De la fantasía juvenil al pudor senil

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Pocas personas fueron tan consistentes en la elaboración de su imagen pública como Hugh Hefner. Al menos, pocas con tanto éxito como el fallecido fundador del imperio Playboy. En una época en que el término estaba reservado para los círculos diplomáticos, Hefner fue un pionero en lo que hoy conocemos como "embajador de marca"; en este caso, la suya y la de su revista, que pasaron a ser indistinguibles.

Hugh Hefner es el perfecto caso de estudio para demostrar cómo las revistas nacían muchas veces de sueños y obsesiones particulares. Era una historia redonda: el joven que crece en un hogar de puritanos, que queda en shock cuando hace el servicio militar y escucha como "realmente" hablan los hombres, que se impacta con el resultado del informe Kinsey (que revelaba cómo las conductas sexuales de los estadounidenses distaban muchísimo de su discurso conservador) y que decide hacer algo al respecto. La de Hefner partió como una cruzada para acercar conducta con discurso. Y pasarlo bien en el camino, por cierto.

Hefner sabía cómo avivar la fantasía de millones de potenciales lectores porque había tenido una: fanático de la revista Esquire y su mezcla de contenido literario-periodístico de calidad con desnudos (dibujos de pin-ups), imaginaba a sus editores viviendo con estilo y rodeados de chicas. Cuando llegó a trabajar ahí y comprobó que la gente era aburridamente normal, se lanzó a crear su propia revista: como una fantasía de qué querían real-men-te los hombres. Y eso necesariamente lo involucraba a él. Lanzar Playboy significaba transformarse en uno. El éxito rotundo que llegó desde el primer número le hizo las cosas más fáciles. Cargó a Playboy no sólo con su visión de liberación sexual -incluyendo su visión de liberación femenina que luego lo transformaría en objeto de odio del feminismo-, sino también con su apoyo a la integración racial y las reivindicaciones afroamericanas en la lucha por los derechos civiles y la oposición furibunda a la Guerra de Vietnam. Todo, por supuesto, en el reverso de las páginas con las fotos de las mujeres más deseadas por los hombres estadounidenses, que encontraban en el texto la excusa que se transformaría en eslogan: "La compro por sus artículos".

Todo ese tiempo, Hefner se encargó de que el resto del mundo supiera que la fantasía era real. Se lo veía en frac o en bata, rodeándose de mujeres disfrazadas de conejitas, habitando una mansión, recostado en una cama circular con sábanas de seda. Pero el problema de los buenos tiempos es que son como cualquier tiempo: pasan. La sociedad resolvió algunos de sus conflictos, la revolución cultural dejó a "Playboy" convertido en algo más que el "tío choro" del cuento y las fantasías de mujeres con un pompón en el trasero comenzaron a recluirse debajo de la cama de los adolescentes del mundo. Hefner y su revista dejaron de ser cool; al tío simpático ahora nadie le quería presentar a sus amigos. Luego ni siquiera le quedó eso: llegó internet. Mientras su revista perdía lectoría y atractivo y su compañía cobraba mucho más por las licencias del logo y por el soft porn online -conducida hábilmente por su hija, Christie Hefner-, el viejo Hef seguía jugando al seductor codiciado en sus batas de seda, y obstinadamente nunca soltó el control de la revista de papel.

Supimos de su muerte el miércoles en la noche, pero claramente Hefner había comenzado a morir de a poco hace dos años, cuando el nuevo liderazgo editorial (uno más del desfile de profesionales que lidiaban con el embajador de marca) lo convenció de que Playboy debía renunciar a los desnudos.

A esas alturas, el único desnudo en la Mansión Playboy era el emperador.

Su hijo menor, Cooper Hefner (25), tomó las riendas y hace unos meses decretó el regreso de los desnudos a la revista. Con una foto de su madre adornando su biblioteca -Kimberley Conrad, en la sesión que le valió el título de Playmate of the year 1989-, Cooper ha dicho que asume el desafío de demostrarle al mundo que Playboy es una revista "al mismo tiempo juguetona y sofisticada".

Siendo realistas, sin embargo, ese conejo ya parece cocinado.

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