María José Ferrada: “Quitarle adjetivos a un libro no protege a los niños, pero satisface a algunos adultos”

María José Ferrada

Autora de libros infantiles que han recibido numerosos premios internacionales, la escritora cree que los discutidos “retoques” a las obras de Roald Dahl reflejan no sólo una obsesión por lo correcto: también expresan un intento de domesticar a los niños para volverlos funcionales antes de tiempo, propio de una época que desconfía de los saberes simbólicos. La pregunta que más le preocupa: ¿quién está decidiendo estas cosas?


Hace algunos años se molestó porque un colectivo de autoras chilenas proclamó en una performance: “¿Te conté que no por ser mujer escribo libros infantiles?”. Sus libros “para adultos”, además de venderse bien, han sido celebrados por la crítica, pero Ferrada se niega a considerar ese éxito como un ascenso de categoría: escribe libros infantiles y es lo que más le gusta hacer.

El año pasado hizo noticia al recibir el Premio Cervantes Chico Iberoamericano, que le dio el matiz canónico a una larga lista de reconocimientos. Acaba de ganar el premio especial del jurado New Horizons en la Feria de Bolonia (la más importante de literatura infantil) con El bolso, un libro escrito en braille que se publicó en México. Entre sus decenas de libros para niños, el más leído en Chile es El lenguaje de las cosas, poemario sobre los objetos, aunque su favorito es El idioma secreto.

“Yo no era muy de jugar con los niños, ni siquiera con mis primos chicos, siempre había sido un poco sola”, cuenta desde Berlín, donde vive la mitad del año y, tal como en Santiago, alterna la escritura con talleres en colegios. “Pero cuando tenía 15 años nació mi hermano, entonces pude observar cómo fue su descubrimiento del mundo y quedé maravillada con él. Con el tiempo empecé a hacerle libritos, pero pensando en él, jamás me vi escribiendo literatura infantil. Pero él empezó a llevar esos libritos de cartón a los cumpleaños, de regalo a sus amigos de prekínder. Y los papás me empezaron a encargar”.

Te apareció un negocio.

Claro, se los vendía. Y como agarré confianza, convencí a una amiga ilustradora de hacer un libro juntas. Todas las editoriales nos dijeron que no, así que pedimos un préstamo para hacer una autoedición. Fue un negocio horrible: lo compraron nuestros amigos, que no nos pagaron, a la abuelita no se le podía vender, a la tía tampoco, un desastre. Pero fue un desastre bueno, porque nos negamos a adaptar el libro –algunas editoriales nos pidieron hacerlo rimar, cosas así de absurdas– y eso fue una manera de darle importancia a lo que estábamos haciendo. Y todavía hacemos libros juntas. Esto lo hablo harto con los niños, porque a medida que uno crece se enfrenta a muchos “no”, y para un niño la frustración es una cosa enorme. Pero si no logras tolerar esa frustración, te vas a costar insistir en lo que a ti te convence.

Suele entenderse que la literatura para adultos está en conflicto con el mundo, mientras la infantil se dedica más bien a embellecerlo. ¿Lo piensas así cuando escribes para niños?

Es que el niño ya está en conflicto con el mundo, porque es difícil adaptarse al mundo de los adultos. Y yo eso me lo tomo en serio, no voy decirle al niño “el mundo es lindo porque es lindo”. Pero sí creo, por ejemplo, que un día muy malo para él puede terminar mejorando con un libro dulce o una historia tierna. Tal vez se reconcilia un poco con lo que le pasó en el día. Los niños suelen leer de noche, por lo tanto se van al sueño con lo que les cuentas, es un momento muy importante. Pero la principal diferencia con escribir para los grandes, al menos para mí, es que yo sé con qué cabeza llega un adulto a esa lectura. Con el niño nunca sabes bien, tu conexión con el lector es más rara. Yo no tengo hijos, pero converso mucho con los niños que tengo alrededor, de verdad trato de escucharlos. Su percepción del tiempo, por ejemplo, es muy distinta, porque un niño está todo el tiempo en el presente. Y eso también me obliga a mí, cuando escribo, a estar en un presente que es muy agradable, porque me permite pensar que puedo hablar con un animal o hacer un montón de cosas que en el mundo adulto serían absurdas.

¿Y no te das vueltas pensando si el niño va a entender lo que estás escribiendo?

