Cuando el periodista estadounidense Eric Spitznagel, pluma inquieta en medios como Rolling Stone o Esquire, es golpeado por la muerte de su padre, busca una sola salida a tanto luto: refugiarse en el vinilo que definió su juventud y algunos de los mejores minutos de su existencia, Let it be (1984), del conjunto alternativo The Replacements.

"Ni siquiera necesitaba escucharlo. Sólo necesitaba sostener la carátula, quedarme mirando fijamente aquella foto y sentir de nuevo la seguridad, la ilusión de ser más fuerte de lo que realmente era. Eso es lo que el disco me dio de adolescente, y esa es la clase de poder que no se evapora con los años. Sabía que si me quedaba de nuevo junto a aquel disco, durante algunos gloriosos e incongruentes minutos, conseguiría superar lo que fuera que viniera luego. Pero ya no estaba. Así que en su lugar escuché el CD. No era lo mismo", describe el autor en el corazón del libro En busca de los discos perdidos, cuya versión en español llegó hace algunas semanas a librerías chilenas y que se anota como uno de los mejores textos de música de la última temporada.

La trama es simple, aunque esconde una travesía casi imposible. Con más de 40 años, y tras sortear varias crisis domésticas, Spitznagel advierte que ya no queda nada de la colección de vinilos que lo formaron como persona. Una ausencia que lo remece tras entrevistar a Questlove, el baterista de la banda rapera The Roots, quien le cuenta que su catálogo de álbumes de toda la vida se mantiene intacto. "Seguramente tú serás igual con los tuyos", le suelta el músico.

Spitznagel, en conversación con La Tercera, agrega: "Le admití que no tenía ningún vinilo, que los había vendido todo en los 90, y me miró como si le hubiera confesado haber asfixiado a mi padre con una almohada. La forma en que reaccionó Questlove me hizo preguntarme sí había cometido el peor error de mi vida".

Sacudido por la nostalgia, el autor se propone recuperar todos sus discos de juventud, pero nada de copias ni nuevas versiones, sino que los mismos que poseía hace cinco, diez o 20 años. Con las mismas rayas, con las mismas portadas magulladas, con los mismos olores que poseían en su habitación adolescente. Su apuesta es optimista: si los vendió a coleccionistas o disquerías en su natal Chicago, deben aún estar en ese mismo circuito, en algún sótano húmedo o en alguna estantería de ofertas.

En esa aventura, se topa con el Slippery when wet (1986) de Bon Jovi donde anotó el teléfono de su primera novia, a quien también vuelve a ver décadas después. También va a la caza de un Let it bleed de The Rolling Stones que pinchaba en una radio universitaria. Hasta organiza una reunión con sus amigos de barrio para escuchar discos en la misma casa de su niñez. "Había estado en un montón de tiendas de discos y he aquí una cosa que aprendes cuando has visitado las suficientes: las tiendas -al menos las buenas- siempre están en los barrios chungos.

Siempre están en las mismas calles que las tiendas benéficas de segunda mano, o que un McDonald's en cuyo estacionamiento los niños inhalan gas", sigue el profesional en otro tramo de su obra, revelando el espíritu de su narración: lo que realmente presenta En busca de los discos… es un saludo a esa era pérdida en que las disquerías dominaban los gustos, un retrato autobiográfico de un adulto que pretende recuperar su juventud rescatando del olvido sus vinilos. "Empecé coleccionando álbumes desde los ocho años y me acuerdo de todo lo que viví con ellos", recalca el periodista.

De alguna manera, su texto mantiene una tendencia acentuada en los últimos años, aquellas obras integradas por testimonios de melómanos que intentan explicar su existencia, o un trozo de ella, a través de su obsesión por la música. Una saga inaugurada por Alta fidelidad, de Nick Hornby, y seguida por otros imperdibles, hoy disponibles en Chile, como Lost in music: una odisea pop, de Giles Smith (2013), y Música de mierda, de Carl Wilson (2016).