Cinco historias de trasplante de donantes vivos

Personas que ante la enfermedad de sus hijos, madres o sobrinas, decidieron donarles un riñón o parte de su hígado. La alternativa era que siguieran esperando en las listas nacionales por un órgano. En Chile, este tipo de intervención ha aumentado significativamente.




Nadie se arrepiente. O al menos, nadie ha insinuado algo parecido. "Eso no ocurre. El 100% de los donantes asegura estar feliz de haber donado, es como una regla. Donar un órgano debe ser algo muy intenso desde el punto de vista de la emoción. La persona se siente haciendo un bien extremo y debe ser difícil llegar de otra forma a ese grado de sentimiento, de sensación, de hacer el bien a otro. Debe ser algo muy significativo", dice Jacqueline Pefaur, jefa de la Unidad de Trasplante del Hospital Barros Luco y la Clínica Santa María.

A lo que la especialista hace referencia es a una realidad poco conocida fuera de los pasillos de clínicas y hospitales de nuestro país. Una alternativa que asoma como la última esperanza para quienes ya no pueden seguir esperando que corra la lista de espera nacional de trasplantes.

Se trata de las intervenciones con donantes vivos, que si bien no son mayoría dentro del total de los trasplantes y sólo pueden realizarse cuando lo que se requiere es un riñón o un fragmento del hígado -que se regenera hasta convertirse en una glándula completa al cabo de algunos meses-, han ido al alza en los últimos años. Entre 2006 y 2011, las cirugías con donantes vivos de riñón subieron 76%, mientras que las de hígado lo hicieron en 83%, pasando de 6 a 11 casos en el mismo período (En 2012 bajaron).

Si bien sutil, este aumento -resultado de la disminución del número de donantes cadavéricos (así se llaman) de estos órganos- ya ha propiciado que los centros especializados en estas prácticas pongan mayor atención a ciertas consideraciones éticas relacionadas con este tipo de trasplantes.

Centros como el Hospital Clínico de la UC exigen que, primero, no exista dependencia económica si se trata de un padre y un hijo adulto. Segundo, que si quien va a recibir el órgano es un niño, ambos padres ofrezcan con estusiamo ser donantes. Y tercero, y más importante, que la persona que ofrece donar un órgano declare haber tomado la decisión libremente, sin ningún tipo de presión de parte del resto de la familia.

Bajo riesgo y buenos resultados

Pefaur dice que cuando llega un paciente que requiere un trasplante de riñón, lo primero que se le plantea es la posibilidad de un trasplante con donante vivo y en seguida se le pregunta si tiene algún familiar que quisiera donarle un órgano. Invariablemente, la primera respuesta es "no". Nadie quiere "sacrificar la vida" de un familiar o la pareja, quienes, según la nueva ley sobre trasplante y donación de órganos, promulgada en 2010, son los únicos que pueden donar. Pero los especialistas actúan rápido. Inmediatamente les aseguran a sus pacientes que éste tiene mejores resultados que los que emplean donantes cadáver en términos de sobrevida del injerto. Además, los posibles problemas posteriores para quien dona son mínimos.

A pesar de esto, el doctor José Luis Rojas, coordinador nacional de trasplante del Ministerio de Salud, señala que el trasplante con donantes vivos no debería superar el 30% del total (Chile está cerca del 20%), ya que desde esa cifra, puede comenzar a disminuir el esfuerzo que deben hacer los países para aumentar sus tasas de donantes cadáver.

El doctor Jorge Martínez, cirujano digestivo y especialista en trasplante hepático del Hospital Clínico UC, dice que en vivos, el de riñón es el más seguro, con una tasa de posible muerte de uno entre 10 mil pacientes. Un poco más de riesgo tiene el trasplante de hígado, sobre todo cuando los receptores son adultos, dice Juan Carlos Díaz, jefe de la unidad de trasplantes del Hospital Clínico de la U. de Chile. La razón está en que en estos casos, es necesario extraer hasta 60% de la glándula de una persona, lo que hace más riesgoso el proceso para quien decide someterse a la intervención.

Sin embargo, cuando son niños quienes padecen insuficiencia hepática, la decisión de trasplantar con donante vivo es más inmediata. Según Erwin Buckel, médico jefe del centro de trasplantes de Clínica Las Condes, "para poder trasplantar a un niño, normalmente tienes que esperar que aparezca un donante cadavérico de menor edad", lo que es más difícil, sobre todo en una lista de espera que tiene más de 200 pacientes. "La posibilidad que tiene un niño de trasplantarse con hígado cadavérico, a pesar de que existe, es bastante más compleja y remota que la posibilidad de hacerlo con un donante vivo".