No. Sólo hago una diferencia cuando el libro es para un niño muy chico, porque ahí es complicado poner frases subordinadas, por ejemplo. Pero a mí me gusta mucho leer poesía, o filosofía, y ahí hay mil cosas que no entiendo, entonces no me aproblema ese espacio de no entender. El niño está construyendo sentido todo el tiempo, para tratar de entender cómo funciona el mundo, por lo tanto es un lector muy activo y va a hacer lo que quiera con los animalitos que tú le presentas. Además, entra al libro sin tanta conciencia de estar leyendo. Nosotros decimos: “Voy a leer y la lectura se construye de tal manera”. Un niño lo hace nomás, tal como se tira a una piscina sin saber nadar. Y como están siempre haciendo relaciones, preguntas, comparaciones, el libro entra en esa misma dinámica con la que están enfrentando la vida.

El hecho de escribir para niños que interactúan cada vez más universos visuales, ¿te cambia en algo la perspectiva?

Creo que les debe cambiar a ellos la experiencia de lectura, porque tienen menos tiempo de concentración, me imagino. Y quizás también son capaces de poner la atención en muchas cosas a la vez. Pero yo misma veía mucha tele, entonces no le tengo tanto miedo a eso. Lo que sí me preocupa es que los estímulos a la imaginación estén diseñados por otro. Y que la solución a los conflictos que te pone el juego sea una solución estándar. Cuando tú juegas con tu vecino a que se van en un tren, la solución a los conflictos tienen que irla creando a medida que avanza el juego, pero en un juego de consolas ya está pensada esa solución. Eso me hace un poco de ruido.

Dos nuevos libros de la autora (ambos ilustrados) acaban de publicarse en España: "Casas", una colección de microrrelatos escritos en pandemia que el sello Nórdica traerá a Chile, y "Plap, plap, el corazón de la lluvia", que narra el viaje de una gota a través del ciclo del agua.

Hace un par de años, mucho antes del caso Roald Dahl, decías: “A lo que le tengo más miedo es a una literatura que sea uniformada, sobre todo en la escuela”. ¿A qué tipo de uniformidad le temías ahí?

Bueno, la escuela es una ventaja y una desventaja para la literatura infantil. La ventaja es que los niños están ahí y si les llevan libros van a tener que destinarles un tiempo. Pero la literatura no puede obedecer a los criterios de la escuela, porque sus naturalezas siempre van a colisionar: el colegio es para construir las definiciones y la buena literatura es para romper tus definiciones.

Pero la vigencia de esa distinción es justamente lo que ha quedado en tela de juicio.

Claro, con esta cosa de la corrección… Se le pide mucho a la literatura, y se les pide mucho a los escritores, también. Yo no sería capaz de decirle a un niño cómo se enfrenta la vida. ¡Si yo no sé tampoco! Y escribir para niños no es ser un activista por los derechos la infancia, dos figuras que también se confunden mucho. Puedes ser las dos cosas si quieres, pero no vienen juntas.

Siempre ha existido un cierto interés público, o adulto, de que la literatura infantil aleccione a los niños. ¿Por qué crees que ese interés se acentuó tanto en el último tiempo?

Porque en el propio mundo adulto apareció esta necesidad muy extraña de que exista una literatura correcta, hecha además por la gente correcta. O sea, esto partió con los libros para grandes. Y se traspasó a la literatura infantil con mayor razón, porque también ha crecido un sentimiento paternalista, un llamado a proteger a los niños. ¿Pero quién llama a protegerlos y quién los protege? Eso no está tan claro y es lo que a mí me conflictúa más: quién está decidiendo estas cosas. Porque adaptar obras para niños chiquititos es algo que se ha hecho siempre. Incluso los hermanos Grimm, que a mí me gustan harto, les sacaron las partes más crudas a sus cuentos cuando hicieron segundas versiones “para la familia”. Pero otra cosa es que yo decida lo que es bueno para cualquier niño y lo deje fijo en un papel, sin que aparezca mi nombre ahí. Eso ya es raro.

En todo caso, se culpa de estas cosas al progresismo porque domina en ciertos espacios, pero la avidez por aleccionar a los niños viene creciendo desde varios frentes.

¡Y de aleccionar incluso a los adultos! Eso me llama mucho la atención: las conversaciones cada vez se tratan más de aleccionar un poco al otro. Y nadie cuestiona que el otro tenga el poder de aleccionarte, porque en el fondo nadie se escucha. Esa comunicación para confrontarte con otro en el buen sentido, de poder cambiar de idea, como que se acabó. El problema es que el arte, obviamente, no es un espacio para dar lecciones. Para eso estaba la escuela.

