Javier Corrales, académico del Amherst College, sobre el rechazo a nueva Constitución en Chile: “La derecha extrema no supo aprender la lección que surge de su propio éxito en el 2022″

Javier Corrales es profesor de Ciencias Políticas en el Amherst College de Massachusetts.

Para el experto en temas de poder presidencial en América Latina y autor del libro “Fixing Democracy”, lo que podría surgir tras el plebiscito constitucional “es una revaloración de un modo alternativo de encarar el cambio político: la noción de que el reformismo trae más rédito que el refundacionalismo, el extremismo y el sectarismo”.


Profesor de Ciencias Políticas en el Amherst College de Massachusetts, la investigación de Javier Corrales se centra en la democratización, los poderes presidenciales, los partidos gobernantes, el retroceso democrático y el populismo, entre otros temas. Colaborador habitual de The New York Times, también ha escrito para The Washington Post, NPR y Foreign Policy, además de ser miembro del consejo editorial de Americas Quarterly.

Su libro de 2018, Fixing Democracy: Why Constitutional Change Often Fails to Enhance Democracy in Latin America, desarrolla el concepto de asimetría de poder entre el gobierno y las fuerzas de oposición para explicar si las nuevas Constituciones ampliarán los poderes presidenciales y, en el proceso, dañarán la democracia.

En entrevista con La Tercera, el experto en temas de poder presidencial en América Latina analiza el proceso constitucional en Chile y el impacto que el resultado del plebiscito de este domingo tendrá en el escenario político. “El resultado principal de este capítulo de repensamiento constitucional en Chile no es negativo”, asegura.

El proceso constituyente en Chile surgió como la respuesta de la clase política al estallido social de 2019. ¿Cuán común es que una revuelta popular busque apaciguarse con un cambio de Constitución?

La verdad es que en América Latina no hay una sola ruta hacia asambleas constituyentes. En algunos casos, el cambio constitucional fue un antojo mayormente de un presidente. Pero en muchos casos, efectivamente, la constituyente es producto de un antecedente de conmoción política y/o económica: violencia política en Colombia y Perú; inestabilidad presidencial en Ecuador y Bolivia; crisis económica y política en Venezuela. Por lo tanto, lo ruta chilena no fue tan atípica.

Si hay algo atípico del caso chileno es que el anhelo por una nueva Constitución, inicialmente, no fue tan generalizado como en muchos de estos casos de conmoción previa. En estos casos, lo que sucede es que el anhelo por reescribir la Constitución se convierte en un grito multisectorial; es decir, proveniente de muchos sectores y no solo de un solo sector. Obviamente, en ningún caso hubo consenso total. Siempre hay grupos que le temen a un cambio tan abarcador como lo es reescribir la Constitución. Pero lo común en los casos de conmoción es que mucha gente, no solo un sector político, concluya que la solución a la crisis requiere de una Constitución nueva.

No estoy seguro de que así fue que Chile entró a su proceso de cambio constitucional a partir del 2019. Hubo conmoción, sí, y el grito de cambio fue amplio, de acuerdo, pero no generalizado. Siempre hubo grupos numerosos que no se convencieron de la necesidad de reescribir la Constitución, o que simplemente toleraron el proceso a regañadientes, únicamente para ver si con ello se lograba calmar los ánimos de la época, pero no porque pensasen que las instituciones estuviesen tan deterioradas.

No obstante, quiero hacer un reconocimiento. En el proceso del 2019-2022, el esfuerzo de muchos intelectuales, muchos inclusive de centro, logró una labor informativa importante. Lograron hacer entender a mucha gente que la Constitución no era perfecta, que había margen para mejorar. Aunque la izquierda nueva fracasó en su propuesta, triunfaron en demostrarle a la población que la Constitución vigente tiene sus defectos. Más gente entendió esto en el 2021 que cuando se inició el proceso.