A continuación, algunas historias de estos donantes:

"Mucha gente me dice 'súper papá', pero yo fui sólo una parte"

Nunca lo esperamos. Pero un día llevamos a Paula a un control -ella tenía cerca de tres meses- porque tenía un poco abultado el estómago. Le hicieron exámenes: la bilirrubina estaba alta y tenía signos de una enfermedad que se llama atresia de vías biliares, lo que significaba que tenía atrofiado el conducto biliar, encargado de botar la bilis de los intestinos.

Su hígado ya había sufrido un daño severo.

Lo primero que nos dijeron era que había una solución conocida como operación Kasai, que consistía en cortarle el conducto biliar y pegar el intestino al hígado para que saliera la bilis.

No funcionó.

Recién ahí comenzaron a hablar de trasplante de hígado. Fue un impacto grande para la familia.

Primero pensamos en un donante cadáver, pero era complicado, porque era muy chiquitita. De todas maneras la ingresaron a la lista nacional de espera para trasplante. Pero una bacteria en el hígado aceleró el proceso de deterioro y en noviembre de 2012 entró a la lista de prioridad. Mi hija se estaba muriendo.

Ahí fue cuando se comenzó a barajar la posibilidad de un donante vivo. Ante eso, varios familiares comenzaron a hacerse los exámenes para ver la compatibilidad. Mi señora no lo era. Yo sí. Estaba feliz, pero preocupado. Mi hija ya estaba muy mal.

El mundo de las personas que necesitan trasplante es un mundo desconocido. El miedo es que tu hijo se muera. Y no sabes cuándo va a pasar ni cuánto va a durar.

En ese tiempo yo estaba sano, pero no en las mejores condiciones. Pesaba cerca de 98 kilos y debería haber pesado 75... Tenía que bajar los kilos de más: mi comida pasó a ser dos galletas de soda más un vaso de leche al desayuno, y al almuerzo y la comida, lechuga con 150 gramos de pollo, pescado o pavo. Todos los días lo mismo. En tres meses había perdido 18 kilos y llegué a tener menos de 1% de grasa en el hígado, que era lo indicado para hacer el trasplante.

Uno se pone nervioso cuando lo van a operar, pero lo más fuerte era la posibilidad de que la Paula se muriera en el trasplante. Uno pasa a segundo plano.

La cirugía se hizo en enero de 2013. A la Paula la vi recién cinco días después de la operación. En total, estuvo 50 días en la UCI de la Clínica Las Condes. Entre medio, ella tuvo complicaciones y ellos pusieron a los mejores doctores para salvarla.

Hoy está bastante bien, con controles todas las semanas. A mí me quedó una gran cicatriz en el estómago. Mucha gente me dice "súper papá", pero yo fui sólo una parte. Sin el apoyo de todos, no sé si lo hubiéramos logrado.

"Mi vida no ha cambiado. De no ser por la cicatriz, no notaría ningún cambio"

Fue cuando nacimos mi hermano (mellizo) y yo. En 1989. Fue por las complicaciones de una cesárea. Mi mamá quedó con una insuficiencia renal tan grave, que estuvo en diálisis durante siete meses... Ya han pasado 23 años.

Su salud fue disminuyendo de a poco, paulatinamente, pero nunca quiso volver a dializarse. Y hace un año comenzó a estar realmente mal. Tenía muy poco ánimo, se le fue quitando el apetito, bajó de peso y la piel de la cara se le fue oscureciendo... intoxicada total.

Somos de Lota y mi mamá se atendía en Concepción y no sabíamos casi nada del tema de los trasplantes. Hasta 2009. Ahí tomamos la decisión de venir a Santiago, de que un médico del Hospital UC la viera y él nos habló de la posibilidad de un trasplante con donante cadáver. Lo que vino después fue inscribir a mi mamá en la lista nacional y volver a Lota. Pero todo era incierto, porque si bien era una oportunidad, el órgano nunca llegaba.

A estas alturas yo no sé si es bueno o malo, pero de repente mi mamá iba a control en Concepción y le decían: "Estuvimos a punto de llamarla para un trasplante". Claro, ellos querían darle esperanza, pero uno sabía que si bien ella podía estar en el tercer lugar de la lista, podía pasar mucho tiempo para que llegara un trasplante. De hecho, nunca pasó y desechamos esa opción.

Allá nunca nos dijeron que existía la posibilidad de un trasplante con donante vivo. Es algo que no sabíamos. Cuando volvimos al Hospital de la UC, nos hablaron de esa posibilidad. Ahí empezamos a conocer el tema y a involucrarnos. De no haber sido por eso, habríamos continuado en el error, pensando que había que esperar, esperar y esperar, y no hubiéramos hecho nada. Mi mamá se trató 23 años con un médico y nunca le dijeron nada.