Sin “feos”, “gordos” ni “negros”: reescriben los libros de Roald Dahl y crece el debate sobre si es inclusión o censura. Foto: Roald Dahl.

¿Y crees que ese afán de corrección ha permeado también en los niños, en lo que ellos esperan de los libros y de quienes los escriben?

Sí. Porque a mí me ha pasado que niñas pequeñas me dicen: “¿Pero por qué el protagonista no es una niña?”. Y quizás está bien que esas inquietudes estén presentes, pero sospecho que es un reclamo importado del mundo de los adultos. Y me conflictúa un poco ver a niños de seis años que ya tienen perfectamente claro qué es lo bueno y qué es lo malo. La infancia es un momento para ir descubriendo esas definiciones, ¿pero qué experiencia tuviste en seis años? No te da para tener tanta seguridad, digamos. Y el problema con la seguridad es que te va cerrando. A ese niño se le cierra el campo de posibles experiencias, porque ya sabe cómo es la vida, probablemente porque sus papás también saben.

Sergio Tanhunz, editor del sello SM, decía en un reportaje de La Tercera que en general son los padres quienes presionan a los profesores y bibliotecarios sobre el contenido de los libros.

Totalmente, eso pasa mucho en la escuela: los padres les reclaman a los profesores y los profesores no quieren problemas con los padres, más de los que ya tienen. Entonces, ante cualquier libro que pueda ser problemático, eligen otro que pase como si nada. Los libros de Dahl, de hecho, parece que los editaron porque venden muchos ejemplares a las escuelas y a la editorial le preocupaba que esas ventas se empezaran a caer, con este ambiente que hay. Al final se trata de eso, porque quitarle adjetivos a un libro no protege a los niños. Pero sí satisface a algunos adultos, que se creen llamados a protegerlos y entonces les cierran el campo de conflicto para que tengan estas experiencias correctas. Lo que hay de fondo, creo yo, es un intento de domesticación.

¿De los niños?

Sí. Y creo que puede estar relacionado con la necesidad de que ese niño se vuelva funcional, primero, y luego productivo. Pero hay un momento anterior en que el niño está al margen de todo eso, un precioso momento en que su presencia es de total irrelevancia para el funcionamiento del mundo y en que su poca importancia lo mantiene a salvo. La corrección política, para mi gusto, es una cara más de ese intento de domesticación. Aunque creo que las cosas están cambiando un poco, porque los mismos que la exigen –universidades, editoriales norteamericanas o europeas– ahora están muy espantados al ver que en el caso de Roald Dahl tomó esa forma más burda que es la censura. Vi reaccionando a mucha gente que no tiene ningún problema con cancelar a Neruda, por ejemplo.

Más allá de la libertad de expresión o de creación, que son valores abstractos, ¿qué crees que pierden los lectores cuando se concibe la literatura infantil de esa manera?

En primer lugar, les borran un pedazo del pasado. Se pierden de saber cómo se escribía en otros tiempos, cuando era perfectamente legítimo que la bruja fuera calva o decir “hombres pequeños” en vez de “personas pequeñas”. En el fondo, les quitamos las experiencias que nosotros no tuvimos, algo que siempre dieron los libros. Pero además, un mundo literario tan higiénico, donde los protagonistas se tratan todos muy bien, no tiene mucho que ver con la realidad. El mundo es duro para un niño, más todavía para una niña, se hacen cientos de preguntas cada día. Y la literatura, justamente, ha sido un lugar donde el ser humano puede observar su parte luminosa y su parte oscura, para tratar de entender los conflictos que todo eso nos produce.

Uno aprendió lo que era una venganza cruel con personajes crueles.

Claro, ojalá que no con tu vecino. Entonces el niño, que también tiene esa oscuridad, ¿cómo se va a relacionar con ella si no tiene ningún marco? ¿La va a comparar con qué? ¿De dónde salen estas ganas que le dan de pegarle al vecino? No va a saber reconocerlo, porque todo lo que tenía un poco de esa oscuridad se está escondiendo debajo de una alfombra gigante. Y una gracia de los cuentos para niños es que tú puedes anticipar las emociones fuertes, como el miedo, pero si te angustias mucho puedes cerrar el libro y el miedo se queda ahí. O sea, tú vas delimitando cuánto quieres acercarte al monstruo. Y cuando a ese niño le termine saliendo el monstruo en la vida real, igual va a sentir miedo, pero va a poder calzar esa emoción con algo, de alguna manera. Y probablemente va a quedar menos desconcertado y adolorido que si no la puede hacer calzar con nada.