Un vocal cuenta las papeletas después del cierre de las urnas, durante el plebiscito sobre una nueva Constitución, en Santiago, Chile, el 17 de diciembre de 2023. Foto: Reuters

En mayo de 2021, basado en su libro Fixing Democracy, usted comparó en Twitter la Convención Constitucional de Chile y la Asamblea Constituyente de Venezuela en 1999. Entre las diferencias, vaticinó que “la asamblea chilena será más pluralista de lo que fue la venezolana, que era más bien chavista y sesentista. Por lo tanto, me imagino, habrá más debate y menos imposición”. A la luz de lo que pasó, me refiero al rechazo de la propuesta en el referéndum de septiembre de 2022, ¿qué factores cree que influyeron en el fracaso de ese proceso?

A pesar de que el primer intento de cambio en Chile fue mucho más incluyente y pluralista que el de Venezuela en 1999, y, por lo tanto, fue menos sectario, no obstante, en algunos temas (no en todos) sí terminó siendo más alineada con un solo sector político de la población de lo que hubiese sido ideal. Por lo tanto, el texto final terminó viéndose como partidista.

Además, la propuesta del 2022 también pretendió cambiar mucho, en especial a nivel institucional. Se dieron más derechos civiles, que creo que la gran mayoría de las personas en Chile sí vio con buenos ojos, pero se propusieron experimentos institucionales, sobre todo en el área de las relaciones Ejecutivo-Legislativo, por ejemplo, que parecieron innecesariamente riesgosas. Ahora sabemos que no todas las personas en Chile querían tantos cambios y tanto riesgo institucional. En Chile había más aceptación del statu quo institucional del que había en Venezuela en 1999 y, sin embargo, la reforma del 2022 era igualmente ambiciosa y refundadora como la de Venezuela.

La otra gran diferencia es que el cambio en Venezuela ocurrió en un momento en que el presidente del momento, Hugo Chávez, que jugó el papel de promotor principal del esfuerzo constituyente, era exageradamente popular, mientras que la oposición estaba en añicos. No fue así en Chile. La oposición no estaba colapsada en Chile en el 2022. Y, de hecho, un sector de la oposición -la extrema derecha- estaba tal vez creciendo. Si acaso, era el Presidente (Boric) quien estaba en aprietos.

Por lo tanto, en Venezuela el costo electoral de realizar una Constitución muy alineada con un solo partido -el del presidente- fue menor que en Chile porque los demás partidos (mayormente excluidos del proceso constituyente) se hallaban en crisis. En Chile, curiosamente, el grado de alineación de la propuesta del 2022 fue menor, como dije, pero el costo electoral de ese alineamiento fue mayor, porque se trataba de un país donde el otro bando no estaba en crisis.

El Presidente de Chile, Gabriel Boric, se prepara para emitir su voto durante las elecciones para consejeros constitucionales, en Punta Arenas, el 7 de abril de 2023. Foto: Reuters

¿Considera que fue acertado iniciar un nuevo proceso constituyente a tan pocos meses del fracaso del primero? ¿Qué dice la historia al respecto?

Creo que sí fue acertado. Un fracaso en un intento de reforma de cualquier tipo no debe necesariamente significar punto final. Volver a intentarlo de nuevo es loable. No me refiero necesariamente al método que se utilizó, sino al esfuerzo de no dejar el tema en el vacío. La noción de volver a hacer el intento, idealmente tratando de aprender de errores, no me parece descabellada. Uno pudo haber dicho tal vez esperar un poco, o utilizar otro método. Pero creo que Chile se merecía otra oportunidad. Si la aprovechó bien o no, ya ese es otro tema.

Un presidente más prepotente que Boric hubiera sin duda detenido el proceso, sobre todo a sabiendas de que en un segundo intento su coalición no iba a ser necesariamente la dominante.

Lo que sí sabemos en América Latina es que los presidentes prepotentes, cuando saben que no van a dominar un proceso constituyente, lo detienen. Eso no pasó en Chile. Hasta cierto punto, el que se haya hecho un segundo intento fue muestra de que Chile rompió con un molde negativo de prepotencia presidencial de la región. La derecha extrema tiene que agradecer que en Chile no gobernaba un presidente prepotente cuando ellos irrumpen en la política de cambio constitucional.

