Todo vale en Caracas: La distorsión afea la imagen de Venezuela

Partidarios de la oposición venezolana hacen fila para participar en una conferencia de prensa, en Caracas. Foto: Reuters

Nadie quiere quedarse en un país donde el futuro es una conjugación verbal inexistente. No tengo que hablar con nadie de este tema, lo viví en Chile, donde lo intenté sin éxito, luego en Estados Unidos, donde soñaba con engancharme en un restaurante mexicano, a mí que me gusta cocinar, al menos me iba a quedar un aprendizaje.


Los venezolanos tenemos la costumbre de ubicarnos en las ciudades no por una dirección, sino por un punto referencial. A veces, gente que viene del interior del país, o del extranjero, la pasa mal. Sin tener en su memoria el mapa de la ciudad, ese icono que el desconcertado visitante desconoce, pero que los caraqueños identifican de inmediato, se produce el cortocircuito que impide cualquier comunicación. Uno de esos puntos es la vieja sede del edificio sede del periódico El Nacional, ubicado entre las esquinas de Puente Nuevo a Puerto Escondido, en pleno centro de Caracas. Actualmente, el edificio es un elefante blanco, una construcción fantasmagórica, que provoca una extraña sensación de pérdida. Duerme, quizás en espera de tiempos mejores.

El Nacional fue, y quizás siga siéndolo, un diario referente en toda América Latina. Sus páginas acogieron columnas de opinión y piezas periodísticas de los principales intelectuales venezolanos y de sus pares de la región que, por distintas razones, encontraron en Venezuela un espacio de libertad, un refugio, cuando el militarismo y las dictaduras sofocaban al resto de este atribulado continente. De esas firmas, puedo mencionar a Mariano Picón Salas, un venezolano que se exilió en Chile, para escapar de la tiranía de Juan Vicente Gómez. En Valparaíso y en Santiago, su obra literaria echó raíces.

Eso pensaba cuando fui a buscar un repuesto para mi nevera en los locales de refrigeración que se han ido adueñando del lugar, donde el elefante blanco sobrevive gracias al emblema de su nombre, en grandes y gruesas letras de color negro. Apenas me bajé del auto con un pequeño ventilador de plástico en la mano, el repuesto que buscaba, se me acercó un hombre joven que, al examinarme desde la esquina, me dijo sin más: “Yo tengo esa pieza”. El abordaje, sin anestesia, me sorprendió. “Voy a mirar por aquí y por allá”, dije. Y eso hice, pero no sirvió de nada. En ningún comercio establecido tenían ese repuesto. Algo apenado, regresé para hacer la compra.

Residentes del barrio de Petare, en Caracas, hacen acopio de agua, el pasado 12 de mayo. Foto: Reuters

El país vive una inflación pavorosa en dólares y los organismos multilaterales han recortado las expectativas del rebote económico. Un termómetro lo encontramos en el mercado inmobiliario. Apartamentos se ponen a la venta por la mitad de su valor y aún así no consiguen compradores. ¿Qué tal un departamento de 80 metros en una zona equivalente a la que rodea la Estación del Metro Pedro de Valdivia por 30.000 dólares? Un mango bajito que nadie agarra.

Todo vale

Junto a una oficina del Banco de Venezuela, clausurada por la agobiante crisis económica, seguí a este vendedor por un pasaje en forma de L que yo desconocía. Reinaba una luz sombría y a ambos lados del pasillo había pequeños puestos en los que vendían toda clase de repuestos de línea blanca, rescatados en un desguace canibalesco. A pesar de que el recorrido no era extenso, me invadió una sensación de inseguridad. Pensé que me adentraba en las entrañas de una ciudadela cuyos habitantes pueblan una versión reciente de La ciudad de la alegría. Pude relajarme cuando el vendedor subió la puerta corrediza de su local y sacó de entre unos peldaños un ventilador similar al que yo tenía en mi mano. Los comparé y, en efecto, eran similares. Cinco dólares. No los tenía en efectivo, porque los billetes de baja denominación en dólares escasean en Venezuela. Ofrecí pagarle el equivalente con mi tarjeta de débito. Fuimos a un local que da a la otra entrada del pasaje, en la avenida Lecuna, y pasamos la tarjeta de débito en un negocio donde el hombre compró dos kilos de harina precocida, equivalentes a cinco dólares. En el camino de regreso, escuché decir: “Esta noche comemos arepas”.

No creo que estos locales desaparezcan en el corto plazo, siempre habrá demanda para estos repuestos en la depauperada Venezuela. Recordé lo que me había dicho Alexander Campos, un hombre que hace comunidad en el barrio de Petare, el más grande de América Latina, “todo está dolarizado”, lo que cobran albañiles, electricistas, mecánicos, mujeres que limpian casas o cuidan niños, la venta clandestina de cerveza o el remate de caballos. El dólar manda en los barrios. Por la sencilla razón, me dijo Alexander, de que es la única moneda que le permite a la gente hacerse una idea precisa de lo que vale su trabajo y una idea difusa de lo que es la práctica mercantil. Fueron los más humildes lo que impusieron una dolarización de facto, al gobierno y al Estado, tan pronto como en 2018.