Martha Nussbaum dice que los adultos nos estamos aferrando al cuento de hadas, porque todos nos creamos algún monstruo –las élites, los inmigrantes, las feministas, etc.– al que culpar de un mundo que cada vez nos asusta más.

Puede ser. Por lo menos estoy muy de acuerdo con que todos estamos necesitando una figura que tenga la culpa de nuestras desgracias. Tal vez por eso nos enamoramos tanto de nuestros discursos y queremos dejar afuera al que no los reafirma.

Pero esa idea también supone una crítica a la lógica del cuento de hadas, donde hay que matar al monstruo para que el mundo recupere su armonía natural.

No lo había pensado así, aunque también el cuento de hadas ha sido muy manipulado con el tiempo. Cada época lo va manipulando un poquito a su conveniencia. Pero en su origen era como un sueño colectivo, y las imágenes de los sueños tú no las controlas tanto. Los cuentos de hadas sí son advertencias para un niño, pero que la comunidad crea a nivel inconsciente. “Caperucita, no vayas al bosque y le hables al lobo”, vale por “no vayas a seguir a cualquier extraño”, pero son mensajes cifrados que las comunidades deciden guardar en forma de cuento, porque los consideran mensajes importantes. En Japón hay un personaje muy bueno que se llama Kappa. Es una rana que chupa la sangre de los niños en el río. ¿Y por qué se crea ese personaje? Para que el niño no se meta al río y se ahogue. Si tú dices “no, ahora Kappa es una ranita tierna”, destruyes lo que a nivel inconsciente se creó. Hay una cierta sabiduría natural en la que no se confía, me parece, y los cuentos de hadas son parte de esa sabiduría. Lo mismo cuando uno sueña: el sueño te va avisando lo que está mal, pero tú no lo entiendes bien. Esta intención de que todo sea claro y transparente, al final es penosa. Es lo que hacen con Roald Dahl: quedarse con el puro argumento, para poder controlarlo, y no apreciar nada la literatura que pueda haber ahí, que se construye con ciertas imágenes, ciertas palabras.

En 2013 publicaste un libro de poemas, Niños, sobre los menores que fueron víctimas de la dictadura. Ahí hay otro debate, porque no todos creen que sea buena idea acercar a los niños a las tragedias sociales y políticas.

Yo creo que la literatura, sobre todo estos libros que tienen dibujos, permiten que tú pongas la velocidad, que te quedes en la página todo el tiempo que necesitas para procesar eso. Y ese es el tiempo que no te dan las noticias. El niño igual se entera de las tragedias humanitarias, pero después vienen las noticias del fútbol y el papá le dice “ya, pero cállate”, entonces no tiene espacio para dolerse con el tema. Ahí la literatura es más generosa. Y como el niño vuelve a sus libros muchas veces, puede volver a esa historia triste para tratar de comprender su propia tristeza. Porque al niño, a diferencia del adulto, sí le produce mucha angustia imaginar que muere gente en una patera de migrantes, por ejemplo. Se imaginan que iba un niño como ellos, o que podría ir su papá o su mamá y esa es la peor tragedia que les puede pasar. En todo caso, este tipo de libros no los leen solos, sino con un profesor, con la mamá o quien sea que está dispuesto a conversar con ellos sobre ese tema. Pero es verdad que a alguna gente le parece mal. Con el libro Niños, de hecho, en alguna actividad una lectora me acusó de manera muy apasionada de estar ideologizando a los niños.

¿Y te ha tocado lidiar con los “lectores sensibles” (sensitivity readers) que revisan los libros a pedido de las editoriales?

No todavía, en Estados Unidos me podría pasar. A veces me impresionan las alertas que ponen allá en los libros: “Aquí hay racismo”, “Aquí hay no sé qué...”. En Kramp me pusieron una alerta, creo que de racismo.

Kramp, María José Ferrada

Y esa no es una novela infantil.