La mala suerte que tuvo Chile es que en el segundo intento, a pesar de haberse llevado a cabo con mecanismos diferentes, el proceso resultó en el mismo problema que el del primer intento, pero al revés. Un ala del espectro político chileno salió dominante a la hora de redactar. Esa ala se alió con la centro-derecha, y el resultado fue otra vez una asimetría de representación, un error muy parecido al del primer intento.

Dada esa asimetría, la derecha extrema propuso un documento que terminó siendo igualmente de alineado con un único sector político. Es notable que ese grupo no supo aprender la lección que surge de su propio éxito en el 2022: si te excedes en Chile, pereces, o por lo menos provocas una contracorriente. Esta lección fue la que dio lugar al triunfo de la derecha extrema y, sin embargo, la ignoraron meses después. Anoche descubrieron lo grave que fue haber cometido el mismo error. Lo triste es que si algún grupo debió haberlo podido ver, debió haber sido el grupo ganador del rechazo del 2022. No puede decirse que no lo podían ver venir.

Un vocal revisa un voto después del cierre de las urnas, durante el plebiscito sobre una nueva Constitución, en Santiago, Chile, el 17 de diciembre de 2023. Foto: Reuters

Tras el triunfo del “En contra” en el plebiscito constitucional de este domingo, algunos expertos señalan que se producirá una situación paradójica. Por un lado, la derrota del texto impedirá la materialización de un proyecto de derecha, pero, por otro, tampoco resolverá las demandas que reclaman los chilenos. ¿Cómo analiza ese escenario?

Vislumbro al menos dos escenarios posibles y mutuamente contradictorios. Uno es el escenario que pudiéramos llamar ‘anhelos frustrados’. Bajo este escenario, Chile se encontrará con un grupo enorme de personas bien pensantes que sentirá que su demanda central fue ignorada. Este grupo puede que se siga radicalizando hasta llegar a no sé dónde. Si se difunde este sentir, seguro que será más contundente entre la izquierda que la derecha.

Pero ese no es el único escenario. Otro escenario posible es lo que pudiéramos llamar ‘lección aprendida’. En este escenario, los grupos políticos saldrían de este proceso más informados que antes y más respetuosos del pasado reciente que antes. Habrán aprendido sobre las realidades políticas del país. Se habrán dado cuenta de que, en un país con polarización política, querer establecer un cambio fundamental que moleste al otro bando a tal grado no es un buen paso. Habrán aprendido que en Chile es mejor pensar en cambios incrementales más que totales, que en política democrática se gana en algunas cosas, pero no en todas, y, como dije, que en Chile quienes se exceden, enajenan.

Dicho sea de paso, era así como pensaba la Concertación en su momento. Los presidentes de la Concertación se dedicaron a hacer cambios factibles (y no totales), a hacer cambios por vía de reformas constitucionales (más que refundacionales). No olvidemos que en Chile se realizaron decenas de reformas constitucionales desde Pinochet, lo cual es envidioso y contradice la tesis de que el pinochetismo es imborrable. Chile no es EE.UU., donde la Constitución sí es difícil de enmendar. De hecho, comparto la tesis de que el presidente Lagos, con sus reformas constitucionales, logró eliminar una de las herencias pinochetistas más desafortunadas de la Constitución: el hiperpresidencialismo.

Bajo este escenario, el resultado principal de este capítulo de repensamiento constitucional en Chile no es negativo. Lo que surgiría es una revaloración de un modo alternativo de encarar el cambio político: la noción de que el reformismo trae más rédito que el refundacionalismo, el extremismo y el sectarismo. Chile en la época pospinochetista fue ejemplo de este modelo. Puede que, a partir de esta doble derrota, lo vuelva a ser.

Comenta

Los comentarios en esta sección son exclusivos para suscriptores. Suscríbete aquí.