Cuando supimos, intentamos hacer un trasplante de donante vivo con mi papá, pero a última hora, resultó incompatible. Todos quedamos shockeados, mi mamá se deprimió y la enfermedad aumentó significativamente. Tenía que haber alguien más, así que en familia consideramos que yo era la mejor opción.

Cuando ya fue definitivo, le empecé a contar a mis amigos. La gente se sorprende, porque lo ve como algo muy grande, pero es porque no están enterados de esta realidad. Uno puede leer en internet y darse cuenta de que no son tantos los riesgos y de que el beneficio es muy alto. Ahora todos me felicitan.

Mi vida no ha cambiado, todo está normal, igual que antes. De no ser por la cicatriz, no notaría ningún cambio. Lo único es que tengo que vigilar mi comida. Antes de la cirugía no tuve que bajar, pero sí debía mantenerme en el peso. (Se ríe) Mi familia me decía que me tenía que cuidar, que iba a llegar el día de la operación y me iban a decir que no podía donar, porque estaba gordo.

"La ola te arrastra y sólo nadas... No hay mucho que preguntarse"

En 2003 la Fernanda tenía dos años y nueve meses y todo iba bien. Hasta que empezó con una hepatitis fulminante. La llevé de urgencia a la clínica y me dijeron que tenía que trasplantarla. En ese momento no sabía nada del tema. Yo entendía que estaba muy grave, pero no sabía bien de qué estábamos hablando. Por su estado, tuvo que quedar hospitalizada y después la llevaron a la Clínica Las Condes, donde podían hacer la operación.

La Fernanda llegó a ser prioridad nacional de trasplante de hígado junto con otro niño, pero él estaba en el primer puesto y la lista no corría. Y si seguíamos esperando, ella se iba a morir. No daba más.

Cuando nos hicimos los exámenes con mi marido, salió que yo estaba en mejores condiciones y era compatible. Dije que sí altiro. Cuando te dicen que un hijo se puede morir, no te importa nada. La única idea fija era salvarla. La ola te arrastra y tú sólo nadas... No hay mucho que preguntarse. Mis otros dos hijos estaban bien, era ella la que me necesitaba en ese momento.

Después del trasplante, que fue el 24 de marzo de 2003, la Fernanda hizo todas las enfermedades que podía hacer. Partió con rotavirus y llegó al citomegalovirus (causante de la mononucleosis), la bronconeumonía y hasta al cáncer linfoproliferativo.

En esos momentos, con mi marido no nos cuestionábamos mucho; estábamos con todas las fuerzas. Lo que nos decía el doctor, lo hacíamos.

Al principio, todo el mundo nos felicitaba, pero la situación no daba para hablar mucho del tema: estábamos 100% enfocados en que la Fernanda estuviera bien. Salimos de la clínica el 17 de septiembre. Hoy ella (de 12 años) vive una vida normal y tiene totalmente asumidos los horarios de los medicamentos que tiene que tomar de por vida.

Le he contado la historia a algunos apoderados de su colegio y no la creen, porque la Fernanda no tiene ni cara de trasplantada. Ni siquiera yo creo que haya pasado por esa operación; dejó de ser tema. Las dos tenemos la misma cicatriz, la mía con una rayita hacia arriba.

Recién hace unos tres años me alivié con el tema, porque la veo muy bien. Yo soy súper responsable con sus exámenes y los míos y eso nos ha ayudado a que todo fluya bien. Antes todos teníamos la alarma puesta en nuestros celulares para acordarnos de los remedios, pero ahora sólo está en el mío y el de la Fernanda.

"Yo quería hacerlo, pero si algo me pasaba, dejaba una familia"

Hace dos años, en enero de 2011, cuando mi hijo mayor tenía 7 años y el menor, dos, mi hermano me contó que su hija, de dos meses, tenía problemas hepáticos. La operaron, pero no resultó y nos avisaron que necesitaba un trasplante. Fue horrible para mí. Mario es mi hermano mayor y yo soy su regalona.

Antes de saber cualquier cosa, todos -mis otros dos hermanos y yo- nos ofrecimos para ser donantes. Pero Mario nos dijo que no nos preocupáramos, que la primera opción eran él y su mujer. En marzo se hicieron los exámenes para ver si eran compatibles y a finales de abril nos avisaron que ninguno de los dos lo era. Mi hermana y yo, sí. Las dos nos hicimos los exámenes, pero mis venas eran más compatibles con las de mi sobrina.

Fue raro cuando me dijeron. Yo quería hacerlo, pero si algo me pasaba, dejaba una familia. No me arrepentí, pero me preocupaba qué iba a pasar con ellos. Mi marido estaba muy asustado, incluso más asustado que yo. Le di ánimo y le dije que no iba a pasar nada.

El día anterior al trasplante me explicaron qué parte del hígado me iban a extraer y la cantidad, que eran 250 gramos. También que iba a tener una vida normal y que debía cuidarme con una alimentación sana.

Estuve cinco días en la clínica. Lo primero que pregunté fue cómo estaba la Pascal y si había posibilidades de que rechazara el órgano.

Después de la operación me di cuenta de la magnitud de lo que había pasado. Antes sólo había pensado "sí, sí, hay que hacerlo con los ojos vendados", porque cada minuto era un logro; que la Pascal durara un mes ya era un logro.

Todos sabían que era la tía valiente, porque tenía hijos, pero no me gustaba que me dijeran eso, porque para mí era lo razonable, lo que tenía que hacer. No me sentía la súper tía.

Con ella no nos vemos mucho, porque el primer año fue complicado por la restricción de visita, pero mi hermano me contaba toda su recuperación. El año pasado vinieron de sorpresa. Ella venía caminando. Nunca la había visto caminar, fue increíble. Pedí ver su cicatriz; yo veo todos los días la mía. En algún momento mi marido me dijo "pucha, cómo te quedó tu güatita", y yo sólo le dije que me alegraba, porque es una batalla que ganamos, así que la llevo con orgullo. Yo fui donante viva y no hay problema en serlo. Lo volvería a hacer si es necesario.

Una de las cosas que nos dijeron era que iba a tener problemas para tener más hijos, pero tuve una buena recuperación. Al mes me dieron el alta y a los seis meses quedé embarazada. Hoy tengo una vida totalmente normal: como de todo, pero me controlo con las grasas. Sólo me preocupo cuando debo tomar medicamentos.

"Le dije al médico: 'De aquí a dos meses voy a tener un riñón comprado"

Mi hijo tenía 14 años cuando le diagnosticaron una enfermedad autoinmune (glomeruloesclerosis multifocal segmentaria) que va destruyendo de a poco el riñón.

Desde ese minuto sabíamos lo que iba a pasar. En su caso, la enfermedad se demoró seis años en liquidarlo por completo.

En diciembre de 2012 nos enteramos de que las opciones eran un trasplante o la diálisis... No había por dónde perderse. Yo me fui preparando de inmediato y afortunadamente pude ser la donante.

Cualquier madre está dispuesta a hacerlo.

Durante el tiempo de exámenes y espera para saber si era compatible, me puse a pensar en qué pasaría si yo no pudiera ayudarlo, si no resultara compatible. "De aquí a un par de meses voy a tener un riñón comprado", le dije al médico. El sólo me dijo que eso era un delito.

Es que la desesperación era enorme, porque sentía que tampoco podía pedirle a otra persona que sacrificara parte de su vida para darle un riñón a mi hijo.

El principal problema de una persona con insuficiencia renal es que vive al cuarto de sus capacidades. Juan Pablo estudia Ingeniería Civil en la Universidad de Chile y el año pasado le fue mal por lo mismo: siempre tenía sueño, era como un viejito de 20 años. Además, pasan cosas estúpidas: él estaba hinchadísimo y yo pensaba que estaba gordito, entonces, claro, peleaba con él.

Los últimos tres meses antes de la operación fueron muy duros. Por suerte, Juan Pablo nunca cayó a la cama, pero ya tenía anemia.

Después de volver de las vacaciones en el sur, el pasado 5 de marzo, le hicieron la operación en la Clínica Dávila -donde han realizado 105 intervenciones de riñón con donante vivo, según Sergio Alvarez, coordinador de trasplantes de la clínica. El nunca opuso resistencia a que yo le donara un riñón. Fue algo súper acordado. Además, cuando eres madre, eres capaz de hacer cualquier cosa por tu hijo, aunque parezca tonto y a los demás les suene a algo demasiado altruista.

¿Si lo pensé más allá? No, yo no soy de pensar mucho, soy de actuar.

Afortunadamente, la vida de mi hijo volvió a ser normal, muy diferente de la de los últimos años, cuando estaba demasiado cansado todo el tiempo. En él hoy veo cambios en sus ganas de vivir, en sus ganas de hacer cosas. Imagínate que después de la operación, yo pasé tres días muy agotada, como sin ganas, pero él, a las cuatro horas, ya estaba hablando por teléfono. Eso, para un padre, es gratificante.

De mi operación, al principio me dolía, después pasó, y sólo me quedaron tres hoyitos de un centímetro y nada más.

Hoy creo que hice todo lo que estaba a mi alcance para que mi hijo estuviera bien. Si algo volviera a pasarle y yo tuviera que donarle el riñón que me queda, feliz me haría diálisis toda la vida

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