No, pero les complicó que un vendedor viajero le dijera a otro “el negocio del chino”, algo así. Pero ya está, la energía creativa es muy cansadora y no puedes dedicarla a estas peleas. Sobre todo si escribes para niños, porque ellos están en otra sintonía, están intentando entender qué es un ser humano. Hace poco leí algo muy bonito sobre su capacidad mimética: un niño que juega a esconderse detrás de una cortina, pero al rato no está seguro si él es parte de la cortina. Ese niño era Walter Benjamin y lo cuenta mucho más bonito en su libro Infancia berlinesa. Pero estamos hablando de ese tipo de libertad y de voracidad por comprender la realidad. Entonces, si te preocupa que el libro no vaya a decir “gordo” o “feo”, realmente no vas a estar a la altura de sus preguntas.

Te preocupa el apuro por involucrarlos en nuestra forma de construir el mundo, más que en un tema u otro.

Totalmente, porque ellos necesitan un tiempo de descubrir por sí mismos, de asignar ellos ciertos usos a las cosas, incluso a las materiales. El niño juega con cualquier objeto porque el uso de ese objeto todavía no está fijo en él. Y lo que te va dejando ese tiempo es una especie de libertad interior, el recuerdo de esa libertad. Yo creo que una funciona después, más grande, con el recuerdo de los momentos de libertad que tuvo. Pero si ese tiempo lo acortas tanto, vas a tener gente grande que no es muy libre para pensar, ni para decidir, porque se le dijo muy rápido cómo era la vida, para qué eran las cosas. El mundo simbólico de los cuentos de hadas, en cambio, te deja un espacio no concreto donde tú mismo vas poniendo imágenes sobre las imágenes que presenta el cuento.

Quizás esa forma de conocer el mundo hoy siente como muy frágil, y que por lo tanto el niño va a crecer frágil si no se lo integra pronto al mundo racional.

Yo creo que nuestras construcciones son igual de frágiles, sólo que el adulto tiene una sensación de son muy firmes. Mientras que el niño está en un mundo frágil, pero con conciencia de que su construcción dura poquito, o que está evolucionando. Es súper claro: el compañero de curso que un día es malo y muy pesado, al otro día es bueno y simpático. No hay un niño que se quede pensando tres semanas que el compañero era malo. Siempre está esa posibilidad de cambio, que es muy liberadora, al final. Nuestra casa simbólica es mucho más rígida.

Cuando trabajas con niños en los colegios, ¿tienes alguna edad favorita?

Sí, los de siete años. Porque ya saben escribir, pero todavía son muy mentirosos. Y como tienen una cosa muy grupal, empieza a mentir uno y todos empiezan a apoyarlo en la mentira, pero sin ponerse de acuerdo. Es como una cosa inconsciente de ponerse todos a mentir juntos. Eso me encanta. Además, a esa edad las definiciones de la cultura no ha entrado con tanta fuerza, entonces todavía se nota mucho cómo es cada persona.

Hace algunos años dijiste que los niños que te parecían más indefensos, más estresados, eran los de colegios de plata.

Sí. A ver, no creo que la felicidad dependa de dónde estás, igual puedes vivir triste en el campo. Pero en un tiempo me tocó visitar colegios bien distintos y me sorprendió lo que pasaba en los más asociados a un alto rendimiento académico: los niños muy, pero muy estresados. Y te hablo de niños chicos. Tú les decías “a ver, vamos a hacer un cuento”. “¡Pero cómo se hace!”, “¡Está bien o no está bien!”. Una necesidad de aprobación increíble. No importa si yo creo que está bonito, tú tienes que decirme que está bonito. Y eso es terrible en los niños tan chicos. Bueno, en un adulto también. O sea, si nos cuesta tratar al niño como sujeto, en parte es porque también nos está costando respetarnos como sujetos a nosotros. A veces veo una cierta claudicación en eso. A un escritor le debería incomodarle un poco que le digan “sí, sí, qué bien, así hay que pensar”. Debería serle un poco molesto, supongo.

¿En los colegios de Alemania no se ve ese estrés en los niños?

Es que acá trabajo con adolescentes, que son los que aprenden español. Pero veo que el sistema escolar les mete mucha presión, porque deciden muy chicos si van a un sistema que los lleva directo a la universidad o hacia otro donde después ya es más difícil llegar a la universidad. Es verdad que las carreras técnicas son más valoradas que en Chile, pero igual es súper frustrante para algunos niños. Me tocó el año pasado un niño sirio, súper simpático, que me decía “no, yo no soy bueno, así que no voy a seguir en este colegio”. Como en Japón, donde dan un examen a los 11 años, o por ahí, que determina mucho a qué colegio vas y luego a qué universidad. Entonces los niños de 11 años andan todos tiritones y van doble al colegio: después del colegio, más colegio.