Un mural del Presidente Nicolás Maduro en Caracas. Foto: Reuters

En una de las últimas entrevistas que hizo José Vicente Rangel, un abogado defensor de derechos humanos devenido en mentor del expresidente Hugo Chávez, Nicolás Maduro dijo: “Yo no veo mal la dolarización, José Vicente”. Sus palabras se convirtieron en el mejor desmentido a quienes desde la vocería chavista decían que la oposición, en jugada desestabilizadora, repartía dólares en las barriadas de Caracas, para darle el tiro de gracia al alicaído bolívar, la moneda nacional. También pensé en el padre Luis Ugalde, cuando me contó que en Fe y Alegría -un servicio educativo a cargo de la Compañía de Jesús en las barriadas populares- dieron con la fórmula para pagarles a los profesores. “Una madre que cobra 15 o 20 dólares por limpiar una casa, se gana en un día lo que un maestro en dos meses. Ella entiende que sus hijos necesitan educación. Así que aparta tres dólares para el colegio y entre los demás padres se les paga el sueldo a los docentes. Fe y Alegría -una iniciativa que surgió en Venezuela, pero que tiene una dimensión hemisférica al día de hoy-sigue viva gracias a la solidaridad que demuestran los más humildes, al arraigo de las escuelas, a la fe de la población más empobrecida por la Revolución Bolivariana.

El reverso de todo vale

Al este de la capital venezolana, tradicional bastión de la clase media y de locales donde la gente va a ver y a dejarse ver, hay dos municipios: Chacao y Baruta, nombres de caciques caribeños, donde el consumo y la inversión inmobiliaria levantaron vuelo. Un concesionario de Ferrari y tiendas en las cuales Armani es una marca tan conocida como Don Francisco, llenan los entrepaños y las vidrieras en los centros comerciales. Los restaurantes y las discotecas de alta gama transmitieron esa sensación de opulencia que despertó la curiosidad de la BBC y Bloomberg, entre otras cadenas, sorprendidas por lo que parecía el regreso de la opulencia petrolera. Un restaurante, que por medio de una grúa se elevaba a 40 metros del suelo, era el símbolo más codiciado del destape consumista de los nuevos ricos del chavismo.

Pero la burbuja está pinchada por realidades y circunstancias de diversa índole. El mencionado restaurante cerró sus puertas a causa de una caída vertical de la demanda, luego de que la policía anticorrupción lo ubicara en su radar como parte del desfalco de más de tres mil millones de dólares que la cúpula de Maduro le atribuye a quien fuera el zar del petróleo y protegido de Hugo Chávez, Tarek El Aissami. Por razones similares la construcción de grandes torres de lujo, en Las Mercedes, quedó paralizada. Todo era un espejismo que dio pie a la frase: Venezuela se arregló, que reverberó en todo el continente.

Un peluquero callejero realiza sus labores en pleno centro de la capital venezolana. Foto: Reuters

Los únicos negocios que prosperan son los aledaños a la vieja sede de El Nacional. Son la cara de la Venezuela que sobrevive en la marginalidad. La mejor expresión del fracaso de un modelo político que malbarató el ingreso petrolero más alto que ha tenido Venezuela en toda su historia. La incompetencia compite con la corrupción como las causas de la quiebra del país.

Una sociedad descreída

A nadie parece importarle lo obsceno de la corrupción del régimen de Maduro. Tampoco la suerte de la nación. Los únicos que se ilusionan con las primarias, evento electoral previsto para octubre del cual saldrá el adversario de Maduro para las elecciones presidenciales de 2024, son los candidatos opositores, más de 20, que ofrecen más o menos lo mismo. El cómico y empresario Benjamín Rausseo está bien ubicado en las encuestas. Lo tachan de infiltrado, el “caballo de Troya” del chavismo en la oposición. Maduro, sin ahorrarse un tono de burla, dijo: “Pido más respeto para mi candidato”. María Corina Machado, una mujer de armas tomar, también ocupa una posición destacada. Su mensaje es incendiario: “Vamos a sacar la mafia corrupta de Miraflores. No más socialismo en Venezuela, que sólo ha causado miseria”. Henrique Capriles, la otra cara visible de la oposición, habla del “reencuentro de los venezolanos”. Pero sus palabras no despiertan ningún entusiasmo. La oposición, tan dada a los mantras, ha creado uno nuevo: “Las primarias son el consenso”, pero ni el más taciturno se lo cree. “Las primarias sustituyen el consenso”, me dijo el politólogo Ángel Álvarez, quien vive en Canadá. No le falta razón. Lo de la oposición venezolana parece un suicidio anunciado.

Niños participan de una tradicional carrera de “carruchas”, en una calle de Caracas, en diciembre del año pasado. Foto: Reuters

Nadie quiere poner el dedo en la llaga. El gobierno y la institucionalidad chavista se desentendieron de sus obligaciones básicas. Los hospitales son cascarones vacíos, donde no hay lo mínimo para realizar un procedimiento médico. La violencia estructural se cobra la vida de personas que no pueden sufragar los costos de una intervención quirúrgica. Los crowfunding en busca de ayuda financiera aparecen en el muro de Facebook y en las publicaciones de Instagram.

La oposición no ha hecho contacto con los venezolanos que sobreviven bajo la ley de la selva, aunque oportunidades han tenido de sobra desde 2017, año que marcó el desgaste y el comienzo de un éxodo imparable. Me dice una amiga que viajó recientemente a Miami que su vecino de asiento era un habitante del Táchira, estado limítrofe con Colombia, a quien le había salido el parole humanitario. Exhalaba entusiasmo, porque el sueño americano estaba más cerca que nunca. Todos lo van a intentar, una y dos veces, por cualquier medio, legal o ilegal, como los cubanos. Nadie quiere quedarse en un país donde el futuro es una conjugación verbal inexistente. No tengo que hablar con nadie de este tema, lo viví en Chile, donde lo intenté sin éxito, luego en Estados Unidos, donde soñaba con engancharme en un restaurante mexicano, a mí que me gusta cocinar, al menos me iba a quedar un aprendizaje. Pero el hipotético jefe me fulminó con una sentencia: ¿Para qué quiero un viejo en la cocina?

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