Aylwin: luces, sombras y perspectivas

Tras los balances que han seguido a su fallecimiento, historiadores y cientistas políticos ofrecen a La Tercera su visión de la personalidad política y la gestión gubernamental del primer mandatario de la Transición.




Para sorpresa de los desprevenidos, el fallecimiento de Patricio Aylwin Azócar, a los 97 años, dio pie a tres días de funerales de Estado. Este solo hecho se imponía como “histórico” en el sentido de un hito que ocurre muy a lo lejos y que, cuando se da en el ámbito del Estado, puede desatar tanto la pompa y la circunstancia como un ánimo evaluativo teñido de solemnidad republicana.

La última vez que la muerte de un Presidente había requerido los extendidos ritos y protocolos del funeral de Estado había sido en 1960, tras el deceso de Carlos Ibáñez. Y la última en que se había despedido con estos honores a un Presidente democrático que no ofició también de dictador, fue hace casi 70, tras la temprana partida de Juan Antonio Ríos. No dejaba de ser histórico, en el sentido ya descrito.

Lo fue también en cuanto llevó a expresiones de admiración como las de la actual mandataria, quien despidió a un “hombre justo y bueno”. Otros -políticos, periodistas, transeúntes- hablarían del “padre de la Transición”, el “forjador de entendimientos”, el “pacificador del país”. Y hasta del hombre que “gobernó con una pistola en la sien”, como dijo un fan de la calle a radio Cooperativa.  Eso, para no entrar en el “nunca más” de la presidenta DC, Carolina Goic, quien usó cuatro veces la palabra “perdón” para llamar a un ejercicio expiatorio de una política desprestigiada, inspirado en la figura de Aylwin.

Pero ha habido también variedad de balances y retrospectivas. Reunidos todos, ofrecen un esbozo de “juicio histórico”, por presuntuosa y grandilocuente que pueda sonarnos la expresión. Es lo que se hace en estas páginas, donde se conmina a historiadores, sociólogos y cientistas políticos a abordar diversos aspectos de la figura de Aylwin y de su gestión presidencial.

El hombre en su tiempo

“La trayectoria de Aylwin puede ayudar a comprender gran parte de la historia política chilena”, plantea Cristina Moyano. En primer lugar, “como partícipe de un conjunto de tensiones que se viven dentro del mundo conservador católico, que junto a los debates sobre la modernización y las preocupaciones por el desarrollo y la democracia, tienen en el socialcristianismo una respuesta que permite comprender el surgimiento de la DC”.

“Aylwin es parte de una generación que creía en un tipo de política moderna, que sin alejarse de ciertas premisas propias del conservadurismo, asumen la necesidad de una transformación social, vía reforma, como un camino clave para superar los conflictos sociales, los límites del sistema económico y de la propia democracia”, concluye la académica de la Usach.

Su colega Pablo Rubio, en tanto, se detiene en rasgos como la “sobriedad” y  la “sencillez” y en cómo lo acompañaron: “Su infancia en San Bernardo y en ciudades de provincia, la formación de sus padres y su vinculación con los sectores populares, le hizo forjar esa sensibilidad y esa sencillez que lo ayudarían durante su gestión”. La palabra reconciliación, plantea en tanto Manuel Antonio Garretón, calza muy bien con Aylwin. “Se reconcilia con la izquierda habiendo sido un adversario”, recuerda el sociólogo, aunque otra cosa es para él que la reconciliación a la que apelaba haya estado efectivamente en curso.

¿Alcanza Aylwin, por estas vías, una estatura política considerable? No es algo que crea Gabriel Salazar: “No fue un gran líder popular, ni un gran pensador político, ni un hombre decisivo. Más líder fue Frei Montalva. Mejor orador popular fue Radomiro Tomic. Más intelectual fue el mismo Frei o Pedro Aguirre Cerda. Y más decisivos en crisis políticas, como personas, fueron Carlos Ibáñez o Arturo Alessandri”. Fue el suyo un liderazgo “menos claro y valiente que el de Gabriel Valdés”, plantea por su parte Manuel Gárate. El autor de La revolución capitalista de Chile, sin embargo, valora “la capacidad de armar buenos equipos de trabajo” y el hecho de que “no sucumbió al ego ni a la ambición de eternizarse en el poder”. Critica, eso sí y por último, su proceder tras un episodio “tan poco transparente” como el del “Carmengate”, posterior al plebiscito de 1988.

Otra vía abre el cientista político Carlos Huneeus, quien destaca su condición de “notable hombre de derecho” en cuanto “vio el contenido del derecho más allá de lo visible y comprensible. Esto le permitió ver, antes que otros, que era posible avanzar de la dictadura a la democracia a través de la Constitución de 1980”.

En el libro en La democracia semisoberana. Chile después de Pinochet (2014) Huneeus destaca el “enorme coraje político” de Aylwin, ya visible a su juicio en 1984: “Rompió con la tesis de la Alianza Democrática, que buscaba derribar a Pinochet: esto no se consiguió y perjudicó a la oposición, pues provocó represión y acentuó la polarización, lo que favoreció al régimen”, dice hoy el ex embajador en Alemania. “Contra la opinión de todos, planteó un camino, sin considerar los costos que ellos significaría, sabiendo que no sería aceptada. La criticaron públicamente varios, como Ricardo Lagos y Edgardo Boeninger”.

Lo posible

No es que todos coincidan con Huneeus en este punto. El ítem de la “extrema prudencia” del Gobierno de Aylwin, respecto de las FFAA, del modelo económico, es de los que agitan las aguas. Los acuerdos concesivos denunciados durante el “malestar de la cultura” de fines de los 90 (por gente como Moulian, Jocelyn-Holt y De la Parra) serían basales en la extendida insatisfacción de los años recientes con la Pax Concertacionista.

Para Alfredo Riquelme, del Instituto de Historia de la UC, “esa extrema prudencia hacia las instituciones y estructuras impuestas por la dictadura”, no removidas por las reformas pactadas en 1989 (otro objeto de cuestionamiento en años posteriores), “es el aspecto más controvertido en la actualidad. Y lo es -sobre todo- porque estuvo en el origen de la postergación de un proceso constituyente de carácter democrático”. Sin embargo, “puede ser entendido históricamente en la delicada coyuntura del inicio de la Transición”.

En medio de la señalada coyuntura transicional algunas frases e imágenes de Aylwin se inscribieron en la memoria: la solicitud de perdón a las víctimas de violaciones de los DDHH, en nombre del Estado; la sentencia de que “Chile es uno solo” ante un Estadio Nacional pifiante; aquello de que “el mercado es cruel”. Pero hay dos que resonaron tanto o más: “Justicia en la medida de lo posible” y “la política como el arte de lo posible”.

Las señas de realismo político derivadas de ellas son hoy leídas de maneras muy divergentes, y a veces derechamente ninguneadas. Para el sociólogo Alberto Mayol, “la medida de lo posible es una apelación falsa a Maquiavelo. Este señala que la política es el arte de lo posible en tanto administras poder e intentas aumentar el peso de tu actuación frente a otros actores. Pero la Concertación se rindió a sus antagonistas históricos y traicionó a sus aliados históricos. Eso no fue realismo”.

Para el autor de El derrumbe del modelo “la medida de lo posible es una señal de fracaso, no de realismo”. En tanto, para el cientista político Alfredo Joignant esta frase se hace “cuerpo y realidad” en el caso de Aylwin. “No porque haya sido naturalmente un artista de lo posible (todo político tiende a serlo), sino porque le tocó vivir una coyuntura singular, de gran complejidad y enorme dificultad, que exigía prudencia y un sentido de lo posible. Un arte, si se quiere. En ese sentido, fue un prudente artista de la coyuntura que le tocó vivir y liderar”.

Lo anterior nos aproxima a otra palabra de aquéllas: el consenso. “La necesidad se transformó en costumbre y hoy se la califica de virtud”, apunta Gárate respecto de una moneda de cambio propia de una democracia representativa, pero particularmente valorada en el período, antes incluso de que se hicieran manifiestas las discrepancias.

“La democracia de ‘consenso’ se leyó mal”, piensa hoy Garretón, “en el sentido de que cualquier acuerdo se tomó como consenso. El único consenso es el que se expresa en el plebiscito: que se vaya Pinochet y que comience un proceso democrático. De ahí para adelante, no hay consenso”. Piensa Huneeus, por el contrario, que el consenso, propio de las transiciones, “fue requerido por el difícil contexto, con Pinochet presente, en una actitud de provocación ante el Gobierno y el Presidente”. Joignant dice, por su lado, que éste fue, en efecto, un sello “que considero entendible e inevitable sólo en ese gobierno: era un falso consenso (Boeninger lo sabía), pero había que adaptarse a él”.

En cuanto a logros de la gestión Aylwin, los entrevistados no desatienden la significativa reducción de la pobreza ni otros ítemes económicos. “Se reformó el neoliberalismo aplicado en dictadura”, constata Rubio, “pues el Estado creó programas sociales y aumentó significativamente el gasto  público en educación, salud, vivienda y pensiones”. Para Gárate, en tanto, “ni con Frei ni con Lagos volvimos a ver reforma tributaria ni menos laboral como en 1990”. Y añade que la reducción de la pobreza fue un logro muy importante, “aunque se puso más énfasis en las cifras que en la calidad de la política social”.

Un asunto de otro calado es “haber conseguido que la legitimidad democrática prevaleciera sobre los enclaves autoritarios”, apunta Riquelme, mientras el también historiador Marcelo Casals destaca “el doloroso reconocimiento de la violación sistemática a los Derechos Humanos durante la dictadura militar”. Visto desde hoy, agrega, puede aparecer como una medida insuficiente (…), pero entendiéndolo en el contexto de los primeros años de la post dictadura, no deja de tener mérito”, considerando la política sistemática de negación de los detenidos desaparecidos que había precedió este actuar.

Así, entre la “transición ejemplar” y la “transición/transacción” hay gran margen para seguir examinando al hombre y a su Gobierno. Esto recién comienza.

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