Foto: Instagram María José Ferrada

El año pasado publicaste Diario de Japón (Seix Barral), libro de no ficción que recoge tu larga relación con la cultura japonesa. Un tema que siempre ha sido chic para el escritor occidental…

Sí, aunque ahora están más de moda que nunca. Acá en todas las mesas hay escritoras japonesas, chinas, coreanas…

Pero tu inmersión fue un poco más obsesiva. Fuiste cuatro veces a Japón, hiciste un máster en Barcelona sobre filosofía, economía y literatura japonesas… ¿Por qué tanto?

Fue súper azaroso. Pasó que me regalaron unos libros japoneses cuando era adolescente y quedé deslumbrada. La persona que me los regaló me dijo “ah, sí, a uno le da fuerte con los japoneses, pero después te aburren”. Pero no me aburrieron y todavía no me aburren. Creo que encontré ahí una libertad que no veía en las otras literaturas.

¿Qué libertad?

Por ejemplo, la de crear un propio concepto de belleza dentro del libro. Eso me llamó mucho la atención: una cosa que era fea, en el contexto del libro era muy bella. O sea, eran libros que lograban desprenderse de su época, de su contexto, y funcionar como un universo solo en el texto. Mishima hacía mucho eso. Si no, uno no lo leería, porque era una persona terrible, pero lograba crear un espacio, finalmente, y hacerlo funcionar con sus propias definiciones. Eso fue muy impactante, como decir “oh, se puede hacer esto también”. Y lo que más me atrae de la cultura japonesa es que tiene muchas contradicciones. Por un lado la delicadeza y por el otro la disciplina, por un lado ser muy modernos y por el otro muy clásicos, etc. Eso es interesante, porque también uno aprende a aceptar las propias contradicciones al ver ese tipo de culturas.

O sea, no crees que la capacidad oriental de permanecer en la contradicción esté idealizada desde Occidente.

Puede haber una idealización de Occidente, porque igual sus índices de depresión son altos. En definitiva, la felicidad no algo tan domesticable. Pero sí creo que tienen más tolerancia a la contradicción. Es muy claro en el tema religioso: la ceremonia equivalente a nuestro bautismo es shintoísta, y el entierro, generalmente, es una ceremonia budista. Y estas dos religiones o filosofías son muy contradictorias, de hecho una es teísta y la otra no. Pero ellos las mantienen, porque dicen “esta pega mejor con la vida y la otra pega mejor con la muerte”. Ya, solucionado, no hay mayor drama. Son más estéticos que discursivos, tal vez.

Allá también visitaste colegios. ¿Es muy distinto trabajar con niños japoneses o chilenos?

Cuando son chiquititos, son bien parecidos. La gran diferencia cultural es la disciplina, porque la aprenden desde la escuela y eso se nota mucho en la sala. Hay ejercicios grupales que solamente allá te funcionan perfecto, porque respetan todas las instrucciones y no rompen nada. Pero cuando llega el momento de las preguntas, hacen las mismas que haría un niño en el campo en Chile.

Ya que pocos lectores se manejan con los autores para niños, recomendemos un par de libros buenos.

De los vivos, recomiendo a la ilustradora Kitty Crowther, que tiene unos libros preciosos, muy raros, y al escritor Toon Tellegen. Ellos hicieron juntos El cumpleaños de Ardilla, un libro muy bonito, relacionado con la importancia de tener un buen amigo. Hay otro de Tellegen ilustrado por Axel Scheffler, Cartas de la hormiga a la ardilla, que salió hace poco en español y también es muy bonito. De los más clásicos, podrían ser Maurice Sendak y Tomi Ungerer, porque creo que comprendieron la complejidad de sus lectores. Hay una anécdota de Sendak muy divertida. Los niños nos escriben cartas a los escritores. A mí, por ejemplo, me las dejan en Santiago en una biblioteca, donde la bibliotecaria es tan amable que las escanea para que yo pueda responderlas desde acá. Bueno, el asunto es que un niño se puso tan contento al recibir la respuesta de Sendak que se comió la carta.

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