Así empezó mi vida de guerra. En Londres los bombardeos eran feroces. Una noche mi padre nos sacó a todos de la cama y nos fuimos al refugio frente a la casa. Nuestra cocinera inglesa no quiso ir. Al otro día, cuando salimos, vimos que una bomba había caído sobre la casa. No había rastros de la casa ni de la cocinera. En otro lugar en que vivimos, tuvimos que irnos a un refugio comunitario que había en el barrio. Apretados como sardinas, apenas podíamos respirar. No había luz. Cuando volvimos a la casa, recuerdo que había guaguas muertas en los árboles. Las imágenes eran espantosas. Si mi papá nos llamaba para ir al refugio, a mí me tiritaban tanto las piernas que no sabía si iba a poder bajar las escaleras.

Sentía terror, pero no lo decía. Había que controlarse.

Mientras estaba interna, debido a las bombas, todos dormíamos en un subterráneo. Incluso cuando la guerra ya había terminado, pero aún seguían cayendo misiles alemanes, varias veces en el conservatorio terminé, junto al profesor, escondida debajo del piano.

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De novela

Casi como una compensación a tanto sufrimiento, como la cara luminosa de la otra tan oscura, la vida en Londres fue intensa en lo cultural. Los Subercaseaux era una familia bien relacionada, y por su casa pasaban intelectuales y artistas. Muchos ya eran amigos. "A mi madre le gustaba la gente inteligente y se rodeaba de ella", recuerda Juana. Era común ver ahí al poeta y dramaturgo T.S. Eliot. O al pianista Arturo Benedetti. O a Leonard Bernstein. O a Benjamin Britten, a Paul Valéry, a Oskar Kokoschka.

Como en Londres estaban varias de las realezas en el exilio por la guerra, Juana Subercaseaux recuerda haber jugado con reyes jóvenes. Era amiga de la duquesa de Alba, Cayetana, hija del embajador de España. "Tana era una chica muy alta, simpática. Después se puso como un monstruo", dice.

Una vida de novela. De serie histórica. Eso uno piensa cuando Juana Subercaseaux va contando sus recuerdos. Como que en unas vacaciones en la costa azul, después de la guerra, el padre de Rainiero de Mónaco la quiso como novia de su hijo y ella tuvo que aclararle que "no tengo ningún interés en ser princesa ni en esa vida". O cuando comió con Churchill a los 20 años, y hablaron de Otello. O cuando, años después, mientras vivía en Estados Unidos con una beca Fullbright, pasó una tarde con la viuda de Roosevelt.

-Me mostró el archivo del presidente. Abrió una puerta y entramos donde se guardaba la pasión más desconocida de Roosevelt: su colección de cuentos de hada.

La calma

Juana Subercaseaux hizo clases en la UC hasta 1994. Ese año murió su madre, y ella decidió no tener más responsabilidades en Santiago. Se instaló a tiempo completo en Curacaví.

El terreno de media hectárea lo compró en 1983, convencida por un sobrino que tenía una parcela justo al lado. En 1989 construyó su casa de un piso y murallas amarillas. Se preocupó de elevar la parte del techo sobre el living-comedor, por razones acústicas. Porque siempre se imaginó este espacio como un lugar de conciertos; y así fue durante años. Por aquí pasaron, por ejemplo, las 32 sonatas de Beethoven frente a 62 personas. Muchas de ellos de Curacaví. Aquí también ha dado clases de violín.

Ya no. Ahora se gasta los días en calma. "Tengo la cabeza muy buena, llena de ideas, pero el cuerpo no me responde", dice, sin dramatismos. Entonces prefiere moverse poco. Leer y escuchar música en su living acústico.

La última imagen es ésta. Juana Subercaseaux parada entre los árboles de su campo, mirando al visitante que se aleja. Sola. Como la mujer que decidió ser. Sin casarse ni tener hijos después de que en Inglaterra, dice, un hombre le hizo una mala pasada y ella se instaló cómoda en la piel de lo que define como un lobo estepario